Sentido común, respeto y eficacia. Ésas fueron
las verdaderas armas del
comandante estadounidense James Gavrilis y sus 70 hombres en abril de 2003.
Y ésta es la crónica de 14 días excepcionales que devolvieron
la paz y el orden a la ciudad iraquí de Ar Rutbah. Una lección
que no aprendió la mayoría de las tropas de ocupación.
James
Gavrilis

Mientras nuestra larga columna de camiones marchaba por la autopista Business
Highway
10 en la madrugada del 9 de abril de 2003, me concentré en mi
instinto y el entrenamiento recibido, mantuve la mente abierta y me preparé para
lo que nos podía deparar el futuro. Después de tres semanas de
intensos tiroteos, los fedayines de Sadam se habían retirado. Lo último
que esperaba hacer una vez entráramos en Ar Rutbah, una ciudad suní de
unos 25.000 habitantes en la provincia de Al Anbar, al oeste de Irak, cerca
de Jordania y Siria, era comenzar la reconstrucción que sucede a la
guerra. No había hecho planes ni preparativos para gobernar ni tenía
instrucciones sobre cómo hacerlo.

Con sólo seis equipos de 12 hombres cada uno y un área desértica
de las dimensiones de Nueva Jersey, veíamos la ciudad como una gran
complicación en nuestra misión de impedir que se lanzaran misiles
balísticos desde Irak occidental. Una ciudad del tamaño de Ar
Rutbah podría tragarse sin dificultad a toda mi compañía.
Además, en un conflicto en el que había una gran necesidad de
fuerzas de operaciones especiales, teníamos que llegar a Bagdad lo antes
posible. Por supuesto, a los fedayines no les interesaba nuestro itinerario.
Durante semanas se habían atrincherado en la ciudad, utilizando civiles
como escudos humanos. Aunque en todas las ocasiones abrumábamos al enemigo,
se hizo claro que había que desalojar de la ciudad a los combatientes
del régimen. Así, en ese día, a principios de abril, mientras
el mundo veía derrumbarse la estatua de Sadam en Bagdad, nosotros comenzamos
nuestra pequeña revolución particular.

Bastante tiempo antes de entrar, habíamos establecido canales de comunicación
con la gente que estaba dentro. Cada vez que nos encontrábamos con civiles
durante las patrullas (o bien utilizando altavoces) anunciábamos: "Estamos
en guerra con Sadam, no con vosotros". Éramos amigables y respetuosos.
Estábamos transmitiendo un mensaje claro: nos importaba la gente de
Ar Rutbah más que a los fedayines. Habíamos hecho todo lo posible
por limitar el daño a la infraestructura civil y a la propiedad privada.
No bombardeamos colegios ni mezquitas, incluso pese a que se estaban utilizando
como bases militares. Curábamos a los enemigos heridos y repartíamos
comida. Todo esto se demostraría vital para ganarnos la confianza de
la gente.

Cuando entramos, el tráfico se detuvo. Los iraquíes se concentraron
en torno a la arteria principal y las calles adyacentes. La mayoría
se limitaba a observar, con cierta aprensión. Algunos se alegraron de
que hubiéramos llegado y nos estrecharon las manos. Comprobamos todas
las posiciones enemigas de las que teníamos conocimiento y finalmente
localizamos la comisaría. Sería la ubicación ideal para
nuestro cuartel general. Seguidamente convocamos a los administradores civiles,
al jefe de policía y a los líderes tribales. Dos horas después,
una docena de iraquíes, el suboficial de la compañía y
yo nos reunimos y comenzamos a diseñar la administración civil
de la ciudad.

Seguridad en los caminos: las Fuerzas Especiales del Ejército de EE UU vigilan la carretera de Bagdad, en las cercanías de Ramadi, en abril de 2003.
Seguridad en los caminos: las
Fuerzas Especiales del Ejército de EE UU vigilan la carretera
de Bagdad, en las cercanías de Ramadi, en abril de 2003.

PRIMERO, SU SEGURIDAD
La seguridad me parecía la prioridad; para mí, ésta no
se podía separar de la tarea de gobierno. En aquella reunión
dejé muy claro que las tropas de EE UU tenían el monopolio de
la fuerza. A cualquier civil con un arma de fuego se le consideraría
una amenaza. Levantamos puestos de vigilancia en las principales carreteras
de las afueras para proteger la ciudad de elementos del régimen y delincuentes.
Tan pronto como fuera posible integraríamos en ellos a la policía
local. Eso nos haría ganar la confianza y la cooperación de los
habitantes; además, ellos sabían quién era de la localidad
y quién pasaba por allí con justificación.

