Cuando el mortífero virus del SARS azotó China en 2003, Pekín ocultó la verdadera dimensión de la epidemia hasta que fue innegable. De no ser por la insistencia de dos jóvenes periodistas y un médico que ya había visto demasiado, la neumonía asiática habría matado a miles de personas más. Nada nos asegura que haya tanta suerte la próxima vez.

 

16_1En abril de 2003, con miles de chinos infectados y los moribundos en cuarentena en sórdidos pabellones hospitalarios, el Gobierno chino ocultó el brote de Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS, en sus siglas en inglés) y permitió que el virus asesino se extendiera por todo el mundo. No era de extrañar. La primera reacción ante una epidemia suele ser negar la evidencia. Desde el punto de vista de un jefe de Estado, un alcalde, un gobernador o cualquier autoridad, una enfermedad infecciosa sigue siendo uno de los problemas más difíciles de abordar. No existe prácticamente ninguna otra calamidad, salvo el hambre o un asedio, capaz de reducir tan rápidamente a una ciudad a un estado de pánico y desesperación. ¿Por qué iban a comportarse de manera distinta los jerarcas chinos? Ante la nueva enfermedad infecciosa causada por el virus del SARS, lo primero que hicieron fue quitar importancia al peligro y adoptaron una política tácita consistente en desear que el microbio volviera a la especie de la que había salido.

¿Qué tenían, en el primer momento? Unos cuantos centenares de casos en una nación de más de mil millones de habitantes. Dado que los brotes infecciosos son mucho más corrientes en China que, por ejemplo, en EE UU, en cierto modo es comprensible que el ministro de Sanidad, Zhang Wenkang, subestimara, al principio, la amenaza que representaba una infección respiratoria a miles de kilómetros de la capital. Si no hubiera traspasado las fronteras, la epidemia tal vez se habría quedado en simple curiosidad médica.

Sin embargo, ahora, la plaga de SARS de 2003 es un modelo útil para imaginar cómo podría comenzar la próxima pandemia. Mientras el planeta lucha para repeler otra emergencia viral, las lecciones aprendidas entonces son más importantes que nunca. Aterra pensar que, si no hubiera sido por el valor de un médico chino iconoclasta que se atrevió a decir la verdad pese al enorme riesgo personal, la epidemia habría sido todavía más destructiva.

Hong Kong fue una de las primeras grandes ciudades afectadas, con más de mil infectados y docenas de muertos a principios de abril. Pero, al mismo tiempo, quienes estábamos allí éramos cada vez más conscientes de que la verdadera dimensión de ese virus era todavía un misterio. Si Hong Kong, Toronto y Singapur, dotadas de modernos hospitales y tratamientos de primera categoría, podían quedarse paralizadas por las decenas de víctimas, ¿cómo iba a hacer frente el interior de China al SARS? Allí, en algunas provincias, la infraestructura médica era todavía tercermundista. El Gobierno se aferraba a las cifras increíblemente bajas publicadas en febrero: 305 infectados y 5 fallecidos.

El peso de descubrir la dimensión de la crisis en Pekín y las maniobras para ocultarla recayó en dos jóvenes periodistas. Huang Yong tenía 34 años y era corresponsal de la revista estadounidense Time en Asia. Aunque había crecido en Oakland, California, había vuelto a China a los 17 años. La otra corresponsal en Pekín, Susan Jakes, tenía 27 años y era una neoyorquina que había crecido en el Upper East Side y había aprendido chino mientras estudiaba en la Universidad de Yale.

No era la primera vez que veía algo así, recordó el doctor Jiang Yanyong, de 71 años. Él estaba de guardia la tarde del 3 de junio de 1989, cuando el Ejército Popular de Liberación (EPL) causó una matanza entre los estudiantes de la plaza de Tiananmen. Aquella fue la noche más sangrienta en la larga y densa carrera del director del departamento de cirugía de rutina en el hospital 301. A medida que avanzaba marzo de 2003, el médico, como mucha gente en todo el mundo, pasaba cada vez más tiempo pendiente de la televisión y de las noticias sobre la guerra de Irak. El virus del SARS no era más que un breve en la Televisión Central China (CCTV): "La enfermedad está bajo control y nunca ha habido un momento mejor para visitar la provincia de Guangdong". Hasta entonces, se había dicho que el brote era un problema de Hong Kong. Pero las autoridades sanitarias internacionales estaban cada vez más de acuerdo en que era mucho más grave de lo que reconocía el Gobierno chino. La Oficina de Información del Consejo de Estado hablaba de 12 infectados y 3 fallecidos en Pekín. Parecía imposible. Había miles de casos en Guangdong y Hong Kong, y cientos en provincias de todo el país. ¿Cómo iba a tener la capital sólo 12 casos? A Jiang le pareció curiosa esa discrepancia, pero no se detuvo mucho a pensar en ella.

