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Los primeros ministros de República Checa y Eslovaquía, Andrej Babis y Peter Pellegrini, respectivamente, se reúnen en Praga. (Michal Cizek/AFP/Getty Images)

¿Qué queda de la identidad checoslovaca con la celebración de su centenario?

El comienzo del año 2018 despertó muchas emociones entre los checos. No solo por entrar en el territorio simbólico de los años que terminan en 8, periodos marcados en la memoria colectiva del país centroeuropeo con demasiados significados históricos… También por la reelección del presidente euroescéptico Miloš Zeman, que una vez más dividió al país en dos y lo va a seguir haciendo durante todo su segundo mandato como ya demostró en su discurso inaugural el pasado 8 de marzo. Con sus palabras atacó, públicamente, a la prensa libre y la televisión pública. Para empezar.

No hay mejor momento para la autorreflexión sobre la identidad de una nación como un centenario. En este caso, se conmemora la creación de Checoslovaquia, por tanto, hablamos del aniversario de un Estado que no existe. Aunque parezca kafkiano, tiene mucha coherencia. La primera república (1918-1938) fue una época de entusiasmo, desarrollo cultural y crecimiento económico surgida del magma del Imperio austrohúngaro. En ella se plasmó toda la riqueza multicultural bajo el liderazgo del filósofo y presidente Tomáš Garrigue Masaryk. Las fechas de 1918 y de la Revolución de terciopelo, en 1989, reflejan dos momentos sociales muy positivos. Fueron dos hitos cruciales que se convirtieron en gritos democráticos muy significativos. Más a lo largo de la historia de un país que parece un catálogo de traumas nacionales y destinos frustrados con sus reversos. Por ejemplo, cuando en 1938 se produjo la invasión del nazismo, en 1948, la dictadura comunista y, en 1968, la invasión soviética.

No sorprende que en el recién publicado sondeo del centro de encuestas públicas (CVVM) sobre la valoración de los momentos históricos más importantes tanto en Chequia como en Eslovaquia, lo que mejor se valore de toda la historia conjunta sea el establecimiento de Checoslovaquia en 1918. Para el 83% de los checos y el 68% de eslovacos fue el momento más importante y positivo. La Revolución de terciopelo ocupa el segundo lugar. Sin embargo, sólo para el 42% de checos y el 40% de eslovacos está bien vista y valorada la separación de Checoslovaquia en 1992. La entrada en la Unión Europea en 2004, además, resalta como un hecho muy positivo e importante solo para el 44% de checos – dato muy bajo- frente al 53% de eslovacos.

El entusiasmo europeísta más bajo que en Eslovaquia muestra la realidad actual de la República. Refleja la década de la política euroescéptica de los dos últimos presidentes desde 2003. Tanto de Václav Klaus como de Miloš Zeman, ambos arropados por políticos populistas que buscan siempre enemigos fuera del país. Populismo xenófobo, falta del consenso político y ausencia de visión de un proyecto para el país son los síntomas principales de la era posterior a Havel. No existe ni un liderazgo constructivo ni planes a largo plazo. El humanismo de los presidentes Havel y Masaryk ha desaparecido del mapa.

Para variar, Eslovaquia se declaró a finales de 2017 la única isla proeuropea en el contexto de sus vecinos, los miembros del grupo Visegrad. Pero, de pronto, los diez años del gobierno populista del primer ministro Fico terminaron en la crisis política más profunda ocurrida después de la muerte del periodista de investigación Ján Kuciak. Este destapó varios escándalos de corrupción y conexiones entre el primer ministro con el crimen organizado que llevaron a su dimisión después de protestas masivas en las calles. Crisis de liderazgo por toda la zona y un paralelismo entre Chequia y Eslovaquia: dimisión de gobiernos.

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Manifestaciones pacíficas de la Revolución de Terciopelo en Praga (1989). Cortesía del Centro Checo.

