El recién nombrado Príncipe heredero, Mohamed bin Salma, en un evento en China, 2016. Nicolas Asfouri/Pool/Getty Images

Así han sido las maniobras de Palacio para nombrar Príncipe heredero al hijo del rey saudí, el joven Mohamed bin Salman. He aquí una estrategia en tres actos.

Arabia Saudí se encuentra en la encrucijada. Son numerosos los motivos que empujan a utilizar esta expresión al hacer referencia al país del Golfo: una región convulsa, un entorno internacional hostil, exiguos precios del petróleo, una sucesión al trono hasta hoy opaca, una población con un futuro menos halagador que el de sus antecesores… Frente a una tormenta que se adivina perfecta, autoridades y oficiales saudíes se han mantenido fieles a un plan, que ya ha visto finalmente la luz, esbozado en Palacio y que tenía como objetivo primordial que el hijo del Rey, Mohamed bin Salman (MbS), acceda al trono en un proceso con tintes plebiscitarios.

Mohamed bin Salman era un completo desconocido para los ciudadanos saudíes y los dirigentes internacionales hace tan sólo unos años. Tenía 29 años cuando su padre se convirtió en rey en 2015. A pesar de lo que algunos denominaban limitada experiencia –era asesor de su padre y ministro de Estado–, su ascenso al estrellato fue fugaz, y no sólo se convirtió en el ministro de Defensa más joven del mundo, sino que además fue puesto a cargo de la Corte Real de la Casa de Saúd. Por si lo anterior no fuera suficiente, el Rey Salman le situó poco después segundo en la línea sucesoria, detrás de su tío y ministro del Interior, Mohamed bin Nayef (MbN). Hoy ha sido anunciado que MbS será el nuevo Príncipe heredero. Varios acontecimientos evidenciaron estas últimas semanas las líneas maestras de la estrategia de Palacio, que giraba en su totalidad en torno a la figura del niño mimado de la política saudí y se desarrollaba en tres actos.

 

El ‘aggiornamento’ del país en sus manos

Salman confió a MbS, confirmando así que su hijo estaría al mando entre bastidores, una tarea clave para el futuro del país: le convirtió en presidente del flamante Consejo para Asuntos de Economía y Desarrollo, una especie de superministro, con todo el poder decisorio en temas relacionados con el presupuesto y sistema productivo del país. Fue él el encargado (con la ayuda de consultores internacionales) de diseñar un plan que sentara las bases para la dinamización de la economía saudí –estatista y dependiente en exceso del petróleo– y la propia modernización del país. Fue así como hace poco más de un año nació el Plan Visión 2030 (cuyas líneas maestras se ven desarrolladas por el Plan de Transformación Nacional), criticado y alabado a partes iguales, que a día de hoy no ha dado todavía frutos destacables. Un plan caracterizado tanto por la diversificación y apertura de la economía saudí (la medida más comentada es la salida a bolsa de un 5% de la joya de la corona, Aramco, cuyo valor real sigue siendo un enigma) como por los primeros pasos hacia un sistema impositivo y una hasta ahora inédita austeridad.

El Plan Visión 2030 esbozaba un nuevo contrato social y se marcaba una serie de metas, algunas de las cuales fueron recibidas con los brazos abiertos por la porción menos conservadora de la sociedad saudí. MbS restringió los poderes de la temida policía religiosa, ha hablado estos meses de ampliar los derechos e influencia de las mujeres en el Reino, ha creado una Autoridad General para el entretenimiento que desarrolle una industria del ocio con el fin de crear puestos de trabajo y acercar a los jóvenes un estilo de vida occidentalizado (a base de salas de cine y parques de atracciones).