El cuarto poder: cuando el respetado cirujano Jiang Yanyong (arriba) rebatió el número oficial de víctimas del SARS, la periodista de Time Susan Jakes (centro, derecha) copó los titulares. Mientras, su compañero Huang Yong (abajo, derecha) confirmó la historia hablando con médicos y otros trabajadores sanitarios. Su tenacidad causó la caída del ministro de Sanidad, Zhang Wenkang (izda).
El cuarto poder: cuando el respetado cirujano Jiang Yanyong (arriba) rebatió el número oficial de víctimas del SARS, la periodista de Time Susan Jakes (centro, derecha) copó los titulares. Mientras, su compañero Huang Yong (abajo, derecha) confirmó la historia hablando con médicos y otros trabajadores sanitarios. Su tenacidad causó la caída del ministro de Sanidad, Zhang Wenkang (izda).

"Debe de haber algún fallo en el sistema de información de Sanidad", dijo uno de los oficiales. "Tienes que hablar con el ministro", dijo el otro. "Él es médico. Tendría que estar más al tanto".Pero, hacia finales de mes, un buen amigo suyo enfermó de cáncer de pulmón y, como era natural, pidieron una segunda opinión a Jiang. El paciente ingresó en el hospital 301. Para sorpresa de quienes le atendían, le diagnosticaron SARS y le pasaron a la unidad de cuidados intensivos, de donde luego le trasladaron al hospital 309, considerado el centro oficial para el control y la prevención del SARS del Ejército. Jiang quiso comprobar el estado de su amigo y llamó a los especialistas en vías respiratorias del centro, antiguos alumnos suyos de la Facultad de Medicina. "Les encontré muy alterados", recuerda. "No entendía por qué. No había más que unos cuantos casos, y era un hospital enorme". Le dijeron que había 60 afectados, docenas de ellos entre el propio personal médico. Ya habían muerto siete infectados. Llamó a otros colegas y descubrió que se habían producido brotes similares en el hospital 302, que tenía 40 enfermos, e incluso en el suyo, el 301, con 46. Entonces, ¿por qué apareció en televisión el 3 de abril el ministro de Sanidad, Zhang Wenkang, para asegurar que no había más que 12 episodios en todo Pekín? Unos días después, paseando por el jardín del complejo de apartamentos en el que vivía, se encontró con otros dos militares retirados y hablaron de que había muchos más casos de los que reconocía el ministro.

La prevención de pandemias mundiales depende de la cooperación y la transparencia de los países con riesgo de infección. Las autoridades sanitarias internacionales están preocupadas por la necesidad de que se sepa todo, sobre todo dado que la República Popular cuenta con 14.000 millones de aves de corral y 1.300 millones de habitantes, el 20% de las aves y los habitantes del mundo. Durante la epidemia de SARS en 2003, el Gobierno negó públicamente la presencia de gripe aviar dentro de sus fronteras. Pero, como consecuencia de las denuncias y el escándalo internacional derivado del encubrimiento del SARS, Pekín ha introducido mejoras considerables. Entre otras medidas, ha emprendido la mayor vacunación de la historia, con el objetivo de llegar a miles de millones de aves. Además, China se ha mostrado mucho más cooperadora con la OMS y los científicos extranjeros a la hora de compartir información, e incluso albergó, a finales de enero, una conferencia internacional sobre la gripe aviar en Pekín.Y algo todavía más alarmante: el número de infecciones y bajas humanas ha crecido proporcionalmente. A finales de enero se sabía de 83 muertes debidas a la gripe aviar, casi todas debidas a un contacto estrecho con aves enfermas. Hasta ahora, sólo nueve corresponden a China, aunque existen rumores de que el total pasa de cien.

