Un clérigo suní iraquí en una protesta contra Estados Unidos. Paula Bronstein/Getty Images
Un clérigo suní iraquí en una protesta contra Estados Unidos. Paula Bronstein/Getty Images

Cómo la crisis ideológica en el sunismo se ha convertido en la panacea para aquellos que predican la intolerancia y el totalitarismo.

Asumido el singular impacto que supuso la elección de Donald Trump, y a la espera de conocer detalles más precisos de la que será la nueva política exterior de Estados Unidos, dos ideas se han instalado en el mundo árabe-islámico. La primera, procedente de sus reiteradas alusiones en campaña al no intervencionsimo, sugiere el abandono de las ambiciones democratizadoras que evocó su predecesor y la más que previsible apuesta por la reimplantación y fortalecimiento de regímenes autoritarios similares a los que dominaron la tenebrosa segunda mitad del siglo XX.

Algunos -como la renacida dictadura egipcia, el régimen criminal de Siria o la autocracia saudí- han saludado con algazara la victoria electoral del peculiar millonario. Igual de entusiasmada se ha mostrado Argelia, inmersa en un endogámico y solapado proceso de sucesión presidencial y sumida en una grave crisis económica ligada a los vaivenes del petróleo. Y con sentimientos encontrados se ha recibido en Libia, donde los analistas creen -no sin razón- que el cambio en la Casa Blanca favorece las aspiraciones totalitarias del mariscal Jalifa Hafter, un ex miembro de la cúpula que en 1968 aupó al poder a Muamar al Gadafi y que años después, reclutado por la CIA, devino en su principal opositor desde su exilio dorado en Virginia. Regresado durante el estallido de la revuelta de 2011, Hafter ha maniobrado entre los rebeldes hasta transformarse en el hombre fuerte del este del país, jefe de un cada vez más poderoso ejército y señor de los disputados recursos petroleros. Contrario al fallido plan de paz diseñado a finales de 2015 por la ONU, se presenta a sí mismo como el único capaz de derrotar al yihadismo que se ha extendido durante los dos últimos años en Libia. Razón que, frente al fracaso del gobierno auspiciado en el oeste por Naciones Unidas y el resurgir de grupos afines al antiguo régimen bajo la sombra de Seif al Islam, hijo del tirano derrocado, suena a música tanto en las filas republicanas de EE UU -algunos congresistas le han felicitado públicamente por sus victorias militares en las redes sociales- como en el Kremlin, que apoya sin tapujos su cruzada desde hace meses.

Cartel con el retrato del presidente ruso, Vladímir Putin (izquierda), y su homólogo egipcio, Abdel Fattah al Sisi. Mohamed el Shahed/AFP/Getty Images
Cartel con el retrato del presidente ruso, Vladímir Putin (izquierda), y su homólogo egipcio, Abdel Fattah al Sisi. Mohamed el Shahed/AFP/Getty Images

Aquellos que defienden el regreso de estos personajes del ayer -como Abdel Fatah al Sisi, en Egipto- y la continuidad de los regímenes y monarquías absolutas de siempre que eludieron a golpe de represión las ahora marchitas primaveras árabes, argumentan que la mano dura es el único remedio eficaz para acabar con amenazas “surgidas del caos actual, como la organización yihadista Daesh o la inmigración irregular descontrolada”. Parecen olvidar, sin embargo, que las raíces del conflicto cultural y religioso actual se ...