La gente está optando en todo el mundo por tener menos niños, o ninguno. Los gobiernos están desesperados por frenar el proceso, pero su influencia termina en la puerta de la alcoba. ¿Están algunas sociedades destinadas a extinguirse? No. Lo más probable es que los conservadores hereden la Tierra. Nos guste o no, una creciente proporción de la generación venidera nacerá en el seno de familias que creen que "papá sabe lo que nos conviene". 

Si pudiéramos vivir sin una esposa, ciudadanos de Roma, todos nosotros prescindiríamos de ese incordio", afirmó en el año 131 a. C. el general, estadista y censor romano Quinto Cecilio Metelo, El Macedonio. Sin embargo, añadía, la caída del índice de natalidad exigía que los hombres cumplieran con su obligación de reproducirse, con independencia de lo irritantes que pudieran resultar las mujeres. "Dado que la naturaleza ha dispuesto que no podamos vivir cómodamente con ellas ni vivir de ninguna manera sin ellas, debemos velar por nuestra preservación en lugar de por nuestro placer personal", sentenció.

Con una población que se ha multiplicado por más de seis en los últimos 200 años, la mente moderna da por sentado que los hombres y las mujeres siempre engendrarán suficientes vástagos como para aumentar la especie, por lo menos hasta que se desencadene una plaga o se declare una hambruna. Es ésta una suposición que no sólo se ajusta a nuestra dilatada experiencia de una población mundial que crece cada vez más, sino que también se ve avalada por pensadores tan influyentes como Thomas Malthus y sus numerosos acólitos contemporáneos.

Pese a todo, durante más de una generación, las sociedades bien nutridas, sanas y pacíficas de todo el mundo han traído al mundo tan pocos hijos que no han podido evitar que la población disminuya. Esto es así a pesar de los espectaculares avances en cuanto a la mortalidad infantil, gracias a los cuales hoy día se necesitan muchos menos niños (sólo unos 2,1 por mujer en las sociedades modernas) para evitar la pérdida de población. Los índices de natalidad están disminuyendo muy por debajo de los niveles de sustitución en China, Japón, Singapur, Corea del Sur, Canadá, el Caribe, Europa, Rusia e incluso algunas partes de Oriente Medio.

Temerosos de un futuro en que los ancianos superen a los jóvenes, muchos gobiernos están haciendo lo posible para animar a la gente a tener hijos. Singapur está patrocinando eventos para facilitar los "contactos rápidos" entre hombres y mujeres, con la esperanza de que los ocupadísimos profesionales se conozcan para casarse y procrear. Francia ofrece generosos incentivos fiscales a aquellos que deseen fundar una familia. En Suecia, el Estado financia el cuidado diario de los niños para disminuir la tensión entre el trabajo y la vida familiar. Sin embargo, aunque esas políticas tan explícitas para fomentar la natalidad pueden animar a las personas a ser padres a una edad más temprana, existen pocas pruebas de que consigan que la gente tenga más hijos de los que había pensado. Cuando las condiciones culturales y económicas no estimulan la paternidad, ni siquiera un dictador puede obligar a nadie a optar por ella y multiplicarse.

La caída de la fertilidad es una tendencia recurrente de la civilización humana. ¿Por qué, entonces, no se ha extinguido la especie hace mucho tiempo? La respuesta es muy sencilla: por el patriarcado.

El patriarcado no significa simplemente que los hombres manden. De hecho, es un sistema de valores particular que no sólo exige que los hombres se casen, sino que lo hagan con una mujer de buena condición. Compite con muchas otras visiones masculinas de la buena vida, y sólo por esa razón tiende a producirse por ciclos. Sin embargo, antes de que degenere, es un régimen cultural que sirve para mantener unos índices de natalidad elevados entre la clase acomodada, y, al mismo tiempo, para maximizar la inversión de los padres en sus hijos. Ninguna civilización avanzada ha aprendido todavía a perdurar sin él. A través de un proceso de evolución cultural, las sociedades que adoptaron este sistema –que implica mucho más que la simple dominación masculina– ampliaron su población y, por ende, su poder, mientras que aquellas que no lo adoptaron fueron invadidas o absorbidas. Este ciclo en la historia de la humanidad puede ser abominable para los progresistas, pero está llamado a resurgir.