Cuanto antes involucrara y diera poder a los iraquíes, mejor. Pedí al
grupo que eligiera a uno de ellos como provisional, y, para la oración
del mediodía de la primera jornada, ya habían designado a un
abogado de una tribu dominante que había tenido una disputa con el régimen.
La policía era imprescindible para restaurar la seguridad local, proteger
la ciudad de los extraños y para nuestra retirada. Aunque yo sólo
tenía unos cuantos dólares, gastamos 700 en pagar a los agentes,
con un mes de antelación. El de mayor rango que regresó al servicio
fue un teniente. Era muy listo y receptivo a nuestras instrucciones, la gente
seguía sus órdenes y le nombré jefe provisional. A finales
de la primera semana armamos a la policía, primero con pistolas y luego
con AK-47. En breve, más de treinta volvieron a vestir el uniforme.

Evidentemente, se necesita algo más para acabar con años de
opresión. Todos aquellos que iban a participar en el Gobierno provisional
tuvieron que firmar un compromiso de renuncia a la fidelidad, afiliación
y favoritismo del Partido Baaz. Ello incluía el juramento de lealtad
a un Irak libre, a la protección de los derechos de sus ciudadanos y
a servir a los habitantes de Ar Rutbah. El suboficial de nuestra compañía
redactó el compromiso, yo lo revisé, él lo tradujo y el
alcalde provisional lo aprobó. Si había otras personas que querían
participar en el nuevo Irak, podían firmar el documento y seguir adelante.
A medida que se corrió la voz, casi cada día se sumaba alguien
más.

No perseguimos a nadie por lo que hubiera hecho durante el combate. Sí hubo
que interrogar a baazistas de alto nivel, pero sólo se detuvo a aquellos
identificados como criminales de guerra. Le pedimos a la gente que nos dijera
dónde estaban los rifles y la munición, pero no preguntamos quién
nos había estado disparando la semana anterior. Al establecer rápidamente
una alternativa efectiva e iraquí al régimen, la resistencia
se hizo irrelevante.

Trabajamos con y a través
de los iraquíes. Les tratamos no como vencidos, sino como aliados.
Nuestro éxito se convirtió en su éxito

RESTAURAR LOS SERVICIOS BÁSICOS
Después de la oración del mediodía, la primera jornada,
el consejo informal de la ciudad se reunió de nuevo para trabajar en
la siguiente prioridad: las obras públicas. Les pregunté al alcalde provisional y al consejo cuáles eran las necesidades más acuciantes.
Coincidieron en que la electricidad era lo más importante, seguida del
agua, el combustible y el mercado. Trabajamos las 24 horas y, en tan sólo
un par de días, devolvimos a Ar Rutbah el 60% del fluido eléctrico.
Recuerdo que una vez me despertaron a las cuatro de la madrugada las oraciones
matinales desde los minaretes. Era una señal alentadora: volvía
la electricidad, se recuperaba la normalidad y ya podríamos usar los
alminares para realizar anuncios públicos. Nos esforzamos por mostrar
respeto por la cultura local utilizando los medios de comunicación habituales:
muecines, murales y el boca a boca.

La mayor parte del único hospital de la ciudad había sido destruida
en la batalla, de modo que ofrecí convertir el cuartel general del Partido
Baaz en una clínica. Al alcalde y a los médicos les encantó la
idea. Limpiar y preparar los colegios para los niños era una tarea prioritaria,
pero no podíamos empezar inmediatamente. Puesto que tenía escasas
tropas y aún menos dólares, el alcalde y yo decidimos celebrar
un día de voluntariado en la ciudad. Profesores y ciudadanos unieron
fuerzas y limpiaron las escuelas. Un buen día, al final de una larga
semana, los minaretes anunciaron que se reanudarían las clases.

La economía estaba en peor estado aún que las aulas. Una vez
se restableció el fluido eléctrico, un par de comerciantes pidieron
permiso para utilizar sus móviles para ponerse en contacto con sus socios
en Jordania e importar comida y otras mercancías. Apoyamos la iniciativa
con entusiasmo. Al día siguiente, por primera vez en meses, en el mercado
había fruta, verdura fresca, pescado y carne, y reinaba el bullicio
de nuevo. Después surgieron algunas preguntas. ¿Adoptarían
el dólar? ¿Cuál es el tipo de cambio? ¿Y el precio
de la gasolina? Tuve que tomar algunas decisiones deprisa. El dinar iraquí seguiría
siendo la moneda de la ciudad al tipo de cambio previo a la guerra. Compré una
bolsa llena de dinero y pagué a la policía para demostrar que
yo tenía confianza en su moneda. Permití al alcalde abrir gasolineras
para que la gente pudiera adquirir combustible y para generar ingresos. Antes
de la guerra éstas eran propiedad del Estado, y lo dejé así.
Fijé el precio del carburante en los niveles previos al conflicto y
castigué a los estafadores. Convencí al director del banco para
que lo volviera a poner en marcha. Luego reabrí las cuentas del Gobierno
de la ciudad para que el alcalde iraquí tuviera control sobre los libros
y pudiera pagar a los empleados.

