Una mujer sostiene un poster con el retrato de un clérigo chií, Baharéin. Mohammed Al Shaikh/AFP/Getty Images

Lejos quedan las revueltas de 2011, la crudeza y la represión imperan en la isla, donde la situación se deteriora fuera del foco mediático.

Anclada en el extremo nororiental del golfo Pérsico, lugar de tránsito de una quinta parte de las exportaciones de crudo y base de la VI Flota estadounidense, Bahréin acapara el foco de los medios internacionales una vez al año. Como cada temporada desde 2004, avanzado el suave invierno oriental, pilotos, mecánicos y periodistas levantan el oropel de la Fórmula Uno pese a que la mayoría de la población de este  pequeño -y estratégico-  país sufra desde hace décadas una de las muchas dictaduras que dominan la región: la de la familia Al Khalifa, emparentada con la dinastía saudí. Solo en una ocasión se ha suspendido este acto de propaganda con el que el régimen bahreiní trata de mostrar al mundo una fingida imagen de apertura y modernidad. Fue en 2011. En aquellos días, florecían las llamadas “primaveras árabes” y una ola de ilusión y cambio  recorría el mundo árabe impelida por la calculada caída de arcaicos y amortizados sátrapas como Zinedin el Abedin Ben Alí, en Túnez, o Hosni Mubarak, en Egipto. Imbuidos de la misma euforia, miles de bahreiníes salieron a las calles para demandar igualmente dignidad, derechos y justicia social en un movimiento que asombró al mundo y arruinó la carrera, y que apenas dos meses después de su estallido fue brutalmente reprimido con ayuda de las tropas de Riad.

Seis años después, marchitas ya aquellas primaveras ahora casi olvidadas, las protestas han resurgido con la misma crudeza en esta isla de apenas 650.000 habitantes, envueltas, sin embargo, en un tupido telón de silencio. Si en aquel entonces sirvieron para mostrar como la aproximación y reacción de Estados Unidos y de otros países dominantes a la ola de protestas populares en el mundo árabe se ajustaba a los intereses económicos y estratégicos -implacable con “enemigos” como Al Gadafi o Bachar al Asad; indulgente con autocracias amigas caso de Arabia Saudí-, hoy son la triste y deprimente constatación de que quizá nunca se pretendió sajar la raíz de los problemas que desde tiempos de la colonización atribulan la zona; que el objetivo era simplemente cambiar algo en la región para que, en esencia, nada cambiase. Aunque en un principio optó por susurrar bajito ante los desmanes de la familia Al Khalifa y de la plutocracia saudí, numen del terrorismo yihadista que amenaza el mundo, la administración que entonces dirigía Barack Obama permitió enseguida que Riad impusiera su agenda contrarrevolucionaria; que anegara en sangre su propia disidencia -y la de los países vecinos- e incluso años después dejo que accediera a la presidencia del comité de Derechos Humanos de la ONU, pese a estar considerada uno de los principales predadores de los mismos en el mundo.

Su sucesor, Donald Trump, ha sido más imaginativo y ha enmascarado sus amigables relaciones con los sátrapas del Pérsico -especialmente con el régimen saudí- agitando un engañoso y ladino señuelo de la inmigración que ha monopolizado la parrilla informativa. Al tiempo que hablaba con el rey Salman y confirmaba la estrecha alianza de Washington con la monarquía saudí, el excéntrico multimillonario instauraba un polémico veto de entrada en el país que no afecta a los musulmanes en su conjunto, como se cree. Si no a los ciudadanos de Siria, Irak, Irán, Libia, Somalia, Sudán y Yemen, países que unidos suman cerca de 180 millones de habitantes, menos de una décima parte de la población mahometana mundial. Ignorada queda aún la respuesta a la pregunta de si la excusa es el terrorismo porqué permite a egipcios o saudíes entrar y circular libremente por Estados Unidos si 17 de los 19 fanáticos musulmanes que cambiaron el mundo el 11S utilizaban pasaporte de esos dos países, patria también de algunos de los yihadistas más buscados del planeta. “Es la misma política de doble rasero que ha dominado siempre en esta zona del mundo”, argumenta una activista bahreiní que prefiere ocultar su identidad por estar amenazada. “La prueba es este país. La persecución de activistas, opositores, periodistas y defensores de los derechos humanos no ha cesado desde 2011. Incluso ha ido a más gracias a la carta blanca con la que actúa la monarquía, apoyada desde Riad y protegida por el silencio de los gobiernos mundiales”, añade. “Desde que comenzara el año, se han multiplicado los casos de torturas y desapariciones forzosas sin que nadie quiera escuchar nuestros gritos. Esto se parece cada vez más a [las dictaduras] en Argentina y Chile”, subraya con un hilo de voz quebrado en la garganta.

