AFP/Getty ImagesLos planes energéticos del gigante asiático en los países emergentes.


Hemos escuchado con insistencia dos interpretaciones, la de Bruselas y la de Washington, sobre el acuerdo comercial de más de 400.000 millones de dólares que firmaron el pasado 21 de mayo China y Rusia. Como el capítulo estrella era la exportación de gas natural, muchos analistas europeos lo relacionaron directamente con Ucrania y otros tantos expertos estadounidenses lo vincularon con la configuración de un nuevo bloque antidemocrático frente al mundo libre que ellos, por supuesto, lideran. Estas posturas resultan muy difíciles de sostener y no van al fondo de lo que está ocurriendo.


Rusia y China llevaban años negociando un pacto de este tipo y, por eso mismo, no se puede considerar un subproducto de la crisis de Ucrania aunque ésta lo haya acelerado. Moscú tiene una necesidad estructural de diversificar geográfica y políticamente los países que importan su principal recurso energético. Los economistas dan por descontado que la Unión Europea va a registrar tasas bajas de crecimiento durante años y los diplomáticos del Viejo Continente han manifestado una y otra vez que depender de un solo proveedor, sea pacífico o agresivo, es una temeridad cuando hablamos de una materia prima imprescindible para millones de hogares y miles de empresas.


Del mismo modo que el abrazo entre Moscú y Pekín era poco menos que inevitable, lo es que Bruselas busque nuevos proveedores entre los tigres de Asia central (especialmente, Turkmenistán, Kazajistán y Azerbaiyán), que impulse el desarrollo del gasoducto español MidCat para importar grandes cantidades de gas argelino y que los países europeos se sientan cada vez más tentados por el fracking. El origen de esto es la pura geoestrategia y no el golpe de Estado en Kiev, las concentraciones de la Plaza Maidán, la ocupación de la Península de Crimea o la infiltración de la inteligencia rusa en Donetsk.


Interpretar el acuerdo entre Vladímir Putin y Xi Jinping como la alianza de una democracia dictatorial y una dictadura frente a los valores liberales de Occidente es difícil de sostener incluso para los neoconservadores más ortodoxos. Ninguno de estos líderes parece dispuesto a exportar por la fuerza su modelo institucional y económico al resto del mundo como hicieron ininterrumpidamente la Unión Soviética y Estados Unidos desde los 50 hasta los 80. Por otro lado, sus intereses comunes apenas van más allá de las cuestiones energéticas o el bloqueo desde el Consejo de Seguridad de la ONU de intervenciones humanitarias o sanciones por quebrantar los derechos humanos. Tampoco hay que olvidar que si estuviésemos volviendo a un escenario similar al de la guerra fría, ¿cómo se podría argumentar que Japón y Corea del Sur, los dos grandes aliados de Washington en Asia, estuviesen sondeando a Putin para obtener su propia versión del acuerdo del gas?

El 'dragón' en la habitación


Otro error de estas dos interpretaciones es que le conceden una importancia excesiva a Rusia, quizás porque se resiste a abandonar las portadas de los ...