El Presidente chino, Xi Jinping, muestra el camino al Presidente filipino, Rodrigo Duterte, en Pekín, octubre de 2016. Ng Han Guan-Pool/Getty Images

China y la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (ASEAN), las dos zonas económicas más dinámicas de la Tierra, se encuentran enlazadas por fuertes vínculos comerciales, culturales y sociales, pero la geopolítica siembra odios y amenazas de guerra. El mar del Sur de China el Mediterráneo del este de Asia es la manzana de la discordia.

Convertido en el adalid de la globalización, el presidente chino Xi Jinping está empeñado en reforzar los lazos con los países vecinos, para apuntalar desde ellos la consolidación de la República Popular como la gran potencia del siglo XXI. Desde su llegada al poder en noviembre de 2012, Xi ha puesto en marcha una diplomacia de seducción con la que reconstruir relaciones con la ASEAN, dañadas durante el último mandato de su predecesor, Hu Jintao. Convencido de que el renacimiento de China está íntimamente ligado al desarrollo de sus vecinos, Xi ha desplegado una diplomacia periférica que combina el poder blando con una política exterior más asertiva.

Lo que Xi Jinping ha llamado “el sueño de China” es la recuperación del sinocentrismo a través de estímulos económicos y culturales a los vecinos y de una expansión del perímetro de seguridad chino. La reivindicación de buena parte de los mares de su entorno choca con los intereses soberanos de algunos países y se ha convertido en el caballo de batalla de las relaciones con la ASEAN. Pekín reclama el 80% de la superficie del mar del Sur de China, con miles de islotes, atolones y arrecifes que son parcialmente reivindicados por Filipinas, Vietnam, Malasia y Brunei. Además, Taiwan, que la República Popular considera una “provincia rebelde”, mantiene las mismas demandas territoriales que China.

Con 630 millones de habitantes y una economía por encima de los dos billones y medio de dólares, la ASEAN, por su parte, es consciente de que solo una mejora de las relaciones con Pekín le permitirá cumplir la meta de situar en 2020 el Producto Interior Bruto (PIB) conjunto cerca de los cuatro billones de dólares, según las proyecciones del Fondo Monetario Internacional. Esta cantidad supone doblar el PIB que tenían los 10 países −Singapur, Malasia, Tailandia, Brunei, Indonesia, Filipinas, Laos, Camboya, Vietnam y Myanmar− cuando en enero de 2010 entró en vigor el Tratado de Libre Comercio (TLC) con China. Desde entonces, Pekín ha escalado desde la cuarta posición como socio comercial, por detrás de Japón, la Unión Europea y Estados Unidos, hasta la primera, con unos intercambios que alcanzaron en 2015 los 345.764 millones de dólares, de los que 134.249 millones son exportaciones al gigante asiático, el 11,4% del total de las ventas exteriores de la ASEAN, según los datos oficiales publicados en noviembre pasado.

Para la mayoría de esos países, la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca genera bastante incertidumbre. Supone un importante recorte en sus expectativas comerciales con EE UU y, aunque les libera de las embarazosas exigencias públicas de democratización y respeto a los derechos humanos, les deja a merced de lo que algunos denominan “el  expansionismo chino”. La decisión de Trump de abandonar el Tratado de Cooperación Transpacífico (TPP), que incluía a cuatro países de la ASEAN –Brunei, Singapur, Malasia y Vietnam– es el gesto más claro del fin de la era de Barack Obama, que en 2011 convirtió Asia en el eje de su política exterior. China vio en el giro asiático de Estados Unidos un claro intento de frenar su asentamiento como principal foco de influencia regional.

Ceremonia de apertura durante la cumbre de ASEAN, julio de 2016. Hoang Dinh Nam/AFP/Getty Images

El pasado 11 de enero, la agencia oficial Xinhua publicó el texto completo sobre la política china de Seguridad y Cooperación en Asia-Pacífico. En el documento, el Gobierno declara su voluntad de crear “un nuevo modelo de relaciones internacionales centrado en una cooperación mutuamente beneficiosa”. Frente al aislacionismo y el “America first” de Trump, propone “reforzar la solidaridad y la cooperación con apertura e inclusividad, (…) y explorar una nueva vía para la seguridad de Asia”. El texto destaca que los diferendos en el mar del Sur de China no afectan a la ASEAN, sino solo a algunos de los países de esta asociación y se compromete a buscar soluciones pacíficas con los “países directamente envueltos” en las disputas.

Pekín siempre se opuso a negociar en bloque con la ASEAN lo que considera diferencias bilaterales que deben de solucionarse entre los dos países implicados “sin interferencias foráneas”, lo que significa sin la injerencia de Washington. En 2002, en el momento álgido de las relaciones con la asociación, firmó con los 10 países que la integran la Declaración del Código de Conducta en el mar del Sur de China. Sin embargo, rechazó su posterior desarrollo y entrada en vigor. Los párrafos 5º y 6º exigen “autocontrol” y “no militarización” de las actividades para no elevar la tensión en la zona y hasta conseguir un acuerdo global y duradero de las disputas fronterizas.

En 2017, las turbulentas aguas del mar del Sur de China atraviesan un periodo de bonanza tras la tormenta desatada por el veredicto de la Corte Permanente de Arbitraje (CPA). El 12 de julio de 2016, el panel de cinco expertos en Derecho Internacional Marítimo contratado por la CPA falló por unanimidad a favor de 14 de las 15 demandas interpuestas por Filipinas contra los “derechos históricos” de Pekín en ese mar, por el que transita un tercio del comercio mundial y el 70% de las exportaciones e importaciones chinas, desde productos manufacturados a gas y petróleo, pasando por móviles y alta tecnología. China declaró nula la sentencia y Rodrigo Duterte, que acababa de asumir la presidencia filipina, la soslayó y se mostró dispuesto a buscar junto con Pekín una solución mutuamente aceptable.