Fin de dos sueños: 1938 y 1968

Para entender mejor las líneas populistas actuales, conviene analizar otra sombra histórica omnipresente que sigue alimentando el euroescepticismo y la xenofobia hasta hoy. Lo que en el país se conoce como “el trauma de Múnich”, aquel que terminó con el sueño de la Primera República en 1938. Fue un acuerdo firmado en la conferencia de dicha ciudad alemana en septiembre de ese mismo año, que cedió a Alemania la región checoslovaca de los Sudetes, de habla germana. El acuerdo se celebró entre el Gobierno de Hitler e Italia, Gran Bretaña y Francia. Checoslovaquia no tuvo permitido concurrir a la conferencia, lo que creó una idea permanente: “Sobre nosotros, sin nosotros”. Además, Hitler no tardó mucho en violar este pacto y devoró a todo el país seis meses después. Algo que dejó una cicatriz y que se activa dentro de la identidad checa a través de varias campañas políticas a lo largo de la historia moderna. Sin hablar de la expulsión de los alemanes: si en 1921 formaban un 30,6% del país, en 1950 representaban menos de un 1,8%. Las consecuencias de la guerra y los decretos de Beneš cambiaron la demografía de la sociedad checa para siempre. La multiculturalidad donde convivían alemanes, judíos y checos conformaba una esencia natural que transformó sin esa savia a la sociedad en un conglomerado hermético y sin mestizaje dentro de los muros de la dictadura comunista.

El trauma de Múnich sigue muy presente en la política nacional después de la Segunda Guerra Mundial. El mismo presidente Beneš declaró en 1944: “Nuestro pilar principal es Rusia. ¡Múnich no se va repetir nunca!”. El sueño de permanecer entre Rusia y Alemania –Oriente y Occidente-, sin pertenecer a ninguna parte construye una esencia muy fuerte para la identidad checa. Según los últimos sondeos del Centro de estudios empíricos (STEM), el 50% de la población checa prefiere mostrarse imparcial entre ambas zonas de influencia sin adscribirse a ningún bloque. Es una visión romántica -o más bien utópica- que se perpetúa como un hilo rojo en la historia del país desde el siglo XIX. Explica, perfectamente, la posición de Beneš en agosto 1945: “No volveremos a 1938 porque sabemos que la sociedad liberal es un anacronismo en la teoría y en su praxis”. Y tenía razón Beneš, aunque se refería a otra cosa: tardó mucho en volver el país al año 1938. Si en aquel año Checoslovaquia superaba el crecimiento económico de Bélgica, Italia y Austria, en 1956, ya rezagado, disminuyó en su productividad a 20 años atrás.

Además, la nueva ilusión de una sociedad liberal debía esperar hasta los 60. “Socialismo con cara humana”, el programa político de Alexander Dubček para la democratización y la reformas del “comunismo real”, fue un lema lanzado en enero 1968. Cristalizó en la esperanza de la Primavera de Praga. Pero terminó traumáticamente con la invasión del Ejército del Pacto de Varsovia, liderado por la Unión Soviética en la madrugada del 21 de agosto. Ocho meses después, 500.000 soldados, 6.300 tanques y 800 aviones de los 5 países formalizaron un gobierno de colaboradores domésticos y comenzó una época de duras persecuciones por parte de la policía secreta.

Más de 200.000 personas emigraron (o fueron obligadas a emigrar) después de 1968. Entre ellas, referencias culturales y voces importantes como el escritor Milan Kundera o el cineasta Miloš Forman. Mientras continuaba el éxodo del país, el Ejército ruso se instaló allí hasta 1991. Y pasaron aún 20 años antes de que el régimen comunista comenzara a desmoronarse en Europa del Este. En los años de la considerada “normalización”, después de 1968, las palabras perdieron su significado y el poder comunista introdujo su lenguaje, sus códigos de propaganda y su propia interpretación del pasado y el presente. Así siguen presentes algunos frutos envenenados de aquella era sin moral.