Poco sospechaban los hogares saudíes lo que significaba apretarse el cinturón, y 2016 trajo consigo recortes en los salarios públicos (sector que emplea a dos tercios de los empleados saudíes) y reducción de los subsidios a la energía y otros servicios básicos. El público saudí plasmó su insatisfacción en las redes sociales, en donde lanzó hashtags como “Movimiento 21 de abril” (más recientemente 2 de junio), llamando a manifestaciones masivas y exigiendo el restablecimiento de los subsidios, poner fin a la venta de acciones de Aramco, inaugurar una monarquía constitucional e incluso restaurar los poderes de la policía religiosa. Tres días después de la convocatoria desoída, el 24 de abril, el Rey Salman promulgó 40 decretos que, entre otros, reintegraban los salarios y beneficios públicos y pondría en marcha un sistema de ayudas financieras para compensar la subida de precios. La medida fue posible, alegaron, gracias a una economía más boyante y mayores ingresos no derivados de los hidrocarburos. Justificaciones aparte, el objetivo final no dejaba lugar a dudas: recuperar el apoyo de una clase media que MbS necesita para reforzar su posición frente a la oposición en Palacio y el establishment religioso.

 

El ‘paseillo’ internacional

Un póster con la imagen del Rey saudí Salman (en el centro), el recién nombrado Príncipe heredero, Mohammed bin Salman (a la izquierda), y el príncipe Mohammed bin Nayef, hermano del Rey (a la derecha), riad, 2017. Fayez Nurledine/AFP/Getty Images

Los primeros pasos de MbS como ministro de Defensa se vieron simbolizados por un cambio de estrategia que marcó un punto de inflexión para el país y el Golfo. Las autoridades saudíes habían asumido ya que su papel en el conflicto sirio estaba abocado a verse reducido. Arabia Saudí no cejó en su empeño de influir el desenlace de la guerra, muy particularmente intentando controlar la composición y postura de la oposición al régimen sirio, pero pasó a una segunda fila más discreta en la que la permanencia o no de Bachar al Assad al frente del país no podría determinar ya su estatus como líder regional –líder asimismo del arco suní– y potencia internacional. Un estatus que los Saud seguían ansiando, para lo que Yemen se convertía en principio en un escenario más asequible de la guerra fría que enfrenta a Arabia Saudí e Irán desde hace años. Los saudíes siempre han considerado a Yemen su patio trasero, y con la excusa de que los rebeldes hutíes sólo eran capaces de desestabilizar al país vecino gracias al apoyo de su archienemigo Teherán, iniciaron una andanza que a día de hoy no parece tener visos de llegar a su fin en el corto plazo, y frente a la que los ciudadanos saudíes cada vez muestran menos entusiasmo (de ahí el aumento de sueldo a combatientes y el nombramiento del príncipe Fahd bin Turki a la cabeza de las Fuerzas Armadas, el pasado mes de abril).

Los saudíes no están solos en su incursión yemení. Un aliado clave para MbS ha sido durante estos meses Mohamed bin Zayed, Príncipe heredero y hombre fuerte de Emiratos Árabes Unidos, que ha ido perfilándose como mentor y valedor en la escena internacional del joven Mohamed bin Salman. Bin Zayed prometió ejercer de intermediario con Occidente, siempre y cuando MbS se sometiera a una intensa campaña de relaciones públicas que le retratara no como un joven impulsivo (tal y como la incursión en Yemen parecía sugerir) sino como un reformista deseoso de mejorar la vida de sus conciudadanos, explotar todos las oportunidades de Arabia Saudí y situar al país como potencia estabilizadora en un contexto incierto. Ha sido precisamente de la mano de Bin Zayed que MbS ha capitaneado la todavía acuciante crisis dentro del Golfo contra Qatar y todo lo que el pequeño país representa como amenaza para Riad: política exterior independiente y pragmática, relaciones más que cordiales con Irán, un medio de comunicación como Al Jazeera dispuesto a arrojar luz sobre los desmanes de los regímenes árabes y un apoyo al islam político que cuestiona la legitimidad de las monarquías del Golfo.