Buscando armas: un soldado de EE UU cachea a un iraquí en un puesto de control en Ramadi, en 2003.
Buscando armas: un
soldado de EE UU cachea a un iraquí en un puesto de control en
Ramadi, en 2003.

TÉ Y CIGARRILLOS
Mis medidas iniciales fueron muy autoritarias: eliminaron la anarquía
y permitieron a los iraquíes preocuparse por la democracia en lugar
de por la supervivencia. Lo que ellos necesitaban era una autoridad provisional
que les permitiera ponerse de nuevo en pie. Mientras el alcalde y yo proporcionábamos
estabilidad, el papel del consejo de la ciudad era supervisar a su representante
y ofrecer información, no forzosamente diseñar políticas.
Las leyes y valores de su sociedad y cultura estaban bien. Lo único
necesario era hacerlas cumplir. El consejo de la ciudad era un organismo importante
para el diálogo, el debate y la legitimidad. Pero al limitar inicialmente
su poder para tomar decisiones, nos aseguramos de que no podría paralizar
nuestros avances.

En uno de los plenos del Ayuntamiento, algunos de sus miembros me preguntaron
acerca de las elecciones. Dijeron que los jeques e imames tribales no representaban
sus intereses, y que querían tener voz en el Gobierno. Les expliqué que
no podían votar de forma inmediata, porque no teníamos observadores
electorales ni urnas. Aún así, insistieron. Se celebraron dos
votaciones rudimentarias en la gran mezquita para reconfirmar al alcalde provisional.

Como alternativa al régimen de Sadam, la forma concreta de democracia
no era tan importante como el concepto de una política que velara por
los derechos individuales. Eso era lo que los iraquíes habían
echado verdaderamente en falta en la dictadura. Al ser efectivos en el suministro
de servicios, al ofrecer respuestas a preocupaciones individuales y mejorar
sus vidas, los iraquíes gravitaron hacia nosotros y hacia los cambios
que introdujimos. No obstante, no tuvimos que cambiar demasiadas cosas. Ar
Rutbah ya tenía una estructura secular que funcionaba.

Bajo el antiguo régimen, los imames y los jeques tribales en Ar Rutbah
habían definido sus papeles en relación con los dictados de Sadam
y el Partido Baaz. Para ganarme su confianza, les incluí en el proceso
político. Me reuní con ellos de forma regular y entraron a formar
parte del consejo, mientras les entregábamos raciones humanitarias para
que las distribuyeran. Ellos sabían quiénes las necesitaban más.

Pero la forma más efectiva para comunicarnos eran, con diferencia,
las mezquitas. Los anuncios de servicios públicos se hacían a
través de sus altavoces. Un comunicado que emanara de los minaretes
significaba que contaba con la aprobación de las mismas y le daba legitimidad
a las medidas.

Pasé muchos días en el patio de la comisaría o en el
despacho del jefe de policía en reuniones con una interminable procesión
de jeques, policías, mercaderes y cualquiera que quisiera hablar conmigo.
Tomaba decisiones, dictaba sentencias, resolvía disputas, daba orientación
y asignaba recursos. Éramos muy cordiales y seguíamos sus costumbres
con té, cigarrillos y charlas informales. Pero, al final, tomaba una
decisión y actuábamos en consecuencia. A veces, delegué la
toma de decisiones en el alcalde, el consejo, y luego en las comisiones de área
hasta que la seguridad era la única cosa que seguía controlando.
Al noveno día, yo había dejado de ser el punto central del Gobierno.
Trasladé mi puesto de mando a nuestro complejo de logística en
las afueras de la ciudad. Hasta el último día mantuve una política
de puertas abiertas.

Al final, gasté tan sólo unos 3.000 dólares, incluidos
los salarios de la policía, el alcalde, el coronel y unos cuantos soldados
y representantes públicos. Pagamos la grúa y los camiones para
transportar los generadores a la ciudad para el fluido eléctrico, y
el combustible para poner en marcha los generadores. El avance real fue el
Gobierno eficiente y decente, y el entorno que establecimos. Sin mucho dinero
que invertir, hicimos valoraciones y establecimos prioridades, y hablamos con
los iraquíes, intercambiando ideas y visiones sobre el futuro.

