Mercenarios de las guerras de Darfur y Chad y traficantes imponen su ley en la frontera entre Egipto, Libia y Sudán. El turismo que atrae la meseta de Gilf el Kebir -famosa desde el éxito de la película El paciente inglés– empieza a verse amenazado por el descontrol de la región, que padece conflictos tribales y un flujo constante de emigrantes.
 

 
 

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  ¿Negocio en alza? Los turistas quieren conocer Gilf el Kebir después del éxito de El paciente inglés.

Alí (nombre ficticio) tenía apenas 19 años cuando llegó a Libia, y poco más de 21 cuando el 30 de enero de 2009 dejó la vida, junto a 270 compañeros, en un golpe de mar. Cuentan quienes le conocieron que su segundo sueño era llegar a Italia en busca de una vida mejor. El primero era huir de un drama que comienza mucho más atrás, en los vastos desiertos al oeste del Nilo, donde hace más de 10.000 años vivieron dos de las sociedades de cazadores más avanzadas del periodo cuaternario y que ahora alberga una frontera descontrolada, inabarcable y en la práctica casi abandonada por los tres gobiernos que la comparten; un abrumador y cambiante paisaje de arena, macizos rocosos y gargantas imposibles, esculpido a golpe de capricho por el dios del viento del oeste Céfiro en el límite que separa Egipto, Sudán y Libia y en el que desde hace años imponen su ley y campan a su antojo bandas de mercenarios procedentes de las guerras en Darfur y Chad, bandidos ávidos de miserias, traficantes de todo pelaje y grupos de desarrapados inmigrantes que, como el propio Alí, se aventuran en el desierto con la vacua esperanza de que las mafias que actúan en Egipto y Libia les faciliten algún tipo de futuro en Europa, Israel o el golfo Pérsico. Muchos mueren sin ni siquiera alcanzar la meseta de Gilf el Kebir, donde arqueólogos de prestigio conjeturan que vivieron los primeros moradores de Egipto.

Hace cerca de 10.000 años, el actual desierto del Sahara era una frondosa brecha que cruzaba en horizontal el norte de África, desde las cuencas del lago Chad hasta la costa del océano Atlántico. Así parece desprenderse de las últimas investigaciones conducidas en Níger por Paul Sereno, paleontólogo experto en dinosaurios y geólogo adscrito al departamento de Biología y Anatomía de la Universidad de Chicago (EE UU). Sereno presentó en agosto de 2008 un sorprendente descubrimiento que ha encajado uno de los muchos puzzles de la Prehistoria. Tocado por la diosa fortuna cuando escarbaba restos de saurios, halló el que se considera el mayor cementerio prehistórico desempolvado hasta la fecha en el Sahara: un enterramiento con cerca de 200 esqueletos humanos de las sociedades de cazadores Kiffian y Tenerean, que poblaron una verde región denominada Gobero (en lengua Tuareg) en distintos periodos de tiempo, y que perecieron víctimas de bruscos cambios en el clima.

Algunos expertos han comenzado a sugerir que un proceso muy similar debió suceder en el rincón más oriental del llamado “Sahara verde”, que con toda probabilidad se estiraba hasta las estribaciones de Gilf el Kebir, llegando incluso a sus contornos. La orografía del lugar apunta a que en la zona hubo un enorme lago o mar. Los petroglifos representan escenas de caza, pesca y de hombres nadando, como en la famosa “cueva de los nadadores”, pintada en la ladera oeste de una meseta que se eleva 300 metros sobre el nivel del terreno y con una dimensión igual a Suiza. Sin embargo, la carencia de estudios rigurosos no ha permitido aún establecer paralelismos con Gobero y menos demostrar la teoría que sostienen algunos expertos y que niegan los arqueólogos egipcios– de que el cambio climático empujó a los habitantes de Gilf el Kabir hacia tierras más orientales, en una búsqueda desesperada de agua que finalmente hallaron en el valle del Nilo, donde se habrían asentado mucho antes de que se levantaran las pirámides.

Fueron estos trazos de historia, junto a algunas fábulas de ciudades perdidas y las ansias de aventura despertadas por la fiebre de los grandes descubridores del África subsahariano en el siglo XIX, los que llevaron a intrépidos curiosos a internarse en el gran desierto occidental de Egipto. Sin embargo, no sería hasta el periodo de entreguerras cuando las arenas del Gilf comenzaran a recuperar su aura de fábula romántica, gracias sobre todo al aventurero austro-húngaro Laszlo Almásy. El aviador partió en 1932 en coche hacia el corazón de la meseta en busca de una leyenda: Zerzura (el oasis de los pájaros), una ciudad perdida que, según la imaginería beduina, escondía una fantasiosa cornucopia. La apasionante vida de Almásy, que participó en la Segunda Guerra Mundial del lado nazi y fue condecorado por el militar alemán Edwin Rommel por su contribución en las campañas de África, inspiró la novela de Michael Ondaatje El paciente inglés, después convertida en película de éxito.