El ‘Baby boom’ conservador

La histórica relación entre patriarcado, población y poder tiene profundas repercusiones para el momento actual. Como EE UU está constatando hoy en Irak, la población sigue siendo poder. Las bombas inteligentes, los misiles guiados por láser y los aviones no tripulados pueden extender hasta el infinito el violento alcance de una potencia hegemónica. Pero, en última instancia, suele ser el número de soldados sobre el terreno lo que da un giro a la historia. Incluso con una tasa de fertilidad cercana al nivel de sustitución, EE UU carece de la cantidad de personas necesarias para seguir desempeñando un papel hegemónico en el mundo, igual que el Reino Unido a principios del siglo XX. En el caso de países como China, Alemania, Italia, Japón y España, donde las familias con un solo hijo son la norma, la calidad del capital humano puede ser elevada, pero se ha convertido en algo demasiado escaso como para ponerlo en peligro.

La caída de la natalidad también es responsable de muchos problemas financieros y económicos que copan titulares. La financiación a largo plazo de la sanidad, de la Seguridad Social y los planes de pensiones privados tienen poco que ver con que las personas vivan más. El aumento de la esperanza de vida a edades avanzadas ha sido, en realidad, muy modesto. El descenso de la proporción de personas en edad productiva frente a jubilados se debe, sobre todo, a los trabajadores que nunca nacieron. Dado que los gobiernos suben los impuestos a una reducida población activa para hacer frente a la creciente carga que supone mantener a los ancianos, las parejas pueden concluir que están incluso en peores condiciones que sus padres para permitirse tener hijos, desencadenando un nuevo ciclo de envejecimiento y descenso de población.

La reducción de los índices de natalidad también cambia el temperamento nacional. En EE UU, por ejemplo, el porcentaje de mujeres nacidas a finales de los años 30 que no tuvieron descendencia se acercó al 10%. Sin embargo, de las que nacieron a finales de los 50, casi el 20% está finalizando su vida reproductiva sin haberla tenido. El enorme segmento sin hijos de la sociedad contemporánea, cuyos miembros proceden, en una gran parte, de los movimientos feministas y contraculturales de los 60 y los 70, no dejará ningún legado genético. Tampoco tendrá comparación su influencia emocional o psicológica en la próxima generación con la de sus padres.

Las familias con un solo hijo están más expuestas a la extinción. Un hijo único sustituye a uno de sus progenitores, pero no a los dos. Y esos hogares tampoco contribuyen mucho a la población futura. El 17,4% de las mujeres del baby boom sólo tuvieron un hijo. Sus descendientes constituyen sólo el 7,8% de los niños nacidos en la siguiente generación. Mientras, casi una cuarta parte de este grupo desciende de las mujeres que tuvieron cuatro o más hijos (el 11% del total). Estas circunstancias están conduciendo al surgimiento de una nueva sociedad cuyos miembros descenderán, en su gran mayoría, de padres que rechazaron las tendencias sociales que hicieron norma la ausencia de hijos y las familias pequeñas. Entre estos valores se encuentran la adhesión a una religión tradicional y patriarcal, y una pronunciada identificación con la nación o el pueblo.

Esta dinámica contribuye a explicar, por ejemplo, el acercamiento gradual de los estadounidenses a los fundamentalismos religiosos. Entre los Estados que votaron a Bush en 2004, las tasas de natalidad son un 12% más elevadas que en los que votaron a Kerry. Esto también puede contribuir a explicar la creciente resistencia popular al baluarte del liberalismo secular que es la UE. Resulta que los europeos con más posibilidades de definirse como "ciudadanos del mundo" son también aquellos con menos posibilidades de tener hijos.

¿Significa esto que las sociedades progresistas, pero de lenta reproducción, se enfrentan a la extinción? Probablemente no, pero sólo porque están ante una espectacular transformación de sus culturas por motivos demográficos. Como ha ocurrido muchas veces antes en la historia, se trata de un cambio que se produce cuando los elementos seculares y libertarios de la sociedad no consiguen reproducirse, y cuando las personas que observan unos valores más tradicionales y patriarcales heredan la sociedad por defecto.

Remontándonos como mínimo a la Grecia clásica, muchos miembros sofisticados de la sociedad acabaron convenciéndose de que invertir en los hijos no traía ninguna ventaja. Por el contrario, éstos llegaron a considerarse como un oneroso impedimento para la realización personal. Pero, aunque estas actitudes motivaron la desaparición de muchas familias, no condujeron a la extinción de toda la sociedad: mediante un proceso de evolución cultural, resurgió un conjunto de valores y normas que pueden definirse, en líneas generales, como patriarcado.