EL RELEVO
Teníamos la intención de abandonar nuestro trabajo y, cuando
las condiciones lo propiciaron, comenzamos a dar pasos para retirarnos. Estábamos
preparándonos para marchar hacia el Este: las divisiones acorazadas
iraquíes aún no habían capitulado. Así, en plena
noche del 23 de abril, conduje hasta las afueras de la ciudad en un todoterreno
blanco que me prestó el alcalde provisional. Dejando algunos equipos
en la retaguardia durante otras dos semanas, dejé Ar Rutbah.

En tan sólo 14 días hicimos unos progresos notables. Pero el
desarrollo civil lleva mucho más tiempo. ¿Por qué tuvimos éxito
tan rápidamente donde tantos otros no lo han tenido? En primer lugar,
vivimos modestamente y no ocupamos ninguna residencia privada ni edificios
del régimen. No nos limitamos a ciertas funciones o tareas, nos ajustamos
a la realidad del terreno, poniendo fin al pillaje, suministrando fluido eléctrico
y realizando otras labores de rehabilitación de un país. Cuando
la reconstrucción se convirtió en nuestra misión, actuamos
sin vacilar.

Puesto que trabajamos con y a través de los iraquíes en todas
las empresas, ellos tenían una sensación de propiedad hacia la
nueva Ar Rutbah, y nuestro éxito se convirtió en su éxito.
Nos comportamos como invitados en su casa. Les tratamos no como vencidos, sino
como aliados.

Al final, no obstante, nos marchamos. Aunque los iraquíes continuaron
el trabajo que nosotros empezamos, las fuerzas de la coalición que siguieron
no lo hicieron. La distancia entre los habitantes locales y las tropas aumentó.
Los iraquíes se quedaron indefensos y vulnerables al soborno de los
leales al régimen y a la intimidación de los combatientes extranjeros.
Las fuerzas de seguridad iraquíes locales nunca se desarrollaron hasta
el punto de ser más fuertes que las bandas de insurgentes. Sin ayuda,
los ciudadanos no podían contener a los yihadistas que atravesaban la
ciudad, utilizándola como estación de repostaje.

Durante el breve periodo en el que fui alcalde de Ar Rutbah supe que nosotros éramos
los verdaderos revolucionarios allí. El cambio tenía que venir
desde arriba hacia abajo. Puesto que no recibimos ningunas instrucciones sobre
tareas de gobierno o reconstrucción, tuve que improvisar todo sobre
la marcha, basándome en la situación sobre el terreno y en lo
que recordaba de mi entrenamiento en las Fuerzas Especiales y de unas cuantas
clases de ciencia política. Entré en la ciudad con tan sólo
un objetivo estratégico en la mente: establecer un Irak libre, democrático
y pacífico, sin armas de destrucción masiva. Y eso es lo que
traté de lograr en mi microcosmos particular de la guerra.

 

¿Algo más?
Linda Robinson detalla la lucha por Ar Rutbah
y su reconstrucción, así como otras misiones de los boinas
verdes
en Irak, Afganistán y otros lugares, en Masters
of Chaos: The Secret History of the Special Forces
(Public
Affairs, Nueva York, 2004). El libro de Rob Schultheis Waging
Peace: A Special Operations Team’s Battle to Rebuild Iraq
(Gotham,
Nueva York, 2005) relata otras iniciativas en pro de la Administración
civil por parte de las Fuerzas de Operaciones Especiales en el
Irak de posguerra.

La guerra de Irak es la primera en la historia en que los blogs de
los soldados estadounidenses ofrecieron información en
tiempo real y en primera persona de las dificultades diarias
de los militares para tomar el país. A Soldier’s
Thoughts (www.misoldierthoughts.blogspot.com),
Blackfive (www.blackfive.net),
y Medicine Soldier (www.medicinesoldier.blogspot.com)
se encuentran entre los más populares. La cobertura de
FP EDICIÓN ESPAÑOLA
sobre la reconstrucción incluye ‘Estrategias
de salida’ (junio/julio 2005) y ‘Mujeres, las excluidas
de Irak’ (agosto/septiembre, 2004), de Swanee Hunt y Cristina
Posa.

