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Un grupo de personas partidarias de Al Asad se manifiestan con banderas de Siria, Irán y Rusia contra el ataque de EEUU, Francia y Reino Unido. (GEORGE OURFALIAN/AFP/Getty Images)

El lanzamiento de misiles de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña contra instalaciones militares en Siria no alterarán el curso de la guerra. El ataque ha estado motivado por intereses diferentes que la protección de los sirios. El país es un espejo de las múltiples ambiciones y tensiones hegemónicas en Oriente Medio. He aquí un análisis que actualiza el contexto geopolítico de la guerra.

“Misión cumplida”, declaró el presidente Donald Trump el 15 de abril después de que Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia atacaran tres instalaciones de armas químicas. La primera ministra británica Theresa May aclaró que no fue una operación encaminada a “cambiar el régimen”. El objetivo era disminuir la capacidad del Gobierno sirio para usar armas químicas.

Formalmente, el régimen sirio entregó su arsenal de este tipo a la organización internacional para la prohibición de las armas químicas en 2014, pero ha seguido produciéndolas y usándolas, según la organización Human Rights Watch, en más de 50 ocasiones. Damasco y Moscú afirman que las noticias son inventadas.

El ataque tuvo un impacto limitado. Desde días antes Trump avisó que preparaba una represalia. Siria y Rusia tuvieron tiempo de proteger sus arsenales. En realidad, la operación, como la que Estados Unidos llevó a cabo en 2017, le indica a Damasco que puede seguir reprimiendo, mientras sea con armas convencionales.

Siria, con el apoyo de Rusia e Irán, lleva a cabo en zonas controladas por grupos rebeldes la estrategia de arrasar y atacar a la población civil sin respeto por el Derecho Internacional Humanitario. El mismo modelo que utilizó Moscú en las guerras de Chechenia (1994-1996 y 1999), que ha usado Estados Unidos en Irak y que aplica, actualmente, Arabia Saudí, con el apoyo de Washington, en Yemen.

En 2003 el entonces presidente George W. Bush declaró que la misión en Irak estaba “cumplida”. A continuación, le siguió una década de guerra que se prolonga hasta hoy, con ramificaciones en Siria y Kurdistán, y en otras partes del mundo a través de Daesh.

Igualmente, en 2011 Gran Bretaña y Libia movilizaron al presidente Barack Obama y a la OTAN para atacar Libia en una operación que prometía ser humanitaria (“proteger civiles”) pero que se transformó en promover la caída del régimen de Muamar el Gadafi, su captura y asesinato. París y Londres tenían interés en ocupar el sitio que dejaba parcialmente libre el presidente Barack Obama en la Alianza Atlántica.

Libia se partió primero en dos y después en múltiples áreas controladas por decenas de grupos armados, hasta convertirse en tierra de nadie y en ilícita plataforma de llegada y salida de miles de inmigrantes hacia Europa.

 

El síndrome de Irak

El presidente Obama tuvo presente la guerra sin fin en Afganistán y las experiencias de Irak y Libia cuando se negó a implicar tropas en Siria o a lanzar ataques que acabaran con el régimen de Bashar al Asad. Las críticas a su supuesta falta de decisión para defender a los sirios todavía resuenan. El argumento es que si hubiese atacado al régimen al principio de la guerra nunca se hubiese llegado al drama actual, y a la presencia rusa.

En una entrevista, Obama explicó que tuvo en consideración las intervenciones anteriores y la multiplicidad de actores que, crecientemente, operan desde 2011 en la guerra en Siria, la debilidad de la fragmentada oposición, y la imposibilidad del Ejército Libre de Siria de cohesionar a centenares de grupos armados. Por lo tanto, se limitó a proveer limitada ayuda militar a algunas organizaciones armadas y apoyar las, hasta hoy, frustradas negociaciones lideradas por Naciones Unidas en Ginebra. Su posición fue, duramente, criticada por Israel y Arabia Saudí, que se sintieron abandonados por su principal aliado.