Una de las principales esencias de la relación de Chequia con la Unión Europea se forja a través de su relación con Alemania. A pesar de que hayan pasado casi 29 años desde la caída del comunismo, sigue siendo uno de los temas donde continúa presente la propaganda del antiguo bloque. Pero no solo, porque ya en el siglo XIX era popular un dicho despectivo: “Quien quiere tener buenas relaciones con Alemania es un sirviente de Berlín”. Tomáš Garrigue Masaryk tuvo que enfrentarse bastante a este prejuicio en su época. Fue la crítica principal que recibió. Recientemente, ha sucedido también. Ese recelo hundió las expectativas presidenciales de Karel Schwarzenberg, en 2013. Su rival de entonces, Zeman, sacó tajada del tema alemán. Esgrimió los decretos de Beneš como una alarma en plena campaña política y le desacreditó con otra mentira más sobre la colaboración con los nazis. Fue así como cambió el voto a su favor.

Con este clima político y una campaña antieuropea permanente por parte de los principales líderes políticos, no sorprende que el apoyo actual de la Unión Europea haya quedado en el punto más bajo de los Estados miembros. Todo esto, a pesar de que la economía crece (4,4%, en 2017) y el paro baja a mínimos históricos (3,7% en febrero 2018 versus 5,1% en febrero de 2017). Mientras en España no existen apenas reticencias y el 88% de su población se siente ciudadano de la Unión, según el último Eurobarómetro, en Chequia la cifra alcanza el 56%, frente al 75% de una Eslovaquia mucho más proeuropea.

Prohibido olvidar

Aunque la fecha exacta de la declaración de la fundación de Checoslovaquia cae en la segunda mitad del año 2018 –concretamente el 28 de octubre–, el Gobierno checo destinó 410 millones de coronas checas (16 millones euros) para las celebraciones desde principios de 2018, con una intensa agenda de los eventos.

El viceministro del Ministerio de Asuntos Exteriores, Jakub Dürr resume a esglobal los principales impulsos del año conmemorativo: “Se trata de valores que queremos restablecer. Deseamos ser lo que éramos hace 100 años. Con todo respeto y dignidad conmemoramos la fecha del 1 de enero de 1993, cuando concluyó casi un siglo entero juntos y las dos naciones decidieron ir por su propio camino. La nación joven regresó no solamente a los principios del Estado del presidente Masaryk sino también a la tradición de San Venceslao, considerada como base de la estatalidad checa. Es decir, a principios que dan sentido auténtico a nuestra nación y forman la base de la identidad contemporánea”.

Hasta hoy día, a causa de la lobotomía comunista, cuesta reivindicar a esta región el legado de todo un siglo. Sobre todo la riqueza cultural que surgió del Imperio austrohúngaro y su mezcla de comunidades checa, alemana, judía y eslava que ha dado al mundo varios genios universales. Desde compositores como Janáček y Martinů, sin olvidarnos de Gustav Mahler, aunque muriera antes de la primera República, a escritores y pensadores como Sigmund Freud, Franz Kafka, Milan Kundera, Bohumil Hrabal, poetas de la altura de Holan y Seifert, pintores como František Kupka, Alfons Mucha, Emil Filla, Adolf Loos o cineastas reconocidos en todo el mundo como Miloš Forman… Sorprende la densidad de talento por metro cuadrado en los primeros estertores del siglo XX, hoy día cuesta encontrar ecos similares de aquella cosecha en un país sin visión ni memoria. Queda una buena base de gente muy trabajadora, dispuesta a aprender muy rápido todo lo que cruza la frontera y cuidar su patrimonio. Pero la grandeza multicultural es agua pasada y justo por eso viene bien reconstruir el mosaico de los acontecimientos y el legado de los últimos 100 años. Queda prohibido olvidar.