No obstante, pese a estos intentos de apertura, hay una inquietante falta de transparencia. El pasado julio, el Gobierno interrumpió el trabajo de un laboratorio de Shantou que había publicado un artículo en Nature en el que vinculaba la difusión de la gripe aviar a partir de los pollos del sur de China con las aves migratorias en la provincia occidental de Qinghai. Al menos seis periodistas que trataron de informar sobre ese brote fueron detenidos y se les prohibió continuar su tarea. Además, en la lucha contra la gripe del pollo existen diversos obstáculos logísticos. Se ha multado a más de una docena de empresas chinas por distribuir vacunas no autorizadas. Y, aunque el programa de vacunación es ambicioso, su eficacia dependerá, en gran parte, de cómo pueda aplicarse en un país en el que hay un millón de aldeas en las que las aves de cría viven en estrecho contacto con los humanos. Los encargados de inocular a los animales, muchas veces, no llevan guantes ni gafas protectoras, y se deshacen de las agujas con descuido, con lo que contribuyen a propagar el virus.

El pasado otoño, el primer ministro, Wen Jiabao, visitó una fábrica de vacunas contra el H5N1: "Igual que vencimos la epidemia de SARS en 2003″, declaró, "acabaremos también con la de gripe aviar". Un noble objetivo, pero ¿existen los medios apropiados? No parece probable. El problema de China reside en el sistema. El aparato que permitió ocultar la verdad sobre el SARS no puede cambiar de la noche a la mañana mientras la información sobre brotes infecciosos siga considerándose un secreto de Estado y desvelarla sea una traición que se castiga con un largo periodo de reeducación o incluso con la muerte.

Las "incursiones" en los hospitales 

El jefe de la delegación de Time Asia en Pekín, Matthew Forney, mandó a Huang Yong que se dejara caer por varios hospitales y viera discretamente si algún médico, enfermero o auxiliar estaba dispuesto a hablar de los casos de neumonía atípica. El periodista entró directamente en un centro –un método peligroso desde el punto de vista médico y legal, que pasaríamos a llamar "incursiones"– y se dedicó a recorrer los pasillos. Todos los médicos y enfermeros llevaban mascarillas. En sus paseos, preguntó a distintos doctores si tenían alguno de esos temibles casos de neumonía. Le dijeron que sí, que había unos cuantos. Y que también habían enviado algunos al hospital 309.

"¿Cuántos pacientes tienen?", preguntó Huang. "Alrededor de quince", le respondió un médico.

Si un periodista de una revista extranjera podía ver con tanta facilidad pruebas que contradecían lo que seguramente en ese mismo momento, en algún lugar de Pekín, estaba diciendo un ministro, la mentira debía de ser gigantesca. La enfermedad estaba ya aquí, y no sólo eso: estaba causando tanto daño que las autoridades tenían pánico.

El reportero llegó al aparcamiento del hospital Ditan. Se puso la mascarilla de gasa, se acercó al mostrador de ingresos y preguntó: "¿Tienen aquí un departamento de vías respiratorias?"

"¿Qué le pasa", preguntó la enfermera que estaba detrás del mostrador. "Una enfermedad de pulmón", contestó.

Ella retrocedió de un salto y se tapó la boca y la nariz con la mano. "Vaya a la sala de urgencias".

Allí se acercó al mostrador de las enfermeras, en medio de un pabellón ocupado por cubículos de cuidados intensivos. Había docenas de pacientes graves y las empleadas llevaban mascarillas.

"Creo que mi madre está aquí", dijo Huang.

"¿Quién es?", preguntó una enfermera sentada detrás de una mesa. "La llamamos Abuela Hu", replicó él. "Tiene neumonía atípica".

"Hay una docena así", respondió ella. Cuando Huang regresó a la oficina, había visitado otro hospital más en el que le habían hablado de 10 casos. La suma llegaba ya, por lo menos, a 37 infectados, pese a que la cifra oficial era aún una docena. El reportero me llamó y hablamos de lo que había visto. Yo estaba deseando colocar la historia en nuestra web y señalé que si en los tres primeros hospitales a los que había ido se había topado con docenas de infectados, ¿cuántos más había en todo Pekín? Matt, el jefe de nuestra oficina en la capital, estaba de acuerdo, pero hizo una puntualización importante: Huang no era médico, y nuestros criterios sobre lo que constituía un caso de SARS podían ser distintos de los del Gobierno. Si publicábamos sobre los enfermos ocultados por Pekín y no era SARS sino otro tipo de neumonía –o, cosa más probable, las autoridades decían que no teníamos razón–, ¿cómo íbamos a rebatirles? No teníamos un médico que respaldara nuestras afirmaciones.

"Necesitamos a alguien que lo denuncie desde dentro", dijo Matt.