 

Geopolítica de la
frustración sexual

En Asia hay demasiados varones que no encuentran esposa. Como sustituto, pueden abrazar el nacionalismo extremista. Es un peligroso desequilibrio para una región ya crispada. Martin Walker

Hace 20 años se extendió la utilización del ecógrafo en Asia. El invento de Albert Macovski, un investigador de la Universidad de Stanford (EE UU), ofrecía rápidamente a las mujeres embarazadas un medio barato y siempre disponible de determinar el sexo de sus fetos. Los resultados están madurando ya en Bangladesh, China, India y Taiwan. Al optar por dar a luz varones y no dejar nacer a las niñas, millones de padres asiáticos han catapultado a la región a un extraordinario experimento sobre los efectos sociales del desequilibrio de género.

Ya en 1990, el Nobel de Economía indio Amartya Sen fue uno de los primeros en llamar la atención sobre el fenómeno de la "pérdida" de unos cien millones de mujeres en el continente. Casi en todos los demás lugares, las chicas superan en número a los varones: en Europa son un 7% más, y en Norteamérica, un 3,4%. Ahora la preocupación se centra en los hombres, para quienes estas niñas perdidas podrían haber servido de compañeras al alcanzar la edad que Shakespeare describió como aquella que se va en robar, pelear y "preñar mozas".

Hoy día, hay demasiada escasez de "mozas". Gracias, en buena medida, a la introducción del ecógrafo, la habitual preferencia de la naturaleza por los varones (unos 105, frente a 100 chicas) ha llegado a unos 120 nacimientos de chicos por cada 100 de niñas en China. El desequilibrio es mayor en la isla de Hainan, un lugar turístico cada vez más próspero, con 136 varones frente a 100 chicas, y en la provincia de Hubei (135 contra 100). Se pueden encontrar patrones similares en Taiwan (119 frente a 100), en Singapur (118-100), en Corea del Norte (112-100) y en partes de India (120-100 niñas).

China, India y otras naciones han prohibido la utilización de técnicas de diagnóstico prenatal para elegir el sexo del feto. Pero los sobornos y la ingenuidad humana han facilitado las cosas a los futuros padres para eludir la ley; un técnico de ultrasonidos convenientemente recompensado no tiene más que sonreír o fruncir el ceño a la futura madre.

Muchos de los varones que hay de más serán pobres y desarraigados, un lumpenproletariado sin los consuelos de una pareja y una familia. La prostitución, el turismo sexual y la homosexualidad pueden aliviar sus necesidades más imperiosas, pero las sociedades asiáticas están siendo testigo de soluciones mucho más dramáticas. Hoy día, las jóvenes corren el riesgo de ser raptadas y obligadas no sólo a ejercer la prostitución, sino a contraer matrimonio por la fuerza. Según las estadísticas policiales chinas, sólo entre 1900 y 1991 se registraron 65.236 arrestos por tráfico de mujeres. Es muy difícil obtener cifras actualizadas, pero el problema sigue siendo grave. En septiembre de 2002, un granjero de Guangxi fue ejecutado por raptar y vender a más de cien chicas por un precio de entre 90 y 275 euros cada una. La masiva frustración sexual está, por tanto, añadiendo un ingrediente a un cóctel de problemas cada vez más volátil, que incluye el crecimiento económico emergente, la urbanización, el consumo de drogas y la degradación medioambiental.

Comprender el efecto de la sobrecarga de testosterona puede ser de vital importancia en China. Urgidas por las advertencias de los expertos, las autoridades ya están buscando soluciones. En 2004, el presidente Hu Jintao pidió a 250 experimentados demógrafos del país que estudiaran si debía revisarse la política de hijo único. Pekín se arriesga a tener 40 millones de solteros frustrados para 2020. El régimen, siempre nervioso por controlar la sociedad, teme que esos solteros puedan generar inestabilidad social y política.

Asiáticos desesperados: los abortos de embriones femeninos han dejado a los jóvenes sin pareja.
Asiáticos desesperados: los abortos de embriones femeninos han dejado a los jóvenes sin pareja.