 

 

Sentido común, respeto y eficacia. Ésas fueron
las verdaderas armas del
comandante estadounidense James Gavrilis y sus 70 hombres en abril de 2003.
Y ésta es la crónica de 14 días excepcionales que devolvieron
la paz y el orden a la ciudad iraquí de Ar Rutbah. Una lección
que no aprendió la mayoría de las tropas de ocupación.
James
Gavrilis

Mientras nuestra larga columna de camiones marchaba por la autopista Business
Highway
10 en la madrugada del 9 de abril de 2003, me concentré en mi
instinto y el entrenamiento recibido, mantuve la mente abierta y me preparé para
lo que nos podía deparar el futuro. Después de tres semanas de
intensos tiroteos, los fedayines de Sadam se habían retirado. Lo último
que esperaba hacer una vez entráramos en Ar Rutbah, una ciudad suní de
unos 25.000 habitantes en la provincia de Al Anbar, al oeste de Irak, cerca
de Jordania y Siria, era comenzar la reconstrucción que sucede a la
guerra. No había hecho planes ni preparativos para gobernar ni tenía
instrucciones sobre cómo hacerlo.

Con sólo seis equipos de 12 hombres cada uno y un área desértica
de las dimensiones de Nueva Jersey, veíamos la ciudad como una gran
complicación en nuestra misión de impedir que se lanzaran misiles
balísticos desde Irak occidental. Una ciudad del tamaño de Ar
Rutbah podría tragarse sin dificultad a toda mi compañía.
Además, en un conflicto en el que había una gran necesidad de
fuerzas de operaciones especiales, teníamos que llegar a Bagdad lo antes
posible. Por supuesto, a los fedayines no les interesaba nuestro itinerario.
Durante semanas se habían atrincherado en la ciudad, utilizando civiles
como escudos humanos. Aunque en todas las ocasiones abrumábamos al enemigo,
se hizo claro que había que desalojar de la ciudad a los combatientes
del régimen. Así, en ese día, a principios de abril, mientras
el mundo veía derrumbarse la estatua de Sadam en Bagdad, nosotros comenzamos
nuestra pequeña revolución particular.

Bastante tiempo antes de entrar, habíamos establecido canales de comunicación
con la gente que estaba dentro. Cada vez que nos encontrábamos con civiles
durante las patrullas (o bien utilizando altavoces) anunciábamos: "Estamos
en guerra con Sadam, no con vosotros". Éramos amigables y respetuosos.
Estábamos transmitiendo un mensaje claro: nos importaba la gente de
Ar Rutbah más que a los fedayines. Habíamos hecho todo lo posible
por limitar el daño a la infraestructura civil y a la propiedad privada.
No bombardeamos colegios ni mezquitas, incluso pese a que se estaban utilizando
como bases militares. Curábamos a los enemigos heridos y repartíamos
comida. Todo esto se demostraría vital para ganarnos la confianza de
la gente.

Cuando entramos, el tráfico se detuvo. Los iraquíes se concentraron
en torno a la arteria principal y las calles adyacentes. La mayoría
se limitaba a observar, con cierta aprensión. Algunos se alegraron de
que hubiéramos llegado y nos estrecharon las manos. Comprobamos todas
las posiciones enemigas de las que teníamos conocimiento y finalmente
localizamos la comisaría. Sería la ubicación ideal para
nuestro cuartel general. Seguidamente convocamos a los administradores civiles,
al jefe de policía y a los líderes tribales. Dos horas después,
una docena de iraquíes, el suboficial de la compañía y
yo nos reunimos y comenzamos a diseñar la administración civil
de la ciudad.

Seguridad en los caminos: las Fuerzas Especiales del Ejército de EE UU vigilan la carretera de Bagdad, en las cercanías de Ramadi, en abril de 2003.
Seguridad en los caminos: las
Fuerzas Especiales del Ejército de EE UU vigilan la carretera
de Bagdad, en las cercanías de Ramadi, en abril de 2003.

PRIMERO, SU SEGURIDAD
La seguridad me parecía la prioridad; para mí, ésta no
se podía separar de la tarea de gobierno. En aquella reunión
dejé muy claro que las tropas de EE UU tenían el monopolio de
la fuerza. A cualquier civil con un arma de fuego se le consideraría
una amenaza. Levantamos puestos de vigilancia en las principales carreteras
de las afueras para proteger la ciudad de elementos del régimen y delincuentes.
Tan pronto como fuera posible integraríamos en ellos a la policía
local. Eso nos haría ganar la confianza y la cooperación de los
habitantes; además, ellos sabían quién era de la localidad
y quién pasaba por allí con justificación.

