extremismos
Una mujer en un colegio electoral en Andalucía, España. (JORGE GUERRERO/AFP/Getty Images)

La falta de definición de objetivos internacionales tiene una relación directa con la situación política interna en las democracias actuales, que tienden a enfocarse hacia ellas mismas y pierden la dimensión global. Ante esto, los ciudadanos vuelven sus ilusiones a opciones anticuadas.

Las elecciones del 2 de diciembre en Andalucía y la protesta violenta de los chalecos amarillos en París, vividos recientemente, pueden ubicarse en la misma tendencia histórica. La primera, las elecciones andaluzas del 2 de diciembre, han supuesto la irrupción en la escena política española de Vox, un partido de extrema derecha. Esta fuerza se sitúa en el polo opuesto de partidos como Podemos y ERC, ya presentes en el Congreso, con lo que el mapa político en España se parece más al de otros socios europeos. La segunda, sucedida en Francia, es una prueba de cómo la confluencia en la calle de fuerzas políticas extremas puede poner en jaque el ejercicio normal del debate democrático.

La polarización política de nuestras sociedades se está generalizando. Es un fenómeno inquietante porque el dominio de grandes partidos situados en el entorno del centro (llamados “partidos de gobierno”) ha asegurado la gobernanza y la estabilidad en Europa durante décadas. Estos partidos sabían interpretar, cada uno con su orientación política, unos objetivos compartidos de la sociedad, entre los que se encontraban el reforzamiento del Estado de bienestar y la construcción europea. La aparición de partidos en los extremos (Frente Nacional en Francia, Movimiento 5 Estrellas en Italia, Ley y Justica en Polonia) introduce dudas sobre la identificación de esos objetivos que generan consenso. Cuando esas fuerzas políticas acentúan el nacionalismo (como UKIP en Reino Unido) podemos ir hacia una fragmentación de la Unión Europea.

Tradicionalmente, el posicionamiento de los ciudadanos en España ha sido una campana de Gauss desplazada a la izquierda. La mayoría de las opiniones se sitúan en el centro-izquierda, una zona marcada por el punto más alto. Los votantes de cada partido se identifican políticamente en relación a esa curva. Algunos gráficos, preparados con motivo de las elecciones del 20 de diciembre de 2015 y que seguían datos del CIS, muestran este desplazamiento.

En Francia, hace tiempo que no existe curva de Gauss, porque los extremos se han elevado, sobre todo en el lado derecho, debido a un fuerte sentimiento nacionalista subyacente que el Frente Nacional ha sabido exacerbar. Así se muestra por ejemplo en la curva que dibujó Bertrand Lemennicier tras las elecciones regionales de 2015. Este profesor emérito de la Universidad de París Panthéon explica en este artículo titulado À la recherche d’un grand parti centriste, que la nueva curva con tres jorobas (izquierda, centro y extrema derecha) ya no es como la de Gauss sino que es multimodal.

Estados Unidos vive un fenómeno similar. El Pew Research Centre ha detectado hace tiempo una polarización entre los votantes de los dos grandes partidos, Republicano y Demócrata, sobre una lista de cuestiones políticas y valores esenciales, como se muestra en este artículo titulado Democrats and Republicans more ideologically divided than in the past de 2017. La imagen que presentan muestra la brecha ideológica entre los votantes de cada partido, que se ha agrandado desde 2004.

En España, la curva de posicionamiento político sigue siendo la campana de Gauss, sin alcanzar la forma bipolar de Estados Unidos, ni tampoco la forma multimodal francesa con tres prominencias. El ascenso de Vox en Andalucía ha sido una sorpresa, pero solo va a elevar ligeramente el lado derecho de la campana. Según los barómetros del CIS, el autoposicionamiento ideológico de los españoles es históricamente estable, aunque las últimas entregas reflejaban un cierto descenso de la parte central de la curva. Ese descenso no estaba acompañado, sin embargo, de un crecimiento en la identificación política de los encuestados con la parte más a la derecha del espectro, probablemente porque una ideología de este tipo se consideraba inconfesable. Es muy posible que la subida de Vox en Andalucía rompa a partir de ahora el silencio de quienes se identifican con esa parte del espectro, de modo que se confirme el descenso de la altura de la campana y el aumento del lado derecho extremo de la curva, aunque nunca llegaría a la forma de tres jorobas de la francesa.

La polarización de las opiniones políticas puede producir al menos dos efectos perversos. Puede ocurrir que las fuerzas extremistas de izquierda y de derecha confluyan en una pinza contra el sistema. Esto es lo que ha ocurrido en las protestas violentas que han sacudido París. Los descontentos de izquierdas y de derechas se han unido sin importar la ideología para atacar en la calle el orden establecido, fuera de la disciplina de los partidos. Otro escenario indeseable sería una polarización creciente que lleve a dificultades en la gobernabilidad y a enfrentamientos de las fuerzas extremas, que pongan en juego el sistema democrático. Algo así ocurrió a principios del siglo XX con el ascenso del fascismo y del comunismo, dos visiones irreconciliables del mundo que produjeron choques internos e internacionales. Un tercer escenario es más halagüeño. Cuando llegan al gobierno, las fuerzas extremas tienden a moderarse. Esto es lo que ha ocurrido en Grecia con la Syriza de Alexis Tsipras y, en cierto modo, en Polonia con el partido Ley y Justicia en el Gobierno desde 2015, el cual, a pesar de propugnar políticas que ponen en juego el Estado de derecho, se ha visto constreñido a limitarlas por la acción de la Unión Europea.