Al mes siguiente, se celebró en Mongolia Interior una serie de reuniones entre China y la ASEAN en las que se alcanzaron avances notables hacia la puesta en marcha de medidas de confianza, como finalizar para mediados de este año el proyecto marco con las bases del Código de Conducta en el mar del Sur de China. Se acordó también el establecimiento de una línea caliente para usar en caso de crisis marítima y una declaración conjunta para implementar el Código sobre Choques Fortuitos en el Mar (CUES, en sus siglas en inglés). La cumbre China-ASEAN que este año se celebra en noviembre en Filipinas deberá dar luz verde al Código de Conducta.

Desde 2010 los incidentes marítimos en ese área se han multiplicado, al tiempo que China aceleraba la construcción de islas artificiales sobre seis arrecifes de las disputadas Spratly, que, según la inteligencia estadounidense, albergan bases y puertos militares encubiertos e incluyen una pista de aterrizaje de 2.900 metros, decenas de estructuras para el almacenaje de misiles de largo alcance tierra-aire y una central atómica flotante para el suministro de energía eléctrica. El litigio se complica porque China insiste en que tiene derecho a construir sus defensas sobre su propio territorio y le pertenecen todas esas islas y las aguas que las circundan con sus ricos bancos de pesca y bajo las cuales existen supuestamente enormes riquezas de gas y petróleo. Por el contrario, EE UU considera ilegales esas construcciones, se opone a la militarización de la zona y se ha alzado en defensor de la libre navegación por el mar del Sur de China y de las reivindicaciones soberanistas de Filipinas, Vietnam, Malasia y Brunei.

Filipinas, como la mayoría de sus socios en la ASEAN, tiene una necesidad imperiosa de infraestructuras y, al menos de momento, parece dispuesto a aparcar la disputa a cambio del compromiso chino de fuertes inversiones. Pekín ha recogido el guante y brinda a estos países una “conectividad plena”, es decir, una red de relaciones económicas, culturales, políticas, de seguridad, de ideas y de instituciones que va más allá de las grandes infraestructuras de transporte ofrecidas a través de la Ruta de la Seda Marítima que anunció Xi Jinping en Indonesia en octubre de 2013. Se trata de establecer en la región el embrión de un nuevo orden global sostenido por instituciones paralelas a las comandadas por EE UU, como el Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras y el Fondo de la Ruta de la Seda, ambos creados en 2014.

Un soldado tailandés en una carretera donde se alzan las banderas de los países miembros de la ASEAN. Romeo Gacad/AFP/Getty Images

La ASEAN puso en marcha el 31 de diciembre de 2015 la Comunidad Económica Asean (AEC), el segundo bloque regional más integrado del mundo tras la Unión Europea. Sus objetivos son puramente económicos. Pretende convertirse en el centro productivo mundial a través del “libre movimiento de bienes, servicios, inversión, trabajo cualificado y un flujo más libre de capitales”. Este nuevo mercado común está seriamente preocupado por la pulsión proteccionista estadounidense y se ha declarado firme partidario de la propuesta china lanzada en 2011 de crear la Asociación Económica Integral Regional (RCEP).

La RCEP, que ha cobrado un fuerte impulso tras el hundimiento del TPP, integra a los 10 países de la ASEAN, más los seis con los que esta mantiene acuerdos de libre comercio: Australia, Corea del Sur, China, India, Japón y Nueva Zelanda. Estos 16 países suponen más del 40% de población y el 30% del PIB mundiales. Aunque las diferencias entre ellos son abismales en muchos aspectos, el principio de no injerencia en los asuntos internos, que gobierna las relaciones tanto de China como de la ASEAN, facilitaría su puesta en marcha. Si en el TPP era China la excluida por decisión de Washington, Pekín no ha invitado a EE UU a ingresar en la RCEP.

Primer país del mundo en trenes de alta velocidad, con 18.000 kilómetros de vías, el proyecto más visible de la diplomacia periférica pequinesa es su conexión ferroviaria por alta velocidad con siete vecinos del sureste asiático a través de tres rutas que saldrán de la sureña ciudad de Kunming para converger en Bangkok, desde donde proseguirá la línea hasta Singapur. Algunos de los tramos del denominado “Proyecto Kunming-Singapur” están ya en construcción. Las tres rutas discurren una por el este a través de Vietnam y Camboya. La del centro, por Laos, y la del oeste, por Myanmar. El contrato para la construcción de los 1.500 kilómetros que separan las capitales de Tailandia y Malasia se lo disputan Japón y China. Para finales de este año está prevista la licitación de los 350 kilómetros de vía entre Kuala Lumpur y Singapur.

China insiste en que su ascenso es pacífico. Los próximos meses serán cruciales para ver si cumple el compromiso de dar luz verde al Código de Conducta en el mar del sur de China, la principal exigencia de sus vecinos. Empeñado en mantener la estabilidad tanto interna como externa, en un año crucial para el liderazgo, ya que en noviembre se celebra el XIX Congreso del Partido Comunista Chino, Xi Jinping, ha hecho un llamamiento a sus vecinos para construir una “comunidad de destino compartido”, en la que una conectividad lo más amplia posible engarce a los distintos países y promueva el desarrollo común.

 

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