A pesar de que MbS no estudió en el extranjero y a día de hoy aún no hable un inglés impecable, al contrario que varios de sus familiares y muchos jóvenes saudíes, ha conseguido robustecer paulatinamente las relaciones bilaterales con Estados Unidos. Varios factores se alineaban en su contra en un primer momento: nadie en la Administración Obama veía con buenos ojos la incursión saudí en Yemen, y su tío MbN llevaba años tejiendo estrechas relaciones con el establishment estadounidense (muy particularmente con el Pentágono), para el que Arabia Saudí no ha dejado nunca de ser un aliado de excepción, extremadamente valioso en el ámbito económico, militar y diplomático. Su primera visita a Washington DC fue tildada de éxito: medios como The Economist y miembros de cuerpos diplomáticos a partes iguales cantaban las bondades del joven príncipe, cargado de energía e ideas. MbS no cejó en su empeño a pesar de que Donald Trump y su camarilla criticaran ampliamente en su momento al régimen saudí (aún hoy se les escapa un cierto tono de desdén). Tal y como ha dejado claro el hecho de que Riad fuera la primera parada en el extranjero del nuevo Presidente de EE UU y los cuantiosos contratos de compraventa de armas que allí se firmaron, la alianza no sólo se ha mantenido sino que parece particularmente robusta, algo a lo que ha contribuido la debilidad de Trump por los autócratas árabes, combinada con un pragmatismo continuista y un odio acérrimo hacia el régimen iraní de los ayatolás.

El régimen saudí no sólo ha tenido éxito cortejando a las autoridades estadounidenses, sino que ha conseguido estrechar lazos con varios países a lo largo y ancho de la región –algo aderezado por altibajos en sus relaciones con Egipto y lo controvertido de su relación con Israel–, y del planeta. La gira asiática que el mes pasado llevó al Rey Salman a países como Indonesia, Japón y China dejó claro que Arabia Saudí tiene aliados de excepción más allá de Occidente (también es el caso de África). Por su parte, no son pocos los líderes occidentales que dejan de lado su política exterior basada en derechos humanos cuando se trata de visitar Riad (como ha sido recientemente el caso de el Secretario de Defensa de EE UU, James Mattis, la Canciller alemán, Angela Merkel o la Primera Ministra británica, Theresa May) o recibir a un Saud con los brazos abiertos.

 

Transformación en hombre orquesta

En una época en la que un liderazgo manifiesto se ha convertido en prerrequisito para convertirse en protagonista en la escena internacional, MbS ha sabido seguir paso a paso el manual del líder omnipresente e imprescindible. Ha contado para ello con la ayuda inconmensurable no sólo de varias firmas internacionales dedicadas en cuerpo y alma a cultivar su perfil, sino también de gran parte de la prensa (aquellos periodistas que se atrevieron a hablar demasiado, como Jamal Khashoggi, han sido relegados) y de una cohorte de jóvenes clérigos que cantan a diario las alabanzas del nuevo liderazgo en las redes sociales.

Convertirse en hombre orquesta también exige erigirse como líder y figura destacada de la Casa Saud, tarea a la que su padre ha contribuido sobremanera. Menos cómodo fue deshacerse del hasta ahora heredero MbN, quién seguía contando con un no trivial (pero menguante) apoyo, tanto por parte de sus aliados como de los detractores más acérrimos de su sobrino. La relación entre ambos es opaca e incluso un tabú en el Reino. Las primeras palabras de MbN al jurar lealtad a su sobrino han sido: “Ahora descansaremos, que Dios te ayude”. Mohamed bin Nayef ha sido defenestrado no sólo como Príncipe heredero, sino también como ministro de Interior y Vice primer ministro. Estos últimos meses había sido apartado progresivamente de facto de reuniones y viajes de alto nivel. La salva de decretos reales adoptados el pasado mes de abril también representó el golpe de gracia para el antiguo príncipe heredero: crear un Centro de Seguridad Nacional, rival directo del ministerio del Interior, bajo la dirección de la Corte Real, y por tanto de MbS.

Por si esto fuera poco, el hermano menor de este último, Khaled, fue nombrado Embajador ante Estados Unidos. Parte de un cada vez más patente programa de rejuvenecimiento, varios jóvenes príncipes fueron ascendidos a puestos clave, principalmente, como vicegobernadores de provincias, un puesto ad hoc para controlar la rumoreada insatisfacción entre príncipes de tercera generación vis à vis la concentración de poder en manos de MbS. Parte de este escenario fue adelantado por la película Syriana, en la que el personaje interpretado por el actor Matt Damon sugiere al príncipe heredero que empiece a preparar a su país para un mundo sin petróleo. En la encrucijada o no, lo que es ya indudable, poniendo fin a rumores varios, es que el futuro de Arabia Saudí depende en cada vez mayor medida, y por muchos años, de los designios de Mohamed bin Salman.