Cuanto antes involucrara y diera poder a los iraquíes, mejor. Pedí al
grupo que eligiera a uno de ellos como provisional, y, para la oración
del mediodía de la primera jornada, ya habían designado a un
abogado de una tribu dominante que había tenido una disputa con el régimen.
La policía era imprescindible para restaurar la seguridad local, proteger
la ciudad de los extraños y para nuestra retirada. Aunque yo sólo
tenía unos cuantos dólares, gastamos 700 en pagar a los agentes,
con un mes de antelación. El de mayor rango que regresó al servicio
fue un teniente. Era muy listo y receptivo a nuestras instrucciones, la gente
seguía sus órdenes y le nombré jefe provisional. A finales
de la primera semana armamos a la policía, primero con pistolas y luego
con AK-47. En breve, más de treinta volvieron a vestir el uniforme.

Evidentemente, se necesita algo más para acabar con años de
opresión. Todos aquellos que iban a participar en el Gobierno provisional
tuvieron que firmar un compromiso de renuncia a la fidelidad, afiliación
y favoritismo del Partido Baaz. Ello incluía el juramento de lealtad
a un Irak libre, a la protección de los derechos de sus ciudadanos y
a servir a los habitantes de Ar Rutbah. El suboficial de nuestra compañía
redactó el compromiso, yo lo revisé, él lo tradujo y el
alcalde provisional lo aprobó. Si había otras personas que querían
participar en el nuevo Irak, podían firmar el documento y seguir adelante.
A medida que se corrió la voz, casi cada día se sumaba alguien
más.

No perseguimos a nadie por lo que hubiera hecho durante el combate. Sí hubo
que interrogar a baazistas de alto nivel, pero sólo se detuvo a aquellos
identificados como criminales de guerra. Le pedimos a la gente que nos dijera
dónde estaban los rifles y la munición, pero no preguntamos quién
nos había estado disparando la semana anterior. Al establecer rápidamente
una alternativa efectiva e iraquí al régimen, la resistencia
se hizo irrelevante.

Trabajamos con y a través
de los iraquíes. Les tratamos no como vencidos, sino como aliados.
Nuestro éxito se convirtió en su éxito

RESTAURAR LOS SERVICIOS BÁSICOS
Después de la oración del mediodía, la primera jornada,
el consejo informal de la ciudad se reunió de nuevo para trabajar en
la siguiente prioridad: las obras públicas. Les pregunté al alcalde provisional y al consejo cuáles eran las necesidades más acuciantes.
Coincidieron en que la electricidad era lo más importante, seguida del
agua, el combustible y el mercado. Trabajamos las 24 horas y, en tan sólo
un par de días, devolvimos a Ar Rutbah el 60% del fluido eléctrico.
Recuerdo que una vez me despertaron a las cuatro de la madrugada las oraciones
matinales desde los minaretes. Era una señal alentadora: volvía
la electricidad, se recuperaba la normalidad y ya podríamos usar los
alminares para realizar anuncios públicos. Nos esforzamos por mostrar
respeto por la cultura local utilizando los medios de comunicación habituales:
muecines, murales y el boca a boca.

La mayor parte del único hospital de la ciudad había sido destruida
en la batalla, de modo que ofrecí convertir el cuartel general del Partido
Baaz en una clínica. Al alcalde y a los médicos les encantó la
idea. Limpiar y preparar los colegios para los niños era una tarea prioritaria,
pero no podíamos empezar inmediatamente. Puesto que tenía escasas
tropas y aún menos dólares, el alcalde y yo decidimos celebrar
un día de voluntariado en la ciudad. Profesores y ciudadanos unieron
fuerzas y limpiaron las escuelas. Un buen día, al final de una larga
semana, los minaretes anunciaron que se reanudarían las clases.

La economía estaba en peor estado aún que las aulas. Una vez
se restableció el fluido eléctrico, un par de comerciantes pidieron
permiso para utilizar sus móviles para ponerse en contacto con sus socios
en Jordania e importar comida y otras mercancías. Apoyamos la iniciativa
con entusiasmo. Al día siguiente, por primera vez en meses, en el mercado
había fruta, verdura fresca, pescado y carne, y reinaba el bullicio
de nuevo. Después surgieron algunas preguntas. ¿Adoptarían
el dólar? ¿Cuál es el tipo de cambio? ¿Y el precio
de la gasolina? Tuve que tomar algunas decisiones deprisa. El dinar iraquí seguiría
siendo la moneda de la ciudad al tipo de cambio previo a la guerra. Compré una
bolsa llena de dinero y pagué a la policía para demostrar que
yo tenía confianza en su moneda. Permití al alcalde abrir gasolineras
para que la gente pudiera adquirir combustible y para generar ingresos. Antes
de la guerra éstas eran propiedad del Estado, y lo dejé así.
Fijé el precio del carburante en los niveles previos al conflicto y
castigué a los estafadores. Convencí al director del banco para
que lo volviera a poner en marcha. Luego reabrí las cuentas del Gobierno
de la ciudad para que el alcalde iraquí tuviera control sobre los libros
y pudiera pagar a los empleados.

