¿Quién dijo que en verano no hay noticias?   

 

Suele pensarse que el verano es una época de descanso, de inactividad, un tiempo en el que no se acumulan propósitos de enmienda como en Año Nuevo, una estación en la que el calor borra todas las huellas. Menos común es ver en el estío un momento de cambios decisivos, cuando soñolientas intuiciones se convierten en decisiones, cuando simples corazonadas se hacen realidad meses más tarde. Cuántas historias de amor y de ruptura se forjan en estas semanas, cuántos hobbies devinieron en vocaciones, cuántos viajes o lecturas de esos días nos transformaron para siempre.

Dice el tópico también que en verano no hay noticias. Un lugar común que no resiste la prueba de los hechos. En estos meses se ha decidido a menudo el destino de las naciones, incluso del mundo, aunque la experiencia de los contemporáneos de los acontecimientos desafíe la interpretación posterior de los historiadores. Como dijo el escritor austriaco Stefan Zweig: “La historia niega a los contemporáneos la posibilidad de conocer en sus inicios los grandes movimientos que determinan su época”. ¿Sospecharon los austriacos que el asesinato de su príncipe heredero en Sarajevo un 28 de junio de 1914 era el final del mundo que habían conocido? ¿Advirtieron los españoles la trascendencia de que un 21 de julio de 1959 el Consejo de Ministros, al aprobar el Plan de Estabilización, sentaba las bases para la modernización de España? ¿O que el 3 de julio de 1976 Adolfo Suárez era nombrado presidente del Gobierno y empezaba una transición democrática?  A escala mundial, esas noticias del verano produjeron una transformación mayor, casi un cambio de época: el 6 de agosto de 1945 la bomba de Hiroshima daba comienzo a la era atómica y, hace nada, una mañana de 2001, el 11-S inauguraba el siglo XXI.

Es más, las altas temperaturas están en el origen de la humanidad. Si es cierta la llamada “hipótesis termal”, y las últimas investigaciones parecen probarla, un valor constante de entre 29 y 35 grados centígrados fue determinante para la evolución de los seres humanos. En la cuenca sedimentaria de Turkana, en Kenia, considerada la cuna del homo sapiens, gracias a ese calor, hace cuatro millones de años nuestros remotos antepasados comenzaron a caminar erguidos buscando un aire más fresco, a perder pelo y a sudar para enfriar sus cuerpos. Esa connotación positiva de las altas temperaturas y los más de 8.000 años del largo verano que disfrutamos desde el fin de la Edad de Hielo inspiraron al científico australiano Tim Flannery en su imprescindible libro sobre la amenaza del cambio climático, The Weather Makers, la ironía de que, si estuviéramos hablando de enfriamiento global en lugar de calentamiento global, hace ya mucho tiempo que la comunidad internacional se hubiera puesto manos a la obra.

En estos meses se ha decidido a menudo el destino de las naciones, incluso del mundo, aunque la experiencia de los contemporáneos de los acontecimientos desafíe la interpretación posterior de los historiadores

Pero volvamos al termostato político de la historia reciente. Paradójicamente, la narrativa de la guerra fría está llena de fechas calientes. El conflicto de Corea discurrió entre los meses de junio de 1950 y julio de 1953; la construcción del muro de Berlín empezó en la noche del 12 al 13 de agosto de 1961; los tanques soviéticos aplastaron la primavera de Praga en agosto de 1968; en el mismo mes, en 1991, el golpe de Moscú contra Gorbachov acabó con la disolución del temible y todopoderoso Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), bajando el telón del siglo XX. Igual ocurre en el mundo árabe: Argel se independizó el 3 de julio de 1961; las matanzas de los campos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila, en Líbano, ocurrieron el 16 de septiembre de 1982; el 2 de agosto de 1990, la temeridad de Sadam Husein le llevó a intentar atracar la caja fuerte de su vecino e invadió Kuwait, y la última destrucción de Beirut por parte del Ejército israelí tuvo lugar hace sólo cuatro julios. Otros veranos dejaron otras huellas políticas: las independencias de India y Pakistán, en 1947; las africanas, en 1960, o aquel 8 de agosto de 1974, cuando un lloroso Richard Nixon anunció en televisión su dimisión como presidente de Estados Unidos por el escándalo Watergate.

Obviamente, esta lista no es exhaustiva, y sería ridícu lo pretender elevar a la categoría de tesis una serie de coincidencias, aunque haya quien se atreva. El profesor Nicholas Boyle, de la Universidad de Cambridge, sostiene en su último libro, 2014: How to Survive the Next World Crisis, que el destino de los siglos –si habrá paz y prosperidad o guerra y miseria– se decide en la mitad de la segunda década de cada centuria. Así, por ejemplo, recuerda que Martin Lutero colgó sus tesis en la iglesia de Wittenburgo en 1517, dando nacimiento a la Reforma y al protestantismo; que en 1618 comenzó la Guerra de los Treinta Años y, con ella, décadas de conflictos religiosos en Europa occidental, hasta el establecimiento de la dinastía Hannover, en 1715; que el Congreso de Viena de 1815 reorganizó Europa tras la derrota de Napoleón, y que el estallido, en 1914, de la Primera Guerra Mundial marcó el siglo XX.

Son sólo coincidencias. No existen las razones que explican, por ejemplo, la regularidad que se produce en la repetición de los escenarios de las batallas navales o terrestres libradas por pueblos, imperios y naciones a lo largo de los siglos –la localidad de Adrianópolis, la actual Edirne, en la Turquía europea, tiene el récord, con 15 batallas–, pero en este verano nuestro de la crisis no está mal recordar que, volviendo a citar a Flannery, “exceptuando la muerte y los impuestos, la certeza simplemente no existe en nuestro mundo”.