Cuando el mortífero virus del SARS azotó China en 2003, Pekín ocultó la verdadera dimensión de la epidemia hasta que fue innegable. De no ser por la insistencia de dos jóvenes periodistas y un médico que ya había visto demasiado, la neumonía asiática habría matado a miles de personas más. Nada nos asegura que haya tanta suerte la próxima vez.


 

16_1En abril de 2003, con miles de chinos infectados y los moribundos en cuarentena en sórdidos pabellones hospitalarios, el Gobierno chino ocultó el brote de Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS, en sus siglas en inglés) y permitió que el virus asesino se extendiera por todo el mundo. No era de extrañar. La primera reacción ante una epidemia suele ser negar la evidencia. Desde el punto de vista de un jefe de Estado, un alcalde, un gobernador o cualquier autoridad, una enfermedad infecciosa sigue siendo uno de los problemas más difíciles de abordar. No existe prácticamente ninguna otra calamidad, salvo el hambre o un asedio, capaz de reducir tan rápidamente a una ciudad a un estado de pánico y desesperación. ¿Por qué iban a comportarse de manera distinta los jerarcas chinos? Ante la nueva enfermedad infecciosa causada por el virus del SARS, lo primero que hicieron fue quitar importancia al peligro y adoptaron una política tácita consistente en desear que el microbio volviera a la especie de la que había salido.

¿Qué tenían, en el primer momento? Unos cuantos centenares de casos en una nación de más de mil millones de habitantes. Dado que los brotes infecciosos son mucho más corrientes en China que, por ejemplo, en EE UU, en cierto modo es comprensible que el ministro de Sanidad, Zhang Wenkang, subestimara, al principio, la amenaza que representaba una infección respiratoria a miles de kilómetros de la capital. Si no hubiera traspasado las fronteras, la epidemia tal vez se habría quedado en simple curiosidad médica.

Sin embargo, ahora, la plaga de SARS de 2003 es un modelo útil para imaginar cómo podría comenzar la próxima pandemia. Mientras el planeta lucha para repeler otra emergencia viral, las lecciones aprendidas entonces son más importantes que nunca. Aterra pensar que, si no hubiera sido por el valor de un médico chino iconoclasta que se atrevió a decir la verdad pese al enorme riesgo personal, la epidemia habría sido todavía más destructiva.

Hong Kong fue una de las primeras grandes ciudades afectadas, con más de mil infectados y docenas de muertos a principios de abril. Pero, al mismo tiempo, quienes estábamos allí éramos cada vez más conscientes de que la verdadera dimensión de ese virus era todavía un misterio. Si Hong Kong, Toronto y Singapur, dotadas de modernos hospitales y tratamientos de primera categoría, podían quedarse paralizadas por las decenas de víctimas, ¿cómo iba a hacer frente el interior de China al SARS? Allí, en algunas provincias, la infraestructura médica era todavía tercermundista. El Gobierno se aferraba a las cifras increíblemente bajas publicadas en febrero: 305 infectados y 5 ...