 
 

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  Tierra de nadie: La frontera entre Egipto, Sudán y Libia está descontrolada.

Más de medio siglo después, Gilf el Kebir es aún un misterio que atrae a geólogos, antropólogos y herederos del espíritu de Almásy. Desde los oasis vecinos de Siwa y Farafra, guiados por beduinos que combinan el arte innato de la orientación con la más moderna logística de Safari, parten hacia sus bellezas grupos de expertos, pero también de turistas audaces e incluso extravagantes viajeros. Un negocio en alza que en los últimos años se ve amenazado por los coletazos de las guerras en Darfur y la miseria que condena las regiones nororientales de Chad. En septiembre de 2008, un grupo de hombres armados secuestró camino de Uwainat a un grupo de 11 turistas extranjeros que fueron liberados una semana después en Tahat Shajara, 3.000 kilómetros al sur de Gilf el Kebir, ya en territorio chadiano, en una cruenta operación de comando. Los captores, bandidos tribales del sur, exigían un rescate de varios millones de dólares. “Es un incidente peligroso. Hasta la fecha se dedicaban solo al asalto. Nos robaban los coches, los equipos y la gasolina pero tenían el suficiente corazón para dejarnos un vehículo lleno de combustible, agua y algo de comida para regresar. Es el primer incidente de este calibre en la zona, pero en realidad no nos sorprende”, explica Mahmud Abdel Wahab, el guía que dirigió mi última expedición a la zona. “Es culpa de la guerra, pero también de las mafias dedicadas al tráfico de personas. Ahora es habitual encontrar esqueletos de hombres muertos en el intento de cruzar a los oasis septentrionales en busca de otras vidas. Pero a nadie parece importarle”, detalla. Mohamad Gaber, sargento del Ejército egipcio que suele acompañar a los viajeros, calla, aunque su gesto le delata. El Cairo exige decenas de permisos y obliga a que toda expedición incluya un oficial. Sin embargo, niega que la frontera esté descontrolada.

Cierto es que la tragedia arranca cientos de kilómetros más al sur, en la sangrienta línea que separa Chad y Sudán. Según la prestigiosa organización de análisis político International Crisis Group, la frontera este de Chad ha devenido en un marasmo que podría llegar a desestabilizar toda la región y producir una crisis humanitaria de grandes dimensiones. Una más de las guerras olvidadas de África en la que los conflictos tribales se han visto amplificados por los intereses políticos de ambos países y la injerencia regional. La zona más oriental de Chad se mantuvo relativamente en calma hasta 2003. Aunque tanto el anterior presidente como el actual, Idriss Déby, han utilizado las vendettas tribales en su propio beneficio, no fue hasta que el conflicto de Darfur contaminó la zona cuando la población civil, como Alí, comenzó a padecer.

“Los desplazamientos internos a gran escala y el influjo de los refugiados sudaneses han cambiado el equilibrio demográfico en el este de Chad y han intensificado la lucha por los recursos”, denuncia International Crisis Group. “Tanto el Gobierno chadiano como los grupos rebeldes han armado a sus partidarios, lo que ha llevado a la aparición de sanguinarias bandas y a cruentos conflictos tribales que en muchas ocasiones enfrentan a agricultores con pastores”, agrega.

En 2004, el presidente de Chad adoptó una estrategia que empujó a muchos civiles a emprender el tortuso camino del desierto en busca de una vida y un olvido en el norte. Denunció que la gran alianza formada por los grupos rebeldes chadianos (el Frente Unido para el Cambio) escondía en realidad un acuerdo con los grupos de jinetes árabes Janjaweed, armados y financiados por Jartúm tanto para acabar con la oposición en Darfur como para diezmar a la población Zaghawa, extendida a ambos lados de la frontera. La denuncia, con cierta base de verdad -organizaciones internacionales sostienen que el Gobierno del reclamado por la Justicia internacional Omar Hasan al Bachir, presidente de Sudán, apoya a los rebeldes chadianos- agravó el conflicto y disparó el flujo de emigrantes en busca de un destino incierto a través de las áridas tierras de Gilf el Kebir, más allá de la templanza que inspira la majestad del Nilo; el lugar donde se prolonga la más bella -y cruel- de las nadas.