Si los terroristas hicieran estallar bombas nucleares en varias ciudades simultáneamente, entre las víctimas estaría el principio de la soberanía nacional.

Al Qaeda derribó las Torres Gemelas, pero no logró hacer temblar los cimientos del sistema internacional. Pero imaginen las consecuencias de tres bombas nucleares -una en Washington, otra en Nueva Delhi y otra en Berlín- en seis meses, seguidas de otra en Los Ángeles nueve meses después. Habría al menos varios cientos de miles de muertos, posiblemente millones. Grandes zonas de cuatro importantes ciudades serían inhabitables durante meses, quizá más. Pero las vidas
y las formas de vida no serían lo único que se perdería en este escenario de pesadilla. ¿Qué sería del sistema internacional el día después de que la amenaza del megaterrorismo se hiciera realidad?

Por mucho que se hable de un mundo alterado por poderosas redes terroristas y guerras preventivas, las ideas de soberanía que rijen desde hace siglos las relaciones entre países aún limitan la forma de pensar acerca de política internacional. Pero pronto las reglas y comportamientos podrían sufrir un cambio radical. El alcance y letalidad de los atentados futuros determinará si se ha llegado a un punto de inflexión en la historia, análogo al paso del mundo medieval al moderno. Las repercusiones políticas de esas catástrofes serían dramáticas para todas las sociedades liberales modernas, no sólo para los países atacados. EE UU, Francia, Gran Bretaña, Japón e Italia no se convertirían en Estados policiales, pero sus ciudadanos no sólo consentirían que se recortaran algunas libertades: lo exigirían. En el plano internacional, las reglas convencionales de soberanía se abandonarían de la noche a la mañana. Las grandes potencias impondrían nuevos principios. El resultado sería un entorno estable y seguro, pero no tan atractivo como el sistema actual.

Para empezar, los ataques preventivos contra objetivos específicos serían bien aceptados: no se esperaría que nadie pidiera permiso al país escogido. Por ejemplo, la misión del avión estadounidense no tripulado Predator, que abatió a seis terroristas en Yemen en 2002, podría realizarse sin el consentimiento de ese Gobierno. Ataques así serán más frecuentes y se emprenderán incluso contra países que no suponen una amenaza inminente. La invasión de Irak por EE UU ya no sería una aberración. Se aceptaría el principio de la guerra preventiva a gran escala, y las grandes potencias dejarían de someterse a las deliberaciones de Naciones Unidas. Como mucho, intentarían aumentar la legitimidad de sus acciones y tranquilizar a otros países buscando el respaldo de instituciones más afines (una entidad consolidada como el G-8, organizaciones regionales como la OTAN o la Unión Europea, o una coalición ad hoc).

La igualdad de soberanía ("un país, un voto") se acabaría. Las grandes potencias prescindirían de los países con escasos recursos y poderes para obtener legitimidad. La independencia de un país no daría acceso automático a las organizaciones internacionales, incluyendo las instituciones financieras. Ser miembro de la ONU dependería de la capacidad de cada país de controlar con eficacia su integridad territorial o, al menos, las actividades que puedan suponer una amenaza para los demás. Y Naciones Unidas se vería desplazada por nuevas organizaciones, con condiciones de ingreso más duras, a la hora de tomar decisiones en las que ahora es clave, como autorizar el uso de la fuerza o juzgar el comportamiento de los gobiernos en materia de derechos humanos. Una podría ser, fortalecida, la Comunidad de Democracias, creada en 2000 por ministros de Exteriores de más de cien países. Las grandes potencias podrían retirar su reconocimiento diplomático a ciertos Estados fallidos o a punto de serlo.

Los Estados poderosos amenazados por el terrorismo ejercerían individualmente actividades policiales en zonas desgobernadas, sin pedir permiso. Podrían arrestar a los sospechosos de terrorismo y trasladarlos a zonas bajo su jurisdicción sin reconocer la legitimidad de un proceso de extradición. En algunas circunstancias las grandes potencias ocuparían zonas que podrían servir de refugio a terroristas, desplegando tropas en regiones fuera del control del Ejecutivo soberano. En última instancia, resucitarían de forma explícita los protectorados. Los países en desarrollo rechazarían estas iniciativas y la legitimidad habría de buscarse fuera de la ONU. Los protectorados podrían crearse por acuerdo entre un número limitado de Estados poderosos. El país objetivo sería declarado una amenaza para la paz y la seguridad internacionales, y sus estructuras internas, incapaces para el gobierno responsable. Un consorcio de grandes potencias asumiría la autoridad.

El derecho de un Estado a controlar sus recursos (principalmente el petróleo) en su territorio también desaparecería. Adiós a los tiempos en que el mundo industrializado proporcionaba a Arabia Saudí y a otros productores de petróleo miles de millones de dólares (que se han empleado en parte para apoyar actividades que fomentan y financian el terrorismo). Las exigencias económicas y la aceptación generalizada de las normas convencionales han disuadido a muchos países de desafiar la soberanía de los Estados petroleros; eso no sucedería en un mundo transformado por ataques megaterroristas. Se paralizarían las actividades que han financiado acciones terroristas o minado la estabilidad de algunos países y se someterían al control de una agencia internacional. Los ingresos de las exportaciones se emplearían para financiar el desarrollo económico en el mundo subdesarrollado.

Aunque con frecuencia se han roto las reglas convencionales de soberanía, sobre todo la no intervención, no parece haber surgido un principio de ordenación mejor en los últimos siglos, pero estamos empezando a ver aumentar la tensión entre el creciente número de Estados incapaces de administrar sus problemas y los poderosos, que tienen los medios y la capacidad para arreglar la situación. No hay todavía una demanda importante de cambio de reglas porque no se aprecian con claridad otras nuevas que protejan los intereses de seguridad de los poderosos. El día después de un ataque megaterrorista, sin embargo, las potencias no tolerararán la disparidad entre reglas y capacidades.

Si los terroristas hicieran estallar bombas nucleares en varias ciudades simultáneamente, entre las víctimas estaría el principio de la soberanía nacional. Stephen Krasner

Al Qaeda derribó las Torres Gemelas, pero no logró hacer temblar los cimientos del sistema internacional. Pero imaginen las consecuencias de tres bombas nucleares -una en Washington, otra en Nueva Delhi y otra en Berlín- en seis meses, seguidas de otra en Los Ángeles nueve meses después. Habría al menos varios cientos de miles de muertos, posiblemente millones. Grandes zonas de cuatro importantes ciudades serían inhabitables durante meses, quizá más. Pero las vidas
y las formas de vida no serían lo único que se perdería en este escenario de pesadilla. ¿Qué sería del sistema internacional el día después de que la amenaza del megaterrorismo se hiciera realidad?

Por mucho que se hable de un mundo alterado por poderosas redes terroristas y guerras preventivas, las ideas de soberanía que rijen desde hace siglos las relaciones entre países aún limitan la forma de pensar acerca de política internacional. Pero pronto las reglas y comportamientos podrían sufrir un cambio radical. El alcance y letalidad de los atentados futuros determinará si se ha llegado a un punto de inflexión en la historia, análogo al paso del mundo medieval al moderno. Las repercusiones políticas de esas catástrofes serían dramáticas para todas las sociedades liberales modernas, no sólo para los países atacados. EE UU, Francia, Gran Bretaña, Japón e Italia no se convertirían en Estados policiales, pero sus ciudadanos no sólo consentirían que se recortaran algunas libertades: lo exigirían. En el plano internacional, las reglas convencionales de soberanía se abandonarían de la noche a la mañana. Las grandes potencias impondrían nuevos principios. El resultado sería un entorno estable y seguro, pero no tan atractivo como el sistema actual.

Para empezar, los ataques preventivos contra objetivos específicos serían bien aceptados: no se esperaría que nadie pidiera permiso al país escogido. Por ejemplo, la misión del avión estadounidense no tripulado Predator, que abatió a seis terroristas en Yemen en 2002, podría realizarse sin el consentimiento de ese Gobierno. Ataques así serán más frecuentes y se emprenderán incluso contra países que no suponen una amenaza inminente. La invasión de Irak por EE UU ya no sería una aberración. Se aceptaría el principio de la guerra preventiva a gran escala, y las grandes potencias dejarían de someterse a las deliberaciones de Naciones Unidas. Como mucho, intentarían aumentar la legitimidad de sus acciones y tranquilizar a otros países buscando el respaldo de instituciones más afines (una entidad consolidada como el G-8, organizaciones regionales como la OTAN o la Unión Europea, o una coalición ad hoc).

La igualdad de soberanía ("un país, un voto") se acabaría. Las grandes potencias prescindirían de los países con escasos recursos y poderes para obtener legitimidad. La independencia de un país no daría acceso automático a las organizaciones internacionales, incluyendo las instituciones financieras. Ser miembro de la ONU dependería de la capacidad de cada país de controlar con eficacia su integridad territorial o, al menos, las actividades que puedan suponer una amenaza para los demás. Y Naciones Unidas se vería desplazada por nuevas organizaciones, con condiciones de ingreso más duras, a la hora de tomar decisiones en las que ahora es clave, como autorizar el uso de la fuerza o juzgar el comportamiento de los gobiernos en materia de derechos humanos. Una podría ser, fortalecida, la Comunidad de Democracias, creada en 2000 por ministros de Exteriores de más de cien países. Las grandes potencias podrían retirar su reconocimiento diplomático a ciertos Estados fallidos o a punto de serlo.

Los Estados poderosos amenazados por el terrorismo ejercerían individualmente actividades policiales en zonas desgobernadas, sin pedir permiso. Podrían arrestar a los sospechosos de terrorismo y trasladarlos a zonas bajo su jurisdicción sin reconocer la legitimidad de un proceso de extradición. En algunas circunstancias las grandes potencias ocuparían zonas que podrían servir de refugio a terroristas, desplegando tropas en regiones fuera del control del Ejecutivo soberano. En última instancia, resucitarían de forma explícita los protectorados. Los países en desarrollo rechazarían estas iniciativas y la legitimidad habría de buscarse fuera de la ONU. Los protectorados podrían crearse por acuerdo entre un número limitado de Estados poderosos. El país objetivo sería declarado una amenaza para la paz y la seguridad internacionales, y sus estructuras internas, incapaces para el gobierno responsable. Un consorcio de grandes potencias asumiría la autoridad.

El derecho de un Estado a controlar sus recursos (principalmente el petróleo) en su territorio también desaparecería. Adiós a los tiempos en que el mundo industrializado proporcionaba a Arabia Saudí y a otros productores de petróleo miles de millones de dólares (que se han empleado en parte para apoyar actividades que fomentan y financian el terrorismo). Las exigencias económicas y la aceptación generalizada de las normas convencionales han disuadido a muchos países de desafiar la soberanía de los Estados petroleros; eso no sucedería en un mundo transformado por ataques megaterroristas. Se paralizarían las actividades que han financiado acciones terroristas o minado la estabilidad de algunos países y se someterían al control de una agencia internacional. Los ingresos de las exportaciones se emplearían para financiar el desarrollo económico en el mundo subdesarrollado.

Aunque con frecuencia se han roto las reglas convencionales de soberanía, sobre todo la no intervención, no parece haber surgido un principio de ordenación mejor en los últimos siglos, pero estamos empezando a ver aumentar la tensión entre el creciente número de Estados incapaces de administrar sus problemas y los poderosos, que tienen los medios y la capacidad para arreglar la situación. No hay todavía una demanda importante de cambio de reglas porque no se aprecian con claridad otras nuevas que protejan los intereses de seguridad de los poderosos. El día después de un ataque megaterrorista, sin embargo, las potencias no tolerararán la disparidad entre reglas y capacidades.

Stephen Krasner es director del Centro para la Democracia, el Desarrollo y el Estado de Derecho y catedrático de Relaciones Internacionales en la Universidad de Stanford (EE UU).