Buscando armas: un soldado de EE UU cachea a un iraquí en un puesto de control en Ramadi, en 2003.
Buscando armas: un
soldado de EE UU cachea a un iraquí en un puesto de control en
Ramadi, en 2003.

TÉ Y CIGARRILLOS
Mis medidas iniciales fueron muy autoritarias: eliminaron la anarquía
y permitieron a los iraquíes preocuparse por la democracia en lugar
de por la supervivencia. Lo que ellos necesitaban era una autoridad provisional
que les permitiera ponerse de nuevo en pie. Mientras el alcalde y yo proporcionábamos
estabilidad, el papel del consejo de la ciudad era supervisar a su representante
y ofrecer información, no forzosamente diseñar políticas.
Las leyes y valores de su sociedad y cultura estaban bien. Lo único
necesario era hacerlas cumplir. El consejo de la ciudad era un organismo importante
para el diálogo, el debate y la legitimidad. Pero al limitar inicialmente
su poder para tomar decisiones, nos aseguramos de que no podría paralizar
nuestros avances.

En uno de los plenos del Ayuntamiento, algunos de sus miembros me preguntaron
acerca de las elecciones. Dijeron que los jeques e imames tribales no representaban
sus intereses, y que querían tener voz en el Gobierno. Les expliqué que
no podían votar de forma inmediata, porque no teníamos observadores
electorales ni urnas. Aún así, insistieron. Se celebraron dos
votaciones rudimentarias en la gran mezquita para reconfirmar al alcalde provisional.

Como alternativa al régimen de Sadam, la forma concreta de democracia
no era tan importante como el concepto de una política que velara por
los derechos individuales. Eso era lo que los iraquíes habían
echado verdaderamente en falta en la dictadura. Al ser efectivos en el suministro
de servicios, al ofrecer respuestas a preocupaciones individuales y mejorar
sus vidas, los iraquíes gravitaron hacia nosotros y hacia los cambios
que introdujimos. No obstante, no tuvimos que cambiar demasiadas cosas. Ar
Rutbah ya tenía una estructura secular que funcionaba.

Bajo el antiguo régimen, los imames y los jeques tribales en Ar Rutbah
habían definido sus papeles en relación con los dictados de Sadam
y el Partido Baaz. Para ganarme su confianza, les incluí en el proceso
político. Me reuní con ellos de forma regular y entraron a formar
parte del consejo, mientras les entregábamos raciones humanitarias para
que las distribuyeran. Ellos sabían quiénes las necesitaban más.

Pero la forma más efectiva para comunicarnos eran, con diferencia,
las mezquitas. Los anuncios de servicios públicos se hacían a
través de sus altavoces. Un comunicado que emanara de los minaretes
significaba que contaba con la aprobación de las mismas y le daba legitimidad
a las medidas.

Pasé muchos días en el patio de la comisaría o en el
despacho del jefe de policía en reuniones con una interminable procesión
de jeques, policías, mercaderes y cualquiera que quisiera hablar conmigo.
Tomaba decisiones, dictaba sentencias, resolvía disputas, daba orientación
y asignaba recursos. Éramos muy cordiales y seguíamos sus costumbres
con té, cigarrillos y charlas informales. Pero, al final, tomaba una
decisión y actuábamos en consecuencia. A veces, delegué la
toma de decisiones en el alcalde, el consejo, y luego en las comisiones de área
hasta que la seguridad era la única cosa que seguía controlando.
Al noveno día, yo había dejado de ser el punto central del Gobierno.
Trasladé mi puesto de mando a nuestro complejo de logística en
las afueras de la ciudad. Hasta el último día mantuve una política
de puertas abiertas.

Al final, gasté tan sólo unos 3.000 dólares, incluidos
los salarios de la policía, el alcalde, el coronel y unos cuantos soldados
y representantes públicos. Pagamos la grúa y los camiones para
transportar los generadores a la ciudad para el fluido eléctrico, y
el combustible para poner en marcha los generadores. El avance real fue el
Gobierno eficiente y decente, y el entorno que establecimos. Sin mucho dinero
que invertir, hicimos valoraciones y establecimos prioridades, y hablamos con
los iraquíes, intercambiando ideas y visiones sobre el futuro.