El deber de hablar 
Lo que Jiang estaba viendo parecía tan absurdo que subió el volumen del televisor. El ministro de Sanidad, Zhang Wenkang, aseguraba que el Gobierno ya estaba ocupándose con diligencia del problema del SARS y que la enfermedad estaba controlada. Zhang se había licenciado en la Segunda Universidad Médica Militar, tal vez la mejor Facultad de Medicina del país. Y ahí estaba, rechazando los principios éticos básicos de la profesión.

Según me contó más tarde, Jiang reflexionó mucho sobre lo que debía hacer. Tenía la oportunidad de lavar la culpa que sentía por no haber contado nunca en público lo que había visto la noche de la matanza de Tiananmen. Salvo que, en esta ocasión, las consecuencias eran incalculables. Decidió escribir una nota en la que explicaba quién era y una serie de datos sobre el número de casos de SARS en los hospitales números 301, 302 y 309. "Como médico que se preocupa por la vida y la salud de la gente, tengo la responsabilidad de contribuir a los esfuerzos internacionales y locales para evitar la propagación de la enfermedad". La envió por fax a la televisión estatal, CCTV-4, y a Phoenix-TV, de Hong Kong, dos de las mayores cadenas de China, y, para ello, utilizó el número para comentarios de los espectadores. Supuso que se pondrían enseguida en contacto con él para comprobar sus credenciales antes de emitirla. Nunca le llamaron.

Mientras, a nuestra corresponsal en Pekín, Susan Jakes, se le pidió que elaborara un dossier sobre la situación general del sistema chino de salud. No tenía ningún contacto en el Ministerio de Sanidad y, para intentar encontrar alguna forma de abordar el tema, decidió llamar a uno de sus contactos políticos, Harold, que se relacionaba con funcionarios del partido. Le preguntó si sabía algo del SARS en Pekín.

Se oyó silencio al otro lado de la línea. "Llámame desde un teléfono seguro".

"Te voy a enviar un correo electrónico", le dijo Harold en la segunda llamada, desde una cabina. "En él figurará el link a una web segura. Necesitarás una contraseña. Pon tu viejo número de teléfono de Hong Kong y podrás descargarte un archivo. Léelo y vuelve a llamarme".

Susie volvió corriendo a la oficina y se descargó el documento. En la cabecera, el doctor Jiang Yanyong explicaba que era miembro de toda la vida del Partido Comunista Chino. La misiva indicaba que el número de pacientes infectados con SARS era mucho mayor del que decían las estadísticas oficiales del Ministerio de Sanidad. Lo más asombroso de todo es que estaba firmada por el médico. Volvió al teléfono y llamó a Harold.

"¿Quién es este tipo?"

"Es quien dice ser. Un médico, y es del partido".

A Susie le preocupaba que la carta fuera difícil de verificar. "¿Estará dispuesto a hablar conmigo?".

"Llámale", le aseguró Harold. "Está en casa".

Susie se dio cuenta de lo que tenía. Una gran noticia sobre una gran mentira. Todavía desde la cabina, llamó al número que figuraba en la carta. Respondió Jiang Yanyong. Cuando ella se identificó, él le dijo: "Todo lo que deseo decir figura en la carta".

"Pero necesito hacerle alguna otra pregunta", rogó Susie, "para completar un poco la historia".

Enmascarando la verdad: mientras a escondidas declaraban cuarentenas masivas, los funcionarios chinos restaron importancia en público a la amenaza del SARS.
Enmascarando la verdad: mientras a escondidas declaraban cuarentenas masivas, los funcionarios chinos restaron importancia en público a la amenaza del SARS.

Él hizo una pausa y, en voz baja, respondió: "De acuerdo, nos vemos a las cuatro en punto en el salón de té del hotel Ruicheng, en la parte oeste de Pekín, cerca del hospital militar 301″.

Cuando Susie volvió a la oficina, recibió otra llamada de un abogado laboralista al que había llamado el día anterior para preguntarle si conocía a alguien que supiera algo del SARS.

"¿Por qué no viene ahora a mi despacho?", le sugirió. "Creo que tengo algo que quizá le interese oír". Cuando llegó Susie, el abogado le dijo que tenía una prima que trabajaba como médico en la Academia Militar de Ciencias.

"¿Estará dispuesta a hablar conmigo?", preguntó.

"No", replicó el abogado. "Pero puedo llamarla para que usted escuche la conversación".