 

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Rueda de prensa explicando el ataque a Siria. (SAUL LOEB/AFP/Getty Images)

La geopolítica de la guerra siria

Siria es un espejo de casi todas las tensiones que asolan a Oriente Medio. Arabia Saudí e Irán compiten por la influencia regional en la zona, representando las concepciones chií y suní del islam. Turquía lucha contra los kurdos sirios para evitar que formen un territorio independiente que podría unificarse con el Kurdistán turco, y apoya a grupos armados suníes contra Damasco.

El grupo político militar libanés Hezbolá, sostenido por Irán, pelea junto con Bashar al Asad (que pertenece a la secta alauí, una rama del chiismo) contra los múltiples grupos insurgentes suníes armados por Arabia Saudí, otros países del golfo Pérsico y Ankara.

A la vez, Daesh ha combatido al presidente sirio y algunos de los grupos armados que disputan su poder. Este grupo ha sido, en gran medida, derrotado en 2017 por la acción combinada de fuerzas sirias, rusas e iraníes, milicias kurdas y árabes sostenidas por la fuerza aérea de Estados Unidos, y grupos insurgentes apoyados por el Ejército turco.

Cada grupo, además, controla o quiere controlar una región, un poblado o una ciudad, unos pozos de petróleo, carreteras y el paso de bienes, armas y gente. Son, en realidad, varias guerras, con decenas de microeconomías ilícitas, que han producido 11 millones de refugiados y 13,5 millones de desplazados interiores.

Es difícil saber cuántos grupos armados combaten en Siria. En 2013 un estudio de la BBC calculó más de 1.000 organizaciones armadas de diversos signos políticos. Según diversas fuentes siguen operando varios centenares, agrupados en diferentes alianzas yihadistas, con lealtades flexibles. Solamente, en Ghouta Oriental, por ejemplo, han estado resistiendo cinco grupos apoyados por Arabia Saudí, Turquía y Qatar. El mapa interactivo que realiza mensualmente el Centro Carter permite ver la profunda fragmentación del país.

 

La carta rusa

Rusia tiene varias razones para apoyar militar, diplomática y económicamente a Bashar al Asad desde 2015. Primero, para mostrar a Estados Unidos y Europa su capacidad de influencia global. Tras la caída de la URSS en 1989, la élite político militar y empresarial de este país reconstruyó un nacionalismo ruso defensivo y autoritario frente a Occidente.

Las políticas antirusas de Estados Unidos durante las presidencias de George W. Bush y Barack Obama, y las respuestas de Moscú, generaron una nueva carrera de armas nucleares, la expansión de la OTAN hacia el Este, la instalación de una nueva generación de misiles contra misiles en Europa, la toma de Crimea y parte de Ucrania, las luchas entre agencias de inteligencia, y la guerra en Siria.

Segundo, Rusia tiene interés en contar con presencia estratégica en Oriente Medio. Según su cálculo, cuando la guerra en Siria termine Moscú estará en una posición geopolítica de privilegio, con presencia en un país vecino a Israel (con quien tiene una excelente relación comercial y militar) y Turquía (potencia regional con la que mantiene una relación ambigua), en buenas relaciones con Irán, y manteniendo su base naval en el Mediterráneo.

Tercero, Rusia tiene una población musulmana de 25 millones de personas (un quinto de la población total del país). Desde el 2000 ha habido diversos atentados terroristas llevados a cabo por separatistas de Chechenia en el Norte del Cáucaso. Alrededor de 7.000 jóvenes ciudadanos de esta región, Uzbekistán y Kirguistán han ido a luchar con insurgentes sirios contra la intervención rusa. La represión de Moscú contra los musulmanes ha agudizado la radicalización. El Kremlin quiere evitar que Siria se transforme en un territorio radicalizado y sin control, similar a Afganistán.

En el terreno diplomático, Rusia ha impulsado desde enero de 2017 en la ciudad de Astaná (Kazajistán) junto con Irán y Turquía negociaciones entre Bashar al Asad y la oposición para crear zonas de “distensión”. Pero ni Ginebra ni Astaná han servido, entre otras razones por la negativa de Siria y Rusia a aceptar la renuncia de Al Asad como una carta de negociación. Otros aspectos, como la liberación de presos políticos y la verificación del posible uso de armas químicas han polarizado los debates en el Consejo de Seguridad de la ONU.

 

El factor israelí

Israel convivió durante décadas con Siria, a la que arrebató los Altos del Golán en la guerra de 1967, en la denominada “paz fría”. El espionaje y el apoyo a radicales palestinos, por un lado, y conspiradores contra el régimen en Damasco, por el otro, sustituyeron todo enfrentamiento directo. Israel prefería la estabilidad del régimen del padre de Bashar al Asad al caos de grupos armados, la presencia de Daesh y, especialmente, la influencia de Irán y Hezbolá.

Desde 2011 el Gobierno de Benjamín Netanyahu ha realizado regularmente más de 100 ataques en Siria contra armamento destinado o gestionado por Hezbolá y bases operadas por Irán. Las supuestas armas químicas en Siria, y la presencia de milicias iraníes y de Hezbolá son considerados en Israel altos factores de riesgo y de ahí que esté intensificando sus operaciones, en especial ante la posibilidad de que Trump ordene la retirada de los 2.000 efectivos estadounidenses que operan en territorio sirio. Algunos analistas israelíes consideran que Estados Unidos y Rusia han pactado implícitamente que cuando finalice la guerra, Damasco quedará bajo la hegemonía de Rusia e Irán (y Hezbolá).

 

La influencia de Irán

Israel, Arabia Saudí y la mayor parte de las monarquías del Golfo Pérsico tienen especial interés en que el Gobierno de Trump acabe, como ha amenazado, con el acuerdo que Estados Unidos, la Unión Europea, Rusia, Alemania, China, Francia, Reino Unido y Alemania firmaron en 2015 con Teherán cancelando su programa nuclear militar.

Irán ha ganado espacio geopolítico en la región, beneficiándose de la retirada de Estados Unidos de Irak en 2011. Bagdad pasó entonces a depender, paradójicamente, de la ayuda de Washington a la vez que del apoyo financiero y de las milicias iraníes.

Para la República Islámica de Irán es importante que Siria no caiga en manos de grupos yihadistas porque esto supondría el aumento del poderío suní en Oriente Medio. De ahí que la lucha contra Daesh y Al Qaeda en Siria es para Teherán menos un apoyo a Bashar al Asad que, como explica Bernard Hourcade, una manera de combatir la influencia saudí.

El Gobierno iraní canaliza armas y bienes para Hezbolá a través de Siria, y tiene interés en crear un corredor que vaya desde Irán hasta Líbano, pasando por Irak y Siria. Pese a su presencia en estos escenarios, y en Yemen, Teherán tiene una potencia relativa en comparación con Riad, las monarquías del Golfo, Turquía, Israel y Egipto.

 

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Protesta contra la guerra en Siria tras el ataque de EEUU, Francia y Reino Unido en Londres. (Chris J Ratcliffe/Getty Images)

Intereses particulares

La acción militar de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña ha estado motivada por diferentes razones de cada país. Trump se ve crecientemente asediado por investigaciones judiciales que podrían revelar negocios corruptos y obstrucción a la Justicia. Estas cuestiones acentúan la posibilidad de ser sometido a un juicio político. Siria le sirve para desviar la atención.

A la vez, el presidente se ha rodeado de asesores, como John Bolton, y militares como John Mattis y John Kelly, que bien son halcones o quieren mostrar que su país sigue siendo un líder en el terreno militar.

Pero todos coinciden en evitar intervenciones con despliegues amplios de efectivos, algo que rechaza buena parte de la sociedad estadounidense. El resultado es combinar la presencia de fuerzas especiales y asesores en Siria con ataques desde el aire o larga distancia que no supongan el riesgo de entrar en guerra abierta.

Por su parte, el presidente francés, Emmanuel Macron, sigue la línea que establecieron los gobiernos anteriores en París. Primero, relanzar la presencia de Francia en Oriente Medio, Norte de África y parte de África subsahariana (especialmente en el Sahel) con el fin de ser percibida interna e internacionalmente como una potencia global.

Segundo, presentarse, según las circunstancias, como una alternativa o un aliado de Estados Unidos. Durante los meses anteriores a la guerra del Golfo (2003) fue una alternativa. Ahora, Macron se muestra como un aliado que ha logrado “convencer” a Trump de que no retire las tropas de Siria.

Tercero, aunque en el pasado Francia tuvo una excelente relación con Bashar al Asad y con su padre, a partir de 2011 la diplomacia francesa vio la oportunidad de alinearse con las monarquías suníes del Golfo Pérsico, y hacer buenos negocios con ellos. Francia es criticada por las venta de armas a Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, que son usadas para la guerra en Yemen.

Estados Unidos, Francia y el Reino Unidos han aumentado en los últimos años sus exportaciones de armas a las monarquías del Golfo. Aunque la Unión Europea ha discutido restringir las ventas de armas a Arabia Saudí, París y Londres han rechazado esa posibilidad.

Para Londres, el ataque a Siria es una respuesta a Rusia por el atentado con sustancias químicas contra el ex espía ruso Serguéi Skripal y su hija en territorio británico. Aunque todavía no hay pruebas concluyentes, el Kremlin niega toda implicación y, además, ha acusado a Reino Unido de fabricar el supuesto ataque en Ghouta con armas químicas.

La primera ministra británica, Theresa May, y el secretario de Exteriores, Boris Johnson, vieron la oportunidad de participar en el ataque contra las instalaciones sirias como una forma de mostrar decisión política y responder a Rusia en el mismo terreno de las armas químicas. Además, el doble mensaje implícito es que, pese al Brexit, Gran Bretaña puede asociarse con un miembro destacado (Francia) de la UE, y que continúa siendo el aliado privilegiado de Estados Unidos. La volatilidad de Trump, sin embargo, no le asegura nada al Gobierno de Londres.

 

Cruzar fronteras peligrosas

El ataque a Siria, en definitiva, ha sido limitado con el fin de no traspasar dos fronteras muy delicadas. La primera, evitar que hubiese víctimas entre el personal militar ruso. Esto llevaría al presidente Vladímir Putin a tener que responder, y se podría escalar hasta un enfrentamiento, seguramente controlado, pero no por ello menos peligroso entre potencias con armas nucleares.

La relación entre Estados Unidos y Rusia está muy deteriorada, pese a los esfuerzos del presidente Trump por limitar (probablemente para defender sus posibilidades de hacer negocios) la presión antirusa del Congreso, de expertos y de la mayor parte de los medios de prensa. En una entrevista con la BBC el 16 de abril el ministro de exteriores ruso, Sergei Lavrov, dijo que el clima es “peor que durante la guerra fría”, porque entonces había más canales de comunicación entre las dos potencias.

De hecho, existen protocolos de actuación entre las fuerzas rusas y las estadounidenses que combaten contra Daesh en territorio sirio. Pero en un clima tan volátil y con crecientes desconfianzas entre Moscú y Washington podría producirse un peligroso error.

La segunda es qué sucedería si se derrumba el régimen de Bashar al Assad. Al final, tanto Estados Unidos como Europa han aceptado la tesis rusa e iraní que, frente a una total desintegración del poder y el colapso de las fuerzas armadas sirias, y la posibilidad de que Siria sea una mezcla de Libia y Afganistán, es preferible contar con Al Asad en el poder.