Las sombras de los miembros de un panel durante la celebración del Foro Económico Mundial en Davos Suiza. Johannes Eisele/AFP/Getty Images
Las sombras de los miembros de un panel durante la celebración del Foro Económico Mundial en Davos Suiza. Johannes Eisele/AFP/Getty Images

La gente corriente, promoviendo el civismo y la cooperación en el seno de sus sociedades, podría estar más cerca de hallar las soluciones a los problemas clave que las engreídas élites.

El calendario internacional está salpicado de una serie de reuniones de las élites. La cumbre del G20 concluyó recientemente y el próximo 20 de enero tendrá lugar en Suiza la joya de la corona: el Foro Económico Mundial o Foro de Davos.

A la mayoría de los medios de comunicación les encantan estos eventos. Proporcionan una buena oportunidad para obtener fotografías, así como lemas legítimos y sin riesgos. La premisa subyacente es que nuestros problemas clave son cosas que las élites pueden identificar y resolver; ellas poseen los conocimientos que se necesitan y, por supuesto, el poder.

Pero existe el problema del narcisismo de las élites. Como han observado muchos pensadores desde la antigüedad, quienes persiguen el poder a menudo no están capacitados moralmente y aquellos que lo están con frecuencia no ansían el poder.

Investigaciones recientes han demostradoque los altos directivos obtienen resultados cuatro veces superiores en los índices de sociopatología que el resto de la población. Y otros estudios también muestran que los conductores de vehículos de lujo no prestan atención a los pasos para peatones, mientras que los conductores de coches normales los respetan de una manera más habitual.

Parece además que las élites consideran la avaricia más legítima que el resto de nosotros. Gran parte de nuestro discurso público gira en torno a las buenas obras y logros de filántropos como Bill Gates, y sin embargo, las investigaciones han revelado de forma sistemática que las personas pobres son más caritativas que las ricas.

Centrarse únicamente en las élites y en lo que estas ofrecen como soluciones a nuestros problemas comunes no es problemático solo porque representen a un fragmento tan exótico de la humanidad, sino también porque puede que la gente corriente posea más ingredientes para su solución.

En nuestra fascinación por las élites, podemos haber pasado por alto importantes reservas de decencia y de otras fortalezas semejantes del pueblo llano.

La encuesta de Opinión Pública Mundial preguntó a gente de todo el planeta si le gustaría que sus gobiernos respetaran el derecho internacional todo el tiempo, o si permitirían que éstos decidieran no hacer algo en casos en los que consideraran que las leyes internacionales entraban en conflicto con los intereses nacionales.

El 57% de la gente quería que sus gobiernos obedecieran al derecho internacional incluso aunque estos gobiernos pensaran que iba contra el interés nacional, pero solo el 35% quería dar a sus gobernantes la opción de poder no hacerlo.

Estos resultados no tenían su origen únicamente en los instintivamente multilateralistas europeos, sino que eran verdaderamente globales. Países conocidos por su unilateralismo, como China, India y Estados Unidos, formaban también parte de esa tendencia mundial. Los resultados más chocantes se produjeron cuando los investigadores preguntaron a ese 57% de personas si se consideraban a sí mismas como parte de la mayoría o de la minoría de sus sociedades. Los encuestados subestimaron sistemáticamente lo multilateralistas que eran sus propias sociedades y consideraron que ellos formaban parte de la minoría. Este es un resultado extraordinario: toda esta gente que desafía al cinismo y todavía quiere hacer lo correcto no son solo la mayoría en sus países, sino también la mayoría en el mundo.

Por cada brasileño decente, hay un alemán decente, un indio decente y un surafricano decente, y sin embargo los expertos y comentaristas que opinan sobre asuntos internacionales han hecho que esta mayoría global se sienta como bichos raros.

Uno de estos destacados expertos se queja de que las sociedades no tienen el estómago necesario para el poder en crudo, y en su lugar quieren que al poder se le dé una vuelta en la sartén del propósito moral. Pero puede ser simplemente que la gente normal entiende las virtudes del juego limpio y de la cooperación horizontal mejor que las engreídas élites.

Las ciencias sociales han despertado recientemente de su prolongado letargo y han comenzado a estudiar cómo las sociedades nutren la cooperación y la decencia. Sus descubrimientos son simplemente extraordinarios: nosotros damos un salto de fe con nuestros semejantes. Muy a menudo, esa fe termina siendo, no una opción insensata, sino una razonable. Cuando un grupo de individuos comienza a cooperar de buena fe forma una unidad increíblemente fuerte y exitosa. Resistir la tentación de ser demasiado listillos y maximalistas, actuar con reciprocidad en la cooperación, construir una reputación mediante prácticas compartidas y reprender a los que se aprovechan son características comunes que presentan todos estos sistemas.

Sin duda no se trata de que las élites carezcan de importancia o no cumplan algunas funciones legítimas; simplemente no son nuestra única -ni siquiera nuestra principal-respuesta. Y quedarnos deslumbrados por ellas nos ciega a la hora de entender cómo sostener la civilidad en épocas de normalidad, por qué la decencia de la gente corriente es tan resistente y cómo podemos forjar el necesario civismo para nuestra interdependencia global sin precedentes.