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Banderas de Unión Europea y de República Checa en Praga (Fotolia)

¿Qué lecciones deberían sacar los occidentales del escenario de 1914-1918?

Hace cien años terminó la guerra que había sido llamada a ser la que acabaría con todas las guerras. Pero la Gran Guerra no terminó en 1918. Y para algunos historiadores tal vez no habría terminado todavía.

El vaticinio fue errado y dio a luz al siglo de los totalitarismos y los nacionalismos; probablemente, el más sangriento de la historia europea.

Cerca de un centenar de millones de muertos dejó aquel primer disparo de Sarajevo que reverberó por todo el continente hasta desmontarlo. Europa quedó tan herida que perdió su preeminencia, tal vez para siempre.

Los pueblos como fichas distribuidas sobre el tablero europeo no se acomodaron, como habían planeado las fuerzas triunfantes. Antes que un telón de acero y un muro de Berlín, hubo un cinturón de seguridad en mitad de Europa.

Checoslovaquia era una de esas piezas, y muy principal, en el cinturón de seguridad contra los antiguos imperios; y, probablemente, por ello fue casi la primera en fallar y ser abandonada a Hitler y a Stalin por sus creadores. La otra fue Yugoslavia.

La intelectualidad checa y eslovaca, con el autoservicio de la decadencia y derrota del imperio, así como el ávido interés de Londres, París y Washington por desmantelar el orden centroeuropeo, fundó Checoslovaquia hace ahora cien años, el 28 de octubre de 1918.

Ante el “derecho histórico” de la formación austrohúngara, opusieron el nuevo “derecho de las nacionalidades” a emanciparse. Sin embargo, se acogieron luego al “derecho histórico”, de nuevo, para conservar un territorio tan multinacional y lleno de alemanes, judíos, húngaros, polacos, rutenos y gitanos a cuyos pueblos en cambio se les negó tal “derecho de los pueblos”.

Podría decirse que se fracturó Austrohungría para crear, con Checoslovaquia, otro pequeño imperio austrohúngaro; con similares problemas, pero con el entusiasmo del novicio. Naturalmente, la nueva Checoslovaquia pudo permitírselo armada de un derecho, que es aún superior al de los pueblos y al de la historia, que es el derecho de los vencedores.

En política internacional, la razón la da el ganar y no teoría política ni derecho alguno. Y, como se sabe, algunos países empezaron las guerras de un lado, según unos principios, y la acabaron del otro, sin aquellos principios pero con más prebendas. Nadie pide cuentas después.

En política interior, con apatía e ignorancia, y poco más que un ciudadano de cada cinco, una dinámica política puede lograr mucho, incluido un Estado propio o la desmembración de otro.

El cinturón de seguridad creado con optimismo por los vencedores, en los tratados de Trianón y Versalles, no pudo nada contra la advertencia medio siglo antes de František Palacký. Este, uno de los padres de la patria checa, había puesto el dedo en la llaga en el Congreso de Fráncfort, donde en 1848 se sancionó la unificación alemana y nació el pangermanismo: todos los alemanes en un Estado.

Frente a los exultantes líderes germanos, que animaban a los bohemios a seguir el ejemplo reuniéndose con el resto de los eslavos, Palacký advirtió contra el canto de sirena paneslavo, que llegaba novedoso de la madre Rusia y el padrecito zar, y la tentación de desmantelar la vieja organización de los pueblos habsbúrgicos.

Como reflejo emocional al pangermanismo, había nacido enfrente el paneslavismo que iba a pasar, finalmente, del romanticismo a los hechos con el “internacionalismo” de Lenin, medio siglo después, hasta consolidarse con el llamado “centralismo democrático” y la expansión estaliniana, que mutó el zarato de todas las Rusias por el presidium supremo del Partido Comunista de la Unión Soviética.

Para Palacký, una cosa era restaurar la dignidad de Bohemia y su corona, ninguneada desde la Ilustración centralizadora de José II. Y otra diferente es que, entre los enormes vecinos alemanes y rusos, había sobrevivido inmemorialmente una comunidad danubiana de pequeños pueblos, con lenguas, etnias y confesiones diversas, pero arropados por una abstracción consuetudinaria llamada la corona.

Checos, alemanes, moravos, eslovacos, rutenos, polacos, húngaros, croatas, eslovenos, serbios, transilvanos, tiroleses e italianos, que habían dado la talla defensiva frente al turco, los suecos o Napoleón, quedarían así a merced y serían merienda de un día para sus enormes vecinos.

Al final tuvieron taza y media: primero, madrastra Germania y, luego, padrecito Stalin.

El conjunto de Europa no salió virgen del tsunami del nacionalismo y el comunismo que se desencadenó: de resultas, dos potencias tuvieron que tutelarla durante medio siglo; y un tercer mundo emergió por alergia, desangrándose luego igualmente por sinergia.

La desintegración checoslovaca y yugoslava demostraría, en cuanto pudo, que las revoluciones antitotalitarias de 1989 habían zanjado, a lo sumo, la cuestión de 1939 y de la II Guerra Mundial; pero no así las pendientes de 1914.