 

Las causas de la polarización

Existen razones endógenas para la polarización de la política. En España, la cuestión territorial ha jugado sin duda un papel en el apoyo que recibe el republicanismo en Cataluña, y en el ascenso de la extrema derecha en Andalucía. El nacionalismo y el chauvinismo cuentan mucho en el auge de la derecha antinmigración y antintegración en toda Europa. Otra causa (que afecta más al ascenso de la extrema izquierda) es la sombra alargada de la crisis económica y financiera, que trajo primero movimientos de indignados, y después ha impulsado partidos bien consolidados que siguen criticando los abusos financieros. Entre las declaraciones más repetidas de los cabecillas de los chalecos amarillos en París, hallamos la cólera frente a los sectores más pudientes de la sociedad, para quienes la subida de los carburantes no supone ningún sacrificio. Branco Milanovic ya apuntó, en su famosa curva del elefante, que la globalización ha beneficiado sobre todo a las clases medias en los países emergentes y a los ricos en los países desarrollados, pero ha penalizado a las clases medias en estos últimos. El descontento de estos ciudadanos les empuja a los extremos políticos.

Ahora bien, la fragmentación de la política en el mundo occidental se produce también por un fenómeno histórico importante de origen internacional que afecta a todos los países de manera transversal. Desde hace años, se observa una falta de objetivos comunes que movilicen a los Estados y a las sociedades en los países democráticos. Durante la guerra fría, los países occidentales tuvieron como cemento de unión la lucha contra el comunismo. Tras la caída del muro de Berlín, el objetivo predominante fue la reunificación de Europa y la expansión de la democracia. La democratización y la integración en Europa fueron fuerzas movilizadoras para muchos. En España, durante décadas existió un amplio consenso para consolidar la democracia, modernizar la sociedad e integrar a nuestro país plenamente en la Unión Europea. Objetivos similares fueron motor de cambio para los países del centro y del este de Europa, y también para vecinos como Turquía. En el plano global, la década de 1990 vivió un reforzamiento del orden internacional y la creación de numerosas instituciones internacionales, desde la Organización Mundial del Comercio a la Corte Penal Internacional. En el año 2000, la lucha contra el terrorismo internacional introdujo cierto disenso entre los aliados, pero la globalización y el incremento del comercio fueron objetivos comunes, compartidos con los países emergentes.

La última vez que se acordó un fin movilizador global fue la creación del G20 en 2008 para responder a la crisis financiera. Sin embargo, aquel impulso se ha diluido en gran medida y no existe una tensión para conseguir fines colectivos. La gestión de los asuntos globales, como el medio ambiente, la energía, el desarrollo y el mantenimiento de la paz podrían constituir tales objetivos comunes, pero no existe ni consenso ni liderazgo para alcanzar esos fines. La inestabilidad en el vecindario de Europa, en el Este o en el Mediterráneo, la guerra de Siria o la situación en Libia parecen dejar indiferentes a los europeos. Existe una amplia retórica sobre los asuntos internacionales más importantes, como se ha demostrado en la última reunión del G20, pero la realidad es que se observan más retrocesos que avances, en campos como el proteccionismo, el comercio mundial o la protección medioambiental.

El referéndum sobre el Brexit en junio de 2016 y la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos en el mismo año marcaron el inicio de una nueva etapa caracterizada por la disgregación de un consenso sobre grandes cuestiones globales. Priman el particularismo, el nacionalismo y las cuestiones locales frente a los objetivos compartidos. Faltan al igual líderes europeos y mundiales que estén en disposición de cambiar tal situación. Y sin embargo, los retos globales son enormes, y esos desafíos deberían estar situados más arriba en nuestra lista de prioridades.

Dicha falta de definición de objetivos internacionales tiene una relación directa con la situación política interna en nuestras democracias. Los ciudadanos no encuentran áreas de consenso porque no saben hacia dónde van sus países. Es cierto que todos quieren un mayor bienestar y crecimiento para sus economías, pero eso no es suficiente. En nuestro mundo complejo, esa visión economicista es miope, porque no puede buscarse incesantemente una mayor riqueza sin tener en cuenta problemas globales como la desigualdad, las presiones migratorias, la integración regional, la energía y el medio ambiente. Nuestras democracias están demasiado enfocadas en ellas mismas y no comprenden la dimensión internacional del momento presente. En esas circunstancias, los ciudadanos vuelven sus ilusiones a opciones anticuadas, que agudizan la lucha política dentro de las fronteras.