El letrado llamó a su prima. "Repíteme lo que me has contado antes", le dijo, y pasó el teléfono a la periodista. La doctora describió el primer caso aparecido en Pekín, una mujer que había llegado en coche desde Shanxi y que había sido el origen del brote en la capital, a principios de marzo. El director del hospital de la Academia Militar de Ciencias había informado a sus empleados de que había casos de SARS en Pekín, pero nadie podía decir ni una palabra fuera del centro para no interferir con el Congreso y la transición de gobierno en curso. Desde entonces, continuó la mujer, se habían dado numerosos casos en varios hospitales. Los centros números 1 y 2 tenían docenas cada uno. "Están prácticamente llenos", aseguró. Y en el hospital 309 habían surgido 40 casos nuevos sólo la semana anterior. Los hospitales 301 y 302 también estaban desbordados. Las cifras oficiales eran mentira.

Susie llegó al hotel Ruicheng, en la parte oeste de Pekín, a las tres menos cuarto de esa misma tarde. Susie le preguntó: "¿Por qué ha escrito esto?"

Él hizo una pausa. "Como médico, no puedo quedarme sin hacer nada cuando hay una enfermedad terrible que amenaza a la gente y no se está contando la verdad". Jiang subrayó que era miembro del partido y que el formar parte del grupo dirigente le hacía sentir la obligación de contar la verdad.

"¿Está seguro de que quiere firmar esto con su nombre?", le preguntó Susie.

"Sí".

"¿No tiene miedo de que esto le dé problemas?" "Todo lo que he dicho es verdad", dijo.

"Eso no significa que no vaya a tener problemas", repondió Susie.

"Estoy protegido por la Constitución", sentenció el médico.

Susie había trabajado con muchos chinos que deberían haber estado protegidos por ella y que habían acabado condenados a la reeducación, habían caído en las garras del sistema de hospitales psiquiátricos que con frecuencia sustituye a la cárcel o se habían visto obligados a huir.

"La Constitución no protege a todo el mundo", dijo la periodista.

Él sonrió. "Tengo 71 años y vivo en este país desde hace mucho tiempo". Sabía perfectamente lo que se jugaba.

Susie me envió el artículo a las nueve de la noche. Una hora después lo teníamos en nuestra web. Casi de inmediato se recogió en medios de todo el mundo.

En el interior del osario
Huang Yong había decidido acabar su bebida antes de hacer una incursión en otro centro de moribundos. Pero nada podía prepararle para lo que encontró en su siguiente visita. En una sala de hospital vieja y deteriorada encontró a docenas de pacientes. "Todos los que estamos en este edificio", le explicó una enfermera infectada de SARS, llamada Zhang, "estamos enfermos". Los pacientes estaban echados en sábanas sucias, catatónicos, luchando por sus vidas. "Aquí hay por lo menos cien contagiados de SARS, puede que varios cientos", añadió. "No nos dejan salir de esta sala (…). Al menos la mitad de los pacientes son médicos y enfermeros de otros hospitales". Aquí estaba el osario que todos habíamos temido encontrar. Huang se armó de valor y siguió recorriendo las salas. Otra enfermera protegida con una mascarilla le detuvo.

"Mire, no quiero echarle; lo hago por su propio bien", le explicó. "En el hospital no hay ningún sitio a salvo. Todas estas salas están llenas de pacientes de SARS; hay, como poco, más de cien. No crea lo que dice el Gobierno, nunca dicen la verdad. Afirman que es una enfermedad con un 4% de mortalidad. ¿Creen que nos engañan? Es, al menos, de un 25%".

Huang empezó a llamar a conocidos para preguntarles si conocían a alguien que trabajara en los hospitales de Pekín o en la sanidad pública, pero no tenía esperanzas de dar con una fuente. Sin embargo, un amigo le sugirió el nombre de un médico del Hospital de la Amistad China-Japón del que se acordaba vagamente, y le dio su número de móvil. El reportero llamó y explicó quién era, que tenían un amigo en común y lo que sabíamos. El médico permaneció callado. Temeroso de que colgara, Huang añadió que lo que conocíamos se iba a publicar de todas formas, y que aquél no era más que un intento de asegurarse de que los datos que tenían eran correctos. El médico respiró hondo y suspiró: "Es verdad". Y le contó la historia de la visita de la OMS al Hospital de la Amistad China-Japón en abril. El centro tenía 56 enfermos de SARS, 31 de ellos médicos y otros trabajadores. Minutos antes de que llegara el equipo de la OMS, se situó una flota de ambulancias en la entrada del edificio. El director ordenó que tendieran a los enfermos en camillas y se apresuraran a llevarlos a las ambulancias. Mientras los expertos inspeccionaban el centro, las furgonetas blancas paseaban por Pekín para mantener su mortal cargamento de 31 trabajadores sanitarios con sus toses en secreto, y a resguardo del mundo. Huang le preguntó: "¿Cómo pudieron hacer eso?". El médico dijo en voz baja: "Estamos avergonzados".