Como resultas de su situación geográfica y victoriosa en la guerra, Checoslovaquia vivió un esplendor inicial, coincidente con los felices 20 que sin embargo para sus ex ciudadanos austríacos y alemanes fueron los terribles 20, proyectando una sólida herencia recibida hacia un futuro optimista en que, por un momento, se sintió la “nueva Suiza”.

En la encrucijada de Bohemia con Sajonia y Turingia se habían desarrollado gran parte de las industrias de los antiguos imperios y allí permanecieron, ahora sin el lastre de la formidable administración imperial y con las sinergias de un Estado pequeño y joven a construir.

Pero llevados por el entusiasmo redentor, los intelectuales y diplomáticos olvidaron en su ingenio que Suiza es un país permitido por sus vecinos, Francia, Alemania e Italia, mientras que Checoslovaquia se edificaba “contra” sus vecinos alemanes y austríacos.

Los Países Checos y Eslovaquia construyeron pues una alianza interesada y, una vez que desapareció el interés, quedó un armazón con poco relleno y una crisis económica y de identidad.

Todos los Estados han sido matrimonios de conveniencia, en un tiempo en que ni la cultura ni la lengua desempeñaban papel alguno, e iban deshaciéndose cuando los intereses cambiaban. Los Estados más viejos son aquellos matrimonios que han crecido el suficiente tiempo juntos como para que el olvidado interés originario fuese suplantado por una cultura común.

Según la sabiduría inglesa, un buen jardín solo requiere agua y siglos de podarlo. Los nuevos Estados, como Checoslovaquia, no tuvieron ese tiempo.

Si edificar una identidad es tarea esforzada, puede ser facilitada por surgir en un episodio trágico con desenlace feliz, como una victoria en la guerra, o nacer de una antidentidad o esfuerzo opositor. Ambos son el caso checoslovaco. Esa nueva entidad estatal ha de ser sostenible –y Checoslovaquia lo era, pero sólo, económicamente- y reconocible por sus vecinos, lo que añadía otro punto flaco al proyecto.

Pronto se demostró que Europa central es otra cosa, pese a la uniformidad que quisieron trasladarle Londres y París, y como vuelve a verse ahora, 25 años después del último totalitarismo. Sus inercias y dinámicas siguen subterráneamente presentes, entre ellas el miedo atávico al Este y, por extensión, la desconfianza hacia cualquiera que venga de fuera.

Checos, polacos, eslovacos, húngaros, austríacos parecen más unidos hoy por esa diferencia que por una joven democracia, todavía de flojo nivel, de escasa cultura cívica y transparencia y una prensa pequeña y controlable.

Es significativo que el centenario de 1918 vaya a ser más celebrado que cuestionado, si bien el narcisismo político y la desorientación de los últimos años, en gran parte de la sociedad centroeuropea, no hacía esperar otra cosa y anticipaba ya ecos inquietantes de aquel “mundo de ayer” que evocó el escritor Stefan Zweig.

La República Checa y la eslovaca, pese a su posterior separación en 1993, celebran este año en paralelo y conjuntamente la fundación de la antigua Checoslovaquia, al término de la Gran Guerra.

El lema común de los actos es Fundados. 1918 y en Praga hay previstas tres exposiciones; una abierta en las Caballerizas Imperiales y titulada El Laberinto de la Historia Checa; otra, de primavera a otoño en la Real Escuela de Equitación, llamada Elementos de Estatalidad y, a partir de verano, en el Ala Teresiana del Palacio Real, La Guardia del Castillo, evocando la primera fuerza creada en la nueva república a partir de las asociaciones deportivas Sokol.

La organización Post Bellum y el Instituto de los Totalitarismos, con el Ayuntamiento de Praga, preparan hasta 2019 una exposición multimedia, a fin de educar a las nuevas generaciones sobre la lucha por la libertad de las que las precedieron. La recogida de fondos para reimplantar la Columna de la Victoria, de 16 metros, derribada en 1918 por una multitud nacionalista, ha caído víctima de susceptibilidades hacia la historia habsbúrgica.

La óptica de la celebración del centenario es, pues, casi sólo interna, pese a la internacionalidad del conflicto y más aún, de un Estado casi creado en Washington, que dio su propio visto bueno a la declaración de independencia.

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Un grupo de personas frente al mapa de Checoslovaquia en 1938. (Hudson/Topical Press Agency/Getty Images)

El nuevo Estado, formado por los llamados Países Checos de la Corona, esto es Bohemia, Moravia y Silesia, junto con Eslovaquia y las provincias orientales de Rutenia y Bucovina, nació el 28 de octubre de 1918 con el bando de la declaración de independencia del escritor Alois Jirásek, ante la estatua de San Wenceslao.

Aquella primera Checoslovaquia contó con la pujanza de aquel núcleo industrial regional y voló alto, si bien por breve tiempo. Se creyó amiga de Washington, Londres y París, mientras ignoró soberana el malestar y rencor entre sus ex parientes y vecinos perdedores, alemanes y austríacos. La advertencia de Palacký no había servido de nada.

