Un trabajador bielorruso en una planta de compresión de gas en el pueblo de Nesvizh, a 130 kilómetros del suroeste de Minsk, Bielorrusia. Viktor Drachev/AFP/Getty Image
Un trabajador bielorruso en una planta de compresión de gas en el pueblo de Nesvizh, a 130 kilómetros del suroeste de Minsk, Bielorrusia. Viktor Drachev/AFP/Getty Image

La inminente revolución en el mercado de los hidrocarburos puede presagiar una nueva situación política en el país.

El desarrollo de la tecnología del gas de esquisto y de la infraestructura del gas natural licuado (GNL) tiene el potencial de socavar enormemente la capacidad económica de Rusia para dar apoyo a sus satélites políticos. El actual régimen de Aleksandr Lukashenko en Bielorrusia es el principal candidato a sufrir las consecuencias.

La rígida economía planificada de estilo soviético de Bielorrusia solo ha sido capaz de sobrevivir durante los 20 años en el poder de Lukashenko gracias a su fuerte dependencia de Rusia. El apoyo ha ido llegando en forma de precios preferenciales para el petróleo y el gas, créditos baratos y subsidios directos. Según los cálculos de la revista Forbes, solo entre 2001 y 2011 los subsidios rusos a Bielorrusia representaron más de 60.000 millones de euros. Los fondos se han proporcionado a cambio de fidelidad y lealtad política. Para el régimen de Lukashenko esto significa ser capaz de mantener el contrato social en el país: el Gobierno ofrece una percepción de estabilidad y salarios y pensiones crecientes, y a cambio obtiene el consentimiento tácito de la población a ceder sus libertades cívicas y políticas. Sin embargo, esto pronto puede cambiar.

Al igual que la economía bielorrusa es altamente dependiente de Rusia, este país depende a su vez de los altos precios del petróleo y el gas. Más de la mitad de los ingresos rusos provienen de la venta de hidrocarburos. El presupuesto de Rusia tiene una dependencia tan fuerte de los ingresos derivados del crudo y el gas que las fluctuaciones normales del mercado son capaces de causar inestabilidad económica y política en el país. Ahí es donde la cosa se complica para el Kremlin, ya que el desarrollo del gas de esquisto y de la infraestructura correspondiente tiene el potencial de provocar profundos cambios en el mercado.

La planificación estratégica de Gazprom, el exportador ruso que tiene el monopolio del gas, se basó en el supuesto de que los precios del gas convencional seguirían creciendo. La inversión en nuevas tecnologías, como el gas de esquisto o el GNL, no era una prioridad en la época en que todavía había una oportunidad para que la empresa entrara en el mercado. Rusia estaba demasiado eufórica por los precios en alza del oro negro y el gas a mediados de la década de 2000 y principios de la de 2010, y en la práctica perdió la ocasión de quedarse con su propio pedazo del pastel.

Habiendo comprendido que ya es demasiado tarde, Gazprom no tiene mucho que hacer, al margen de invertir en campañas de relaciones públicas destinadas a desacreditar la misma tecnología de la que hizo caso omiso. Su enfoque es doble: presentar el desarrollo del gas de esquisto como perjudicial para la ecología, ...