La próxima vez
El 20 de abril, Hong Kong se parecía a las escenas de Londres tras el virus en la película 28 días después: yo era la única persona de compras en la cuarta planta del edificio Landmark, uno de los centros comerciales más populares de la ciudad. El SARS había provocado casi cien muertes, pero la ciudad estaba tan abandonada que uno podía pensar que la cifra era mil veces mayor. Cuando me iba, sonó mi móvil. Era Susie, desde Pekín. Acababan de deponer al ministro de Sanidad, Zhang Wenkang, y al alcalde de Pekín, Meng Xuenong. Era la limpieza de más categoría en el Gobierno desde los disturbios de Tiananmen.

"Es increíble", dijo Susie, y describió la rueda de prensa que se había celebrado esa mañana, en la que Gao Qiang, el viceministro de Sanidad, había multiplicado por nueve el número de casos de SARS, que pasaban de 37 a 339, y había dicho que se sospechaba de la existencia de otros 402 casos más en la capital. En Shanxi había 108 casos; en Guanxi, 12; en Hunan, 6… y así sucesivamente en cada provincia sobre la que el Gobierno tenía el menor atisbo de cifras. Casi 2.200 casos de SARS en China, en vez de los 350 reconocidos el día anterior. La primera fase de la reacción al brote, el desmentido, había terminado oficialmente.

No tuve más remedio que pararme allí mismo, en Queen’s Road. El Gobierno chino acababa de reconocer que se había equivocado, que había cometido un error catastrófico, había ofrecido un mea culpa público y televisado a toda la nación. Todo ello, en parte, gracias a la labor de Susie y Huang y al coraje de un médico muy valiente.

Jiang, con el valor que había demostrado, se había convertido en un héroe internacional, tan famoso que el Gobierno chino no se atrevió a detenerle. No obstante, su siguiente acto de insubordinación, una carta abierta enviada en febrero de 2004 al Congreso Nacional Popular en la que ponía en tela de juicio la versión oficial de que la matanza de Tiananmen había sido una rebelión contrarrevolucionaria, les condujo a él y a su mujer a una condena a la reeducación. Desde entonces, no ha vuelto a hacer ningún comentario público. ¿Quién será así de valiente la próxima vez?

Trabajo sucio: veterinarios de la provincia china de Anhui vacunan a los animales de granja.
Trabajo sucio: veterinarios de la provincia china de Anhui vacunan a los animales de granja.

Trabajo sucio

La próxima batalla Cuando Pekín ocultó el brote de SARS, cientos de personas murieron. Ante la nueva amenaza de la gripe aviar, el mundo contiene el aliento a la espera de lo que haga China.
Hace casi dos años que se notificaron los últimos casos de SARS en China. Desde entonces, una nueva enfermedad ha ocupado su sitio en la cima de las pandemias asesinas. La gripe aviar, sobre todo la causada por el virus H5N1, es el ébola del mundo avícola, una fiebre hemorrágica que hace que sus aladas víctimas sangren abundantemente por todos los orificios. Cuando el virus salta a los humanos, es mucho menos grotesco pero casi igual de letal, con una tasa de mortalidad del 33%. Desde 2003, el ámbito de casos conocidos de gripe aviar ha ido aumentando, y si hace un par de meses abarcaba Camboya, Indonesia, Rumanía, Rusia, Tailandia, Turquía y Vietnam, a mediados de febrero había llegado al corazón de la UE.

 

 

 

 

 

Los nuevos virus se han convertido en tema habitual de los mejores trabajos de ensayo y periodismo. El libro de Laurie Garrett The Coming Plague: Newly Emerging Diseases in a World out of Balance (Farrar, Straus and Giroux, Nueva York, 1994) es quizá el trabajo más exhaustivo y apasionante sobre el tema. SARS in China: Prelude to Pandemic? (Stanford University Press, Palo Alto, 2005), editado por Arthur Kleinman y James Watson, incluye artículos de responsables de salud pública y periodistas sobre lo que el SARS nos puede enseñar de cara a la próxima pandemia mundial.