Algunos expertos destacan hoy de la región dos factores paralelos, no así inconexos: el auge del racismo y del antieuropeísmo en la antigua Checoslovaquia y Centroeuropa y el resurgir de la influencia del Kremlin sobre su antiguo espacio de influencia.

Ambos factores constituyen la principal amenaza presente a la estabilidad de las dos instituciones europeas paradigmáticas: la Unión Europea y la OTAN.

La involución visible en República Checa, con la reciente reelección de un presidente crecientemente promoscovita y antiliberal como Miloš Zeman, capaz de ese trumpismo grosero y simpaticón preanunciado ya por Berlusconi hace 20 años, sólo es el eco de la que sobrecoge ya a Hungría, a Polonia y la política del antiguo bloque. El retorno a la tentación autoritaria tras la resaca de la fiesta pluralista.

Si la URSS estuvo cerca de ganar la carrera balística y atómica gracias, aparentemente, a una celebérrima filtración occidental a finales de los 40, la que llegó a ser experta en estudiar las taras de la sociedad occidental ¿podría estar ganando hoy la posguerra fría y, esto, gracias a la tecnología de Silicon Valley y herramientas de psicología de masas de la nueva sociedad del conocimiento?

Como a principios del siglo XX, podría pensarse que Moscú vuelve a aprovecharse de sus vecinos de pequeño tamaño y debilidad sistémica. Sin embargo, este fenómeno ha dejado de ser postsocialista y de democracias flojas. Dos de las democracias más antiguas, como EE UU y el Reino Unido, han emitido recientemente signos nacionalistas impensables hace unas décadas.

La República Checa es sólo la última en una hilera de pueblos caídos en el atractivo del putinismo.  Este formalismo democrático, envilecido por una ejecución autoritaria y una retórica bribona y nacionalista, fue inaugurado por el jerarca ruso hace ya casi dos décadas. Hoy ha ganado adeptos desde China a la América profunda, pasando por Turquía y algunos partidos europeos.

Innumerables ejemplos, telemáticos o financieros, prueban el alto nivel de involucramiento del Kremlin en las últimas elecciones checas y en otros procesos democráticos, mostrando prioridad por la debilitación de la Unión Europea y de la OTAN.

Con demasiada frecuencia parecen repetirse ecos o páginas enteras de la historia europea. Algunos parecen haberlas estudiado mejor. ¿Qué lecciones deberían sacar los occidentales, más tendentes a vivir sin historia y ser luego arrastrados por ella, del escenario de 1914-1918?

Los historiadores reconocen hoy que aquella secuencia endiablada pudo diluirse o romperse en cualquier momento, por cualquiera de sus exánimes responsables, durante las cinco semanas de negociaciones; pero el mundo no era el simple y bipolar conocido, sino multipolar y cambiante. En cierto modo, más similar al de 2018.

El historiador británico Niall Ferguson se ha preguntado apropiadamente si un conflicto regional no debería haber sido limitado locamente, en lugar de hallar alas en las potencias hasta elevarse a conflicto europeo; y aún global. Incluso para las potencias victoriosas, resultó un desastre en pérdidas humanas, de capacidad económica y financiera y de posición global.

Se sabe que nadie realmente quería aquella guerra y que, más que con el antiguo régimen, tuvo que ver con un elemento nuevo: el espíritu de la masa, la primera guerra patriótica y de la clase obrera, los medios de masas y las armas de destrucción masiva. ¿Hay de nuevo alguna lección para 2018?

Cierto es que había entonces suficiente yesca diseminada en Europa como para que una chispa no prendiera: en el plano general, con la vibrante industrialización desatando ambiciones imperiales; y, en el plano corto, con el malestar interno, sea de la civilización como dijo Freud, sea de los pueblos pequeños, pugnando por hallar redención en la nueva vía identitaria.

Pero ¿hacía falta entrar en el granero europeo con lanzallamas?

Se estima que la Gran Guerra inauguró un “pequeño siglo XX” que se extendió de 1914 hasta la caída del comunismo en 1989. Pequeño, pero incomparablemente sangriento y que desnaturalizó al primer continente. Con la desaparición añadida de toda la judería, Europa jamás volvería a ser la misma, ante el mundo ni ante sí.

Los efectos inmediatos de aquella deriva fueron los 17 millones de muertos de la guerra, la Revolución Rusa, los nuevos nacionalismos y la nueva miseria, la formidable emigración hacia América, el auge y expansión de los totalitarismos, fascismo, socialismo, la Segunda Guerra Mundial y la guerra fría.

Y de nuevo, hoy, las masas, la desorientación, el miedo y el refugio identitario.

Si algo confirma la efímera Checoslovaquia y el centenario de 1918 es que es más fácil, empezar una guerra que terminarla e, incluso, terminar una guerra que hacer las paces.

 

Ramiro Villapadierna es director del Instituto Cervantes en Fráncfort y comentarista centroeuropeo.