Valerie Hudson, una especialista en Ciencia Política de la Brigham Young University (EE UU) y la investigadora más destacada del fenómeno de la superpoblación masculina en Asia, considera que existen pruebas históricas para estas preocupaciones. En el siglo XIX, la sequía, el hambre y las plagas de langosta en el norte de China provocaron una oleada de infanticidios femeninos. Según Hudson, la región alcanzó una proporción de 129 hombres por cada 100 mujeres. Muchachos jóvenes errantes se organizaron en bandas de malhechores, construyeron fortines y llegaron a gobernar sobre unos seis millones de personas en lo que se conoció como la rebelión Nien. No parece que se vaya a producir ninguna rebelión en nuestros días, pero los observadores de China ya están apreciando los signos de una creciente criminalidad. La respuesta del Estado a la delincuencia y a la agitación social podría convertirse en un factor definitorio del futuro político del gigante. La CIA pidió a Hudson que puntualizara su dramática teoría de que, "posiblemente, en 2020 a China le merecería la pena ser el escenario de una batalla muy sangrienta en que muchos de sus hombres jóvenes pudieran morir por alguna causa gloriosa". Otros expertos no son tan alarmistas. Los observadores militares señalan que el país asiático está pasando de tener un Ejército de reclutas a uno profesional menos numeroso. Y otros investigadores sostienen que su población está envejeciendo tan rápido que los ancianos podrían servir de contrapunto a la oleada de hombres jóvenes frustrados y hacer posible la formación de una nación más calmada y pacífica.

Sería tranquilizador dar por sentado que el crecimiento económico del Imperio del Centro resolverá el problema, al suprimir la prosperidad los incentivos económicos tradicionales para que los campesinos tengan hijos que puedan trabajar la tierra en lugar de tener hijas que exijan onerosas dotes. Pero, en realidad, el desequilibrio más marcado entre sexos se detecta en las regiones más prósperas, como Hainan. Y en India, aquellos que viven en barrios marginales y quienes se encuentran en una situación de pobreza extrema tienden a criar más niñas que las familias con una mejor situación.

Algunos expertos chinos realizan especulaciones, extraoficialmente, sobre el hecho de que puede existir una conexión entre la escasez de mujeres y la proliferación de la homosexualidad vivida libremente desde 2001, cuando ésta fue suprimida del listado oficial de trastornos mentales. Es posible idear todo tipo de escenarios: Bombai y Shanghai pronto podrían competir con San Francisco como capitales de la homosexualidad. Turbas de hombres jóvenes desarraigados, exigiendo uniformes, rifles y una oportunidad para liberar Taiwan podrían decidir una lucha de poder en Pekín entre viejos tecnócratas prudentes y jóvenes nacionalistas agresivos. Lo más probable es que las redes que trafican con mujeres transfieran su mercancía a Asia y creen una cultura de burdel lo suficientemente grande como para satisfacer a millones de hombres jóvenes sexualmente frustrados.

Martin Walker es periodista de la agencia United Press International e investigador del World Policy Institute de la New School University de Nueva York.

 

Población es poder
En casi todas las sociedades de cazadores-recolectores que sobrevivieron el tiempo suficiente como para ser estudiadas por los antropólogos, tales como los esquimales y los bosquimanos de Tasmania, se pueden encontrar costumbres que, de una u otra manera, no estimulaban el crecimiento de la población. En sus varias combinaciones, entre ellas han estado el matrimonio tardío, el infanticidio y el aborto. Algunas sociedades primitivas de cazadores-recolectores también podrían haber limitado el crecimiento poblacional concediendo a las mujeres una posición social destacada. Permitir por lo menos a cierto número de ellas asumir funciones como las de sacerdotisa, hechicera, oráculo, artista o guerrera podría haber puesto a su alcance alternativas significativas a la maternidad y, de ese modo, haber reducido la fertilidad general hasta dentro de unos límites sostenibles.

En ese punto, en lugar de morir de inanición, las sociedades con una elevada fertilidad crecieron en fortaleza y número, y comenzaron a suponer una amenaza para aquellas con una natalidad más baja. Las tribus que se reprodujeron con rapidez se transformaron en naciones e imperios y arrasaron cualquier reducto de sociedad de cazadores-recolectores de lenta reproducción. Era muy importante que los guerreros fueran fieros y valientes, y, aún más, que hubiera muchos.Durante los miles de años antes de que surgiera la agricultura, había pocas razones militares, o apenas ninguna, para promