Civiles observan las ruinas en Idlib, Siria. Omar Haj Kadour/AFP/Getty Images

Las posiciones e intereses de los actores implicados en Siria hace pensar que el gesto militarista de Donald Trump no representa una punto de inflexión para el conflicto.

La macabra monotonía violenta en la que Siria ha caído tras más de seis años de tragedia se alteró momentáneamente el pasado día 6 de abril. En apenas 24 horas se sucedieron un ataque con armas químicas contra la población de una pequeña localidad de la provincia de Idlib y, tan solo horas después, el primer ataque estadounidense contra fuerzas del régimen sirio. A primera vista cabría pensar que estos dos hechos deben suponer un giro drástico en un conflicto que ya ha costado la vida a unas 500.000 personas, mientras ha expulsado de sus hogares a no menos de ocho millones de desplazados y cinco millones de refugiados. Pero un examen mínimamente detallado tanto del marco en el que ambos sucesos tuvieron lugar, como de lo ocurrido en la localidad de Jan Seijun y en la base aérea de Shayrat lleva inevitablemente a conclusiones muy distintas.

 

Marco general desequilibrado a favor del régimen

A grandes rasgos, y tanto en el terreno diplomático como en el militar, la situación actual viene definida por dos factores interrelacionados: el tiempo ya corre invariablemente a favor del régimen y Bashar al Asad es percibido como un mal menor por la práctica totalidad de los actores relevantes del drama sirio.

Por una parte, los esfuerzos de la ONU, concretados en las negociaciones de Ginebra, ya van por la cuarta ronda, sin que los negociadores hayan logrado algún acuerdo apreciable en su más de cuatro años de andadura. Más recientemente se ha abierto una nueva vía —liderada fundamentalmente por Rusia, con el acompañamiento de Irán y Turquía — que ha desembocado en las negociaciones de Astana. En primera instancia, tal como ya ocurrió en su día con las de Ginebra, las reuniones promovidas por Moscú podrían interpretarse como una señal de cansancio de los violentos —asumiendo que ninguno tiene capacidad para obtener una victoria definitiva a corto plazo — y como un indicio de una voluntad política compartida entre los actores implicados para alcanzar la paz.

Sin embargo, tras esa aparente fachada, se impone una realidad menos complaciente. Cabe recordar que la reunión de Astana se celebró tras la recuperación de Alepo por parte de las fuerzas leales al régimen. Con esa operación se completó el dominio gubernamental de la llamada “Siria útil”, que incluye el corredor Damasco-Alepo y la región costera mediterránea de Latakia (donde se ubica el grueso de la minoría alauí), sin olvidar que también se ha producido la recuperación de Palmira de manos de Daesh y ya se hacen visibles los preparativos para reconquistar Raqa. Aunque es obvio que queda buena parte del (vacío) territorio sirio fuera de su control, las fuerzas de Al Asad —con el férreo apoyo tanto de Moscú como de Teherán, el Hezbolá libanés y diversas milicias chiíes — saben ya que actúan a favor de la corriente. Eso determina que, aunque el régimen genocida no puede todavía imponer su dictado, sí puede al menos establecer líneas rojas que no está dispuesto a cruzar en ninguna mesa de negociaciones.

Una mujer pasa cerca de un retrato del Presidente sirio, Bachar al Asad, en la ciudad de Damasco. Louai Beshara/AFP/Getty Images

Mientras tanto, los rebeldes siguen mostrando una fragmentación que termina por incrementar su debilidad en cualquier intento de negociación y en el campo de batalla, tanto como resultado de sus propias divergencias ideológicas como de su instrumentalización a manos de potencias foráneas (especialmente con Arabia Saudí, Irán y Turquía en el marco regional, y con Washington y Moscú en el global). Así, volviendo a Astana, es bien sabido que los 14 asistentes (actuando en nombre de grupos como Jaish al Islam, Fatah Haleb, Suqour al Sham o Darayya’s Martyrs of Islam) apenas representaban a un tercio de todos los conglomerados rebeldes que se oponen a Al Asad y agrupaban casi únicamente a los que son apoyados por Ankara. En definitiva, eran mucho más relevantes los que optaron por quedarse al margen y nada podía acordarse en esas condiciones.

Esa disparidad de posiciones se reproduce en el marco regional y global. Así, Rusia, una vez que ya se ha convertido en un interlocutor imprescindible, se centra en promover una desescalada que le permita salir airoso de una aventura bélica que se ha complicado más allá de sus cálculos iniciales. A su lado, Turquía tiene como prioridad aprovechar las circunstancias para descabezar a las milicias kurdas sirias (las Unidades de Protección Popular, apoyadas por Washington) que procuran consolidar una zona propia en toda la frontera sirio-turca. Irán es, con diferencia, el actor más empeñado en sostener al régimen sirio hasta el final, procurando evitar que Estados Unidos (pero también Arabia Saudí y Catar) tenga algún papel relevante en el proceso.

Visto así, no puede extrañar que Al Asad no esté ahora interesado en un acuerdo a corto plazo, sino más bien en aprovechar las circunstancias para ampliar su dominio territorial y recabar más apoyos internacionales. Sabe que, ante la falta de alternativas, ha dejado de ser visto como un paria internacional y ha logrado desviar la atención hacia Daesh, punto en el que confluyen coyunturalmente las agendas de Washington, Moscú, Teherán, Ankara y el propio régimen sirio. No por despiste el Presidente sirio se atrevía a principios de año a hablar de Donald Trump en términos de “aliado natural” contra el terrorismo.

Daesh, por su parte, aunque en claro retroceso, aún conserva capacidades suficientes como para complicar la agenda a quienes han convertido Siria en un juguete roto con el que, por interposición, tratan de dirimir sus diferencias. Todo ello sin perder de vista a Al Qaeda, interesada en aprovechar la generalizada obsesión con Daesh para recrear sus peones sobre el terreno. Baste recordar que Jabat Fatah al Sham (ex Jabat al Nusra) no solo no ha desaparecido sino que se ha transformado, desde el pasado enero, en Hayat Tahrir al Sham, absorbiendo en su seno a otros grupos yihadistas.

 

¿Y ahora qué?

El Presidente estadonidense, Donald Trump, da una rueda de prensa sobre la acción militar llevada a cabo en Siria. Jim Watson/AFP/Getty Images

Es en ese contexto en el que hay que enmarcar lo sucedido recientemente. En primer lugar, es obligado reseñar que el régimen no necesitaba militarmente emplear armas químicas. Ni estaba a punto de colapsar frente a sus adversarios, ni en Jan Seijun había ningún objetivo estratégico vital, que justificara arriesgarse a la crítica internacional y, sobre todo, al golpe militar estadounidense, complicando de paso las agendas de sus valedores internacionales. Dados los antecedentes, eso no descarta a Damasco (o algún mando militar intermedio) como responsable directo del ataque. Pero también da pábulo como mínimo al argumento esgrimido por Moscú (el ataque aéreo gubernamental habría provocado la explosión de materiales tóxicos almacenados en la localidad).

Con ser importante establecer responsabilidades en un conflicto en el que todos los actores combatientes han violado las reglas más elementales de la guerra, con el régimen en lugar destacado, la lectura que cabe hacer tras el ataque estadounidense —con dos buques disparando misiles crucero Tomahawk desde aguas del Mediterráneo oriental, contra un único objetivo, sin arriesgarse a emplear aviones que pudieran ser derribados — determina que no estamos ante un punto de inflexión. En apenas 24 horas Shayrat ha vuelto a estar operativa y ningún sistema de defensa antiaérea ni ninguna instalación de mando y control han sido destruidos, como punto de arranque de una hipotética campaña de bombardeos sostenida.

En otras palabras, el gesto militarista del mismo Trump que en su día demandaba a su antecesor que no atacara al régimen sirio, no parece ir más allá de lo que ya hemos visto. En esencia, el impredecible inquilino de la Casa Blanca se ha limitado a hacer lo mínimo posible para contentar a sus simpatizantes en casa, intentar que Al Asad se modere en sus reiterados abusos y que Moscú entienda que no tiene carta blanca en sus pretensiones hegemónicas (con cuidado de no romper unas relaciones que a ambos les interesan, más allá de eliminar a Daesh). Y nada más.

Como hemos visto, ya se han producido las habituales declaraciones de condena y de las amenazas de represalia, pero resulta evidente que ninguno de los afectados tiene deseo alguno de provocar las iras de Donald Trump. De hecho, ni él mismo, considerando que una implicación en masa supondría meterse en un pantano del que difícilmente podría salir en años, pretende ir más allá. Así cabe interpretar a su Secretario de Estado, Rex Tillerson, cuando ha vuelto a reiterar que Washington sigue apostando por Ginebra como marco de búsqueda de solución al conflicto (lo que implica aceptar a Al Asad como interlocutor y referente político en el inmediato futuro). Tampoco entra en el cálculo del Presidente sirio complicar aún más una agenda que, con el tiempo a favor, le acerca a su objetivo de conservar el poder a toda costa. Y otro tanto cabe imaginar de Moscú, para el que Siria no es más que un instrumento útil para consolidarse como interlocutor global imprescindible y para negociar con Washington en otros terrenos (como Ucrania).

En resumen, visto lo visto en estos seis años, resulta cuando menos sarcástico escuchar a Donald Trump diciendo que ha atacado y ha cambiado su opinión sobre Al Asad tras ver a los niños muertos de Jan Seijun. ¿Será esa su nueva vara de medir para actuar fuera de sus fronteras?