Una mujer está cerca de un muro con retratos de activistas encarcelados en Baharéin. Mohammed Al Shaikh/AFP/Getty Images

Las cifras, elocuentes, parecen concederle la razón: según distintas organismos de análisis independientes, a día de hoy existen más de 2.600 presos políticos en cárceles y calabozos de Bahréin, un número que se ha incrementado en el último mes y medio; centenares más han sido obligados a exiliarse y sobre varios miles pesan prohibiciones de viaje. Unos 300 opositores han sido desposeídos de su nacionalidad, entre ellos el jeque Issa Qassim, uno de los predicadores más influyentes de la aldea de Diraz, principal núcleo chií. Las detenciones indiscriminadas y los registros aleatorios son moneda de intimidación común, puestos de control y carros de combate controlan los accesos a las principales barrios y aldeas chiíes -convertidas la mayoría de ellas en zonas marginales y estigmatizadas que suníes y extranjeros esquivan-, y el “Diálogo Nacional” yace exangüe, mortalmente herido por la falta de interlocutores de una oposición ahora entre rejas. “Existe miedo, mucho miedo”, recalca Manal a través de la aplicación Telegram, uno de los métodos más seguros de comunicación con el exterior. “Nadie se atreve a salir a la calle y alzar la voz. No es como en 2011. La policía tiene impunidad y los jueces son parte del sistema. Por nada puedes pasar cinco o seis años en la cárcel. O puede incluso pasarte algo peor. Aquí casi todo el mundo tiene un familiar o un amigo desaparecido”, subraya.

Una parte de ese miedo, esculpido durante los últimos cinco años a golpe de barrote, se resquebrajó de nuevo el pasado 15 de enero, escasas horas después de confirmarse la noticia de la ejecución de Abbas al Samea, Sami Mushaima y Alí al Singace, tres hombres acusados de matar a un policía emiratí en un atentando con bomba perpetrado en 2014. La crudeza de las imágenes del ajusticiamiento -el primero en 20 años en el reino- y las dudas sobre la limpieza del proceso -organizaciones de defensa de los derechos humanos denuncian que las confesiones fueron extraídas bajo tortura a los acusados y amenazas a los familiares- abatieron el temor e inflamaron una vez más las calles. Propulsadas por la indignación -pero también por el propio miedo que antes les atenazaba, ahora convertido en un acto de supervivencia- cientos de personas retomaron las pancartas rotas y rompieron las mordazas al tiempo que las fotografías de los cuerpos fusilados de los reos y los vídeos furtivos de las resucitadas protestas volvían a inundar las redes sociales, en un intento desesperado por atraer una vez más la mirada solidaria del mundo. Sin apenas éxito. “La razón de que nada salga a la luz es el apagón informativo”, argumenta un conocido periodista local, que también prefiere el anonimato por razones de seguridad. “La censura impuesta [por el Gobierno] y la decisión de los aparatos de Estado de ocultar la verdad. Pero lo cierto es que hay una peligrosa escalada de la represión, incluyendo asesinatos extrajudiciales que deben ser denunciados. Por eso necesitamos la ayuda de medios y organizaciones externas”, reclama.

En la misma línea apuntaba días después de las ejecuciones Amnistía Internacional. En un informe rubricado por su subdirectora de investigación regional con sede en Beirut, Lynn Maalouf, se advertía que “Bahréin se encuentra al borde de la ebullición. Los cientos de bahreiníes que tomaron las calles para protestar contra esa impactantes ejecuciones, que se aplicaron pese a las denuncias de tortura y de juicio injusto, se han topado con un uso excesivo de la fuerza por parte de los servicios de seguridad y una escalada de los ataques contra la libertad de expresión”. En este sentido, urgía a las autoridades a “respetar el derecho de asamblea y a ordenar a las fuerzas de seguridad que eviten un uso abusivo de la fuerza. La arbitrariedad y las medidas draconianas en contra de la libertad de expresión solo servirá para exacerbar el peligro deterioro que ya han sufrido los derechos humanos”.

