10 de abril de 2022, Sajonia-Anhalt, Leuna: Unas barreras se alzan frente a una puerta de las instalaciones de TotalEnergies Raffinerie Mitteldeutschland GmbH en Leuna. A partir de finales de 2022, la refinería de Total en Leuna dejará de comprar crudo ruso. Foto: Waltraud Grubitzsch/dpa-Zentralbild/dpa (Foto de Waltraud Grubitzsch/picture alliance vía Getty Images)

La transición energética está siendo más lenta de lo previsto y, probablemente, la dependencia del crudo y el gas se prolongará durante otra generación.

A Pipeline Runs Through It

Keith Fisher

Allen Lane, 2022

El auge del crudo ha determinado el mundo moderno, y la Primera Guerra Mundial aceleró enormemente la llegada de la era del petróleo. “Cuando la Fuerza Expedicionaria Británica fue a Francia en agosto de 1914, tenía, además de 60.000 caballos, aproximadamente 1.000 vehículos motorizados, en su mayoría requisados a civiles. Al acabar la guerra en el frente occidental, en noviembre de 2018, los británicos, los franceses y los estadounidenses tenían alrededor de 120.000, 70.000 y 45.000 vehículos de transporte, respectivamente, además de 6.000 vehículos blindados y carros de combate. En cambio, Alemania no tenía más que 40.000 camiones y 45 tanques”.

Cuando Winston Churchill fue nombrado Primer Lord del Almirantazgo, en 1911, su primera llamada fue al recién retirado Primer Lord, el almirante Sir John Fisher, que había sido pionero en todo, desde la guerra de submarinos hasta su convicción de que la armada necesitaba pasar del carbón a los hidrocarburos. El primer acorazado movido exclusivamente por crudo se puso en marcha en octubre de 1913; en 1918, los buques de petróleo de la Royal Navy, cada vez más numerosos, “devoraban el 90% de las importaciones de combustible de Gran Bretaña, de forma que el consumo mensual de fueloil del Almirantazgo pasó de 59.000 toneladas a finales de 1914 a 309.000 toneladas en 1918”. Las importaciones británicas de productos derivados del oro negro se duplicaron durante este periodo.

La enorme subida de los precios del petróleo y el gas tras el ataque de Rusia a Ucrania y las terribles consecuencias económicas y sociales que está teniendo en Europa y el resto del mundo nos recuerdan que, pese a los intentos de pasar de los hidrocarburos a fuentes de energía más limpias, estamos todavía en la era del petróleo. El libro A Pipeline Runs Through It ofrece un lúcido análisis de la historia global de la exploración y la explotación de crudo, desde el nacimiento del sector, a finales de la década de 1850 en el este de Estados Unidos, hasta la Primera Guerra Mundial. Los seres humanos siempre han utilizado el petróleo: los neandertales lo usaban como adhesivo, en el Arca de Noé sirvió de agente impermeabilizante y durante las Cruzadas se utilizó como arma. Pero fue su extracción de la tierra en grandes cantidades lo que transformó la luz, la calefacción y la energía. Su historia siempre fue, desde las primeras perforaciones petrolíferas en Ohio, una historia de violencia imperialista, privación de derechos políticos y destrucción del medio ambiente. No se suele mencionar “la erradicación casi total de los nativos americanos de Nueva York, Pensilvania y Ohio como requisito previo para que surgiera la primera región petrolera industrializada de Estados Unidos”. La invasión británica de la Alta Birmania en 1885 fue quizá la primera guerra disputada, al menos en parte, por el acceso al petróleo; el crecimiento de la compañía Royal Dutch Shell se hizo a costa del sometimiento y el genocidio de los habitantes de las Indias Orientales Holandesas; y la explotación del petróleo en Oriente Medio fue una consecuencia natural de la intervención política y militar británica en la región". Después de Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia se establecieron en Oriente Medio y África.

El libro de Keith Fisher es tan apasionante como un thriller. Cuenta una historia de tierras robadas y de un medio ambiente degradado como nunca antes; de proezas técnicas y regiones como el Cáucaso ruso que, de repente, se ven arrastradas a la historia moderna gracias al descubrimiento del petróleo. Es el relato de una codicia sin límites y de la manipulación de la prensa. Es un libro que ofrece posibles argumentos para más de una película. La historia es a la vez estimulante y deprimente, pero pone al alcance de un público más amplio muchos datos que o se han enterrado deliberadamente o han quedado convenientemente olvidados. Fisher no se recrea en los paralelismos entre lo que ocurrió hace más de un siglo y lo que sucede hoy, pero la rivalidad de las grandes compañías petroleras, como Standard Oil y Shell, y el hecho de que el crudo (y el gas) ruso llegue o no llegue a Europa son cuestiones que habría entendido muy bien un predecesor de Vladímir Putin, el zar Nicolás II. El autor muestra a través de sus páginas hasta qué punto la geología y la física dictan la política y las relaciones, y seguirán haciéndolo mientras el petróleo y el gas sigan siendo elementos cruciales de la economía global.

El principal obstáculo que tenía que superar Gran Bretaña en 1914 era asegurar las fuentes de suministro. Era el mayor productor mundial de carbón, pero su producción de petróleo era casi inexistente. De ahí que los medios diplomáticos, comerciales y militares del país se pusieran al servicio de la campaña para asegurarse fuentes fiables de oro negro. En especial, esa situación empujó al gobierno británico a hacerse con una participación de control en Anglo-Persian Oil, que había sido fundada por el empresario inglés William d’Arcy. Pocas semanas antes del inicio de la guerra, los diputados británicos aprobaron por abrumadora mayoría la adquisición de la compañía, sin tener en cuenta los temores expresados en Westminster de que esa decisión equivalía a una forma artera de socialismo que, además, crearía nuevos compromisos de seguridad para Gran Bretaña en Oriente Medio.

El libro no es equiparable a The Prize, de Daniel Yergin, pero es fruto de una brillante investigación y explica con claridad las posiciones de los principales actores de la época: el empresario armenio Calouste Gulbenkian, John D Rockefeller —fundador de Standard Oil— y Marcus Samuel, de Shell. Los políticos actuales que se quejan de que no hay suficiente competencia entre las grandes empresas deberían leer esta obra, igual que los que piensan que vivir en una zona rica en petróleo es una maldición. La sed de oro negro ha costado millones de vidas desde finales del siglo XIX: recordemos a los habitantes de Aceh, hoy perteneciente a Indonesia, que tuvieron entre 75.000 y 100.000 muertos en una guerra que duró tres décadas, hasta 1904, y que estuvo motivada en parte por el deseo holandés de controlar las ricas reservas de petróleo de la región. Cuarenta años después de que el Parlamento británico votara en 1914, el gobierno de Churchill apoyó el golpe que derrocó al primer ministro electo de Irán, Mohamed Mossadegh. Todavía hoy vivimos las consecuencias de ese golpe.

La transición energética está siendo un proceso mucho más lento de lo que muchos preveían, por lo que da la impresión de que la era del petróleo y el gas se va a prolongar durante otra generación. A medida que disminuye nuestra dependencia de los combustibles fósiles, aumenta nuestra dependencia de ciertas tierras raras. El autor también describe la repercusión que ha tenido el petróleo en la política mexicana y venezolana, una situación que no permite precisamente ser optimistas. El 23 de marzo de 1914, el principal periódico conservador de Reino Unido, The Daily Telegraph, publicó un artículo que decía:“Hay razones para creer que nos acercamos a un periodo que se conocerá como la era del petróleo”. Como eufemismo, no está mal. Más de un siglo después, no hemos cerrado esa era ni la vamos a cerrar pronto.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.