EL RELEVO
Teníamos la intención de abandonar nuestro trabajo y, cuando
las condiciones lo propiciaron, comenzamos a dar pasos para retirarnos. Estábamos
preparándonos para marchar hacia el Este: las divisiones acorazadas
iraquíes aún no habían capitulado. Así, en plena
noche del 23 de abril, conduje hasta las afueras de la ciudad en un todoterreno
blanco que me prestó el alcalde provisional. Dejando algunos equipos
en la retaguardia durante otras dos semanas, dejé Ar Rutbah.

En tan sólo 14 días hicimos unos progresos notables. Pero el
desarrollo civil lleva mucho más tiempo. ¿Por qué tuvimos éxito
tan rápidamente donde tantos otros no lo han tenido? En primer lugar,
vivimos modestamente y no ocupamos ninguna residencia privada ni edificios
del régimen. No nos limitamos a ciertas funciones o tareas, nos ajustamos
a la realidad del terreno, poniendo fin al pillaje, suministrando fluido eléctrico
y realizando otras labores de rehabilitación de un país. Cuando
la reconstrucción se convirtió en nuestra misión, actuamos
sin vacilar.

Puesto que trabajamos con y a través de los iraquíes en todas
las empresas, ellos tenían una sensación de propiedad hacia la
nueva Ar Rutbah, y nuestro éxito se convirtió en su éxito.
Nos comportamos como invitados en su casa. Les tratamos no como vencidos, sino
como aliados.

Al final, no obstante, nos marchamos. Aunque los iraquíes continuaron
el trabajo que nosotros empezamos, las fuerzas de la coalición que siguieron
no lo hicieron. La distancia entre los habitantes locales y las tropas aumentó.
Los iraquíes se quedaron indefensos y vulnerables al soborno de los
leales al régimen y a la intimidación de los combatientes extranjeros.
Las fuerzas de seguridad iraquíes locales nunca se desarrollaron hasta
el punto de ser más fuertes que las bandas de insurgentes. Sin ayuda,
los ciudadanos no podían contener a los yihadistas que atravesaban la
ciudad, utilizándola como estación de repostaje.

Durante el breve periodo en el que fui alcalde de Ar Rutbah supe que nosotros éramos
los verdaderos revolucionarios allí. El cambio tenía que venir
desde arriba hacia abajo. Puesto que no recibimos ningunas instrucciones sobre
tareas de gobierno o reconstrucción, tuve que improvisar todo sobre
la marcha, basándome en la situación sobre el terreno y en lo
que recordaba de mi entrenamiento en las Fuerzas Especiales y de unas cuantas
clases de ciencia política. Entré en la ciudad con tan sólo
un objetivo estratégico en la mente: establecer un Irak libre, democrático
y pacífico, sin armas de destrucción masiva. Y eso es lo que
traté de lograr en mi microcosmos particular de la guerra.

 

¿Algo más?
Linda Robinson detalla la lucha por Ar Rutbah
y su reconstrucción, así como otras misiones de los boinas
verdes
en Irak, Afganistán y otros lugares, en Masters
of Chaos: The Secret History of the Special Forces
(Public
Affairs, Nueva York, 2004). El libro de Rob Schultheis Waging
Peace: A Special Operations Team’s Battle to Rebuild Iraq
(Gotham,
Nueva York, 2005) relata otras iniciativas en pro de la Administración
civil por parte de las Fuerzas de Operaciones Especiales en el
Irak de posguerra.

La guerra de Irak es la primera en la historia en que los blogs de
los soldados estadounidenses ofrecieron información en
tiempo real y en primera persona de las dificultades diarias
de los militares para tomar el país. A Soldier’s
Thoughts (www.misoldierthoughts.blogspot.com),
Blackfive (www.blackfive.net),
y Medicine Soldier (www.medicinesoldier.blogspot.com)
se encuentran entre los más populares. La cobertura de
FP EDICIÓN ESPAÑOLA
sobre la reconstrucción incluye ‘Estrategias
de salida’ (junio/julio 2005) y ‘Mujeres, las excluidas
de Irak’ (agosto/septiembre, 2004), de Swanee Hunt y Cristina
Posa.

 

 

El comandante James Gavrilis es oficial
de carrera de las Fuerzas Especiales del Ejército de EE UU y ha servido
en Irak durante dos periodos. Ahora se dedica a la planificación político-militar
en la división para Irak de la Dirección de Planificación
y Políticas Estratégicas en el Estado Mayor del Pentágono.
Este artículo refleja las opiniones del autor y no la postura o la política
del Departamento de Defensa.