Hombres sostienen pancartas con el retrato de Sheikh Alí Salman, líder de un movimiento chií opositor. Al Shaikh/AFP/Getty Images

Un menoscabo que esta semana sumó un nuevo socavón preocupante y profundo. Habitualmente se ha presentado el conflicto en Bahréin como un mero episodio más del enfrentamiento entre suníes y chiíes, del pulso que libran por la influencia regional Arabia Saudí e Irán. Pero los acontecimientos del último mes apuntan a que, más allá del supuesto conflicto confesional, la isla es, más bien, escenario de otra batalla más por los derechos básicos entre una comunidad mayoritaria abandonada -los efectos de las recientes inundaciones en las zonas chiíes, donde las inversión del Estado en infraestructura es menor, han sido mayores que en las áreas suníes- y una minoría que ejerce el poder de forma autoritaria, como ocurre en Siria, donde el desequilibrio entre las dos doctrinas es al contrario. Intensificadas las protestas, a finales de enero el rey Hamad emitió un decreto real que restauraba el amplio poder que ya disfrutaban los servicios secretos y que volvía a autorizar los arrestos arbitrarios. Apenas unas semanas después, Abdulá al Jooz, un joven de 22 años que estaba en prisión acusado de intento de asesinato y “actividad terrorista”, moría tiroteado en una aparente aplicación de la antigua “ley de fugas”. Según el ministerio bahreiní de Interior, Al Jooz había escapado de presidio y opuesto resistencia cuando iba a volver a ser detenido. Activistas locales y analistas internacionales dudan de que el joven pudiera regatear los exhaustivos controles de la cárcel en la que estaba preso.

El pasado 21 de febrero, con las protestas por la muerte de Al Jooz en su punto álgido, el Parlamento bahreiní atestó el penúltimo golpe a los derechos humanos: 30 de sus 40 miembros votaron a favor de introducir una enmienda en la Constitución que permitirá que los civiles sean juzgados en tribunales militares. En un mensaje a los diputados, Rashid Flaifel, responsable jefe de este tipo de cortes, justificó que esta reforma era esencial para “luchar contra el terrorismo que amenaza el país”. Una vez sea refrendada por el Consejo Consultivo -una suerte de Senado elegido por el propio monarca- cualquier ciudadano podrá ser procesado bajo la ley militar si se considera que sus acciones amenazan la seguridad nacional. “El rey de Bahréin está creando una Estado policial con la imposición de facto de una ley marcial", denunció horas después de la votación Sayed Alwadaei, directivo del Bahrain Institute for Rights and Democracy. Manal -nombre ficticio usado para preservar la seguridad- abunda un paso más. “Se ha convertido en la isla del miedo”, asegura antes de rememorar su calvario. En 2011, concluida la oración del alba, alrededor de 300 personas se congregaron en la localidad de Nuwaidrat, de mayoría chií, para exigir la puesta en libertad de los detenidos durante una concentración en apoyo a las protestas en Egipto. Superado el mediodía, eran ya miles más los que gritaban las mismas consignas en diferentes espacios del minúsculo Estado. Abatido el ocaso, resonaron en la cómplice opacidad de la noche los primeros disparos. Manal había alertado a su marido, un conocido activista de los derechos humanos ahora desaparecido, que aquel día había abandonado muy temprano el hogar conyugal impelido por un inusitado optimismo. Al salir, él le acarició la mejilla y le pidió que no se preocupara. Estaba convencido -le dijo- de que esa vez “todo será distinto”. La suerte le acompañó aquella primera jornada de ira, la misma que al caer el sol abandonó a Alí Mushaima, primer mártir de la ahora silenciada y casi olvidada primavera bahreiní. Según el informe que emitió la policía, el joven, un soldador de apenas 21 años, integraba una turbamulta compuesta por unas 500 personas que supuestamente atacó en el distrito de Al Daih a un puñado de agentes del orden, que se vieron obligados a hacer uso de sus armas reglamentarias ante el riesgo que corría su vida. Activistas de los derechos humanos, locales y extranjeros, insisten aún hoy, sin embargo, en que fue ejecutado en plena calle, sin importar los testigos, a sangre fría, con impunidad, nocturnidad y alevosía. Su cuerpo -recuerdan- mostraba varios impactos de bala recibidos casi a bocajarro, con el orificio de entrada en la espalda. Nabil Rajeeb no ha recibido disparo alguno, pero espera en prisión -bajo tortura, según su esposa- con la sensación de que será la próxima víctima de la represión de las primaveras árabes en el Pérsico. Presidente del Bahréin Center for Human Rights, su vida es un continuo entrar y salir de la cárcel desde que en 2011 liderara las protestas y criticara con dureza la postura de los aliados internacionales, en especial de Estados Unidos y el Reino Unido. En prisión preventiva desde junio de 2016 acusado de divulgar información falsa a través de Internet sobre la situación en el país, su juicio ha sido reprogramado para el 22 de marzo. Apenas tres semanas antes de que se celebre de nuevo el Gran Premio de Fórmula Uno y, probablemente, ya con la nueva ley militar aprobada.