Aunque los partidarios más destacados del euroescepticismo cambien, la política tal vez no lo haga.

 

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El ex presidente checo Vaclav Klaus (izquierda) y el actual presidente Milos Zeman (derecha) depositan una corona en la tumba de Tomas Garrigue Masaryk, primer presidente de la antigua Checoslovaquia.

 

Durante años, el rostro más reconocible del euroescepticismo en la República Checa fue el del ex presidente Václav Klaus. No solo hizo la vida imposible a los burócratas de la UE al aplazar casi hasta el infinito la firma del Tratado de Lisboa, sino que además logró crear una ideología antieuropea en su país que, sobre todo en época de crisis, ha tenido gran resonancia. Para muchos, su famoso discurso de 2009 ante el Parlamento Europeo sigue siendo un verdadero manifiesto.

Pero la era de Klaus ya pasó. En marzo abandonó la presidencia. Su sucesor es Miloš Zeman, que defiende abiertamente la idea del federalismo de la Unión y la de continuar con la ampliación, hasta el punto de que, a largo plazo, le gustaría incluso que se permitiera a Rusia la entrada en la UE. Además, el vencedor de las últimas elecciones parlamentarias, el Partido Socialdemócrata Checo (ČSSD), asegura que tiene una actitud mucho más pragmática respecto a la Unión Europea que los conservadores que gobernaban antes. Como consecuencia, da la impresión de que en Bruselas deben de estar preparándose para abrir el champán.

Ahora bien, la paradoja checa es que, aunque hayan cambiado los partidarios más visibles del euroescepticismo, la política quizá sea la misma. En primer lugar, porque ni siquiera un gobierno de izquierda y proeuropeo puede ignorar el sentimiento popular, y no es difícil ver que la sociedad checa está desencantada con la UE. Según una encuesta de 2012, el grado de confianza de los checos en las instituciones europeas es el más bajo desde 1994. En los dos últimos años ha caído del 53% al 37%.

Parece, pues, que la retórica antieuropea de Klaus ha dado fruto. Pero esa no es la razón principal para la falta de confianza. Lo que permite que el euroescepticismo se sostenga en el país es que los checos se consideran una nación creada “en oposición a las traidoras potencias”. Ese sentido de independencia y desconfianza frente a los grandes poderes se ha visto justificado muy a menudo en la turbulenta historia de Chequia. La lección más importante que han aprendido del pasado es que los Estados pequeños deben proteger su soberanía a toda costa.

Estos dos factores pueden ser especialmente importantes para Zeman, que fue elegido en la primera elección directa de la historia checa y no quiere olvidar los sentimientos de la población. Además, en comparación con el hiperactivo Klaus, Zeman ha mostrado un mayor desprecio hacia la política exterior. En realidad, su supuesto “eurofederalismo” y sus recientes comentarios sobre la posible incorporación de Ucrania al Grupo regional de Visegrado y sobre el posible traslado de la Embajada checa en Israel a Jerusalén no deben tomarse como pruebas de que es un visionario, sino más bien como muestras de indiferencia, de la falta de interés del presidente por los asuntos internacionales.

En resumen, no es difícil imaginar a Zeman practicando una realpolitik clásica: en lugar de estrechar la cooperación con la UE en estos tiempos de crisis, es posible que adopte una agenda más nacionalista. Y es capaz de hacerlo. En las elecciones presidenciales de 2013, sorprendió a la gente con su dura campaña antialemana y demostró que no le importa perjudicar la imagen checa en el extranjero si con ello refuerza su propia posición dentro del país. Cuanto más europeo sea el Gobierno, más euroescéptico se volverá el presidente, solo para distinguirse de sus ministros y construirse una imagen de “voz del pueblo”.

Por supuesto, en teoría, la responsabilidad de la política exterior es del Ejecutivo, y los líderes del ČSSD tienen una postura bastante positiva sobre la integración de la UE. Pero si los socialistas forman el futuro gobierno con los comunistas o el populista ANO 2011, ni siquiera la retórica proeuropea servirá de ayuda. La UE puede acabar negando a los checos un sitio en la mesa por considerarlos demasiado impredecibles y poco colaboradores.

Por si fuera poco, la economía sigue estando en apuros. Aunque, en comparación con el resto de la Unión, la deuda pública (43,9% del PIB en 2012) y el desempleo (7,6% en septiembre de 2013) de la República Checa son relativamente bajos, estos indicadores macroeconómicos han sufrido un empeoramiento gradual. Además, la economía del país, muy vinculada a la alemana y muy dependiente de la industria del automóvil, está estancada desde 2010. El crecimiento del segundo trimestre de este año fue de solo un 0,6% respecto al trimestre anterior. La responsabilidad tanto de la desaceleración económica como de las medidas terapéuticas radicales puestas en marcha por el gobierno anterior se atribuye a la inestabilidad de la economía de la UE.

Ese es otro motivo por el que resulta inimaginable la incorporación a la eurozona. Los checos se han acostumbrado a la estabilidad de la corona, que les ha acompañado desde el periodo de entreguerras, durante la ocupación alemana, el comunismo y la disolución de Checoslovaquia, y no quieren ni pensar en introducir el euro. En una encuesta de ámbito nacional realizada en 2013, el 75% dijo “no” a la moneda común. Es significativo que, entre los empresarios checos, los partidarios del euro sean sobre todo los que trabajan para filiales de empresas alemanas. Los dueños de empresas nacionales son mucho menos entusiastas.

El fin de la era de Klaus ofrece la promesa de una nueva actitud en la política exterior checa, sobre todo respecto a la UE. Pero en el escenario político checo no hay nadie dispuesto a emprender la enorme tarea de restablecer la confianza en Europa. Todos están interesados en mantener el euroescepticismo por motivos internos y por sus objetivos tácticos a corto plazo, de modo que no ven sentido en cambiar la agenda exterior del país.

Más vale que en Bruselas no descorchen todavía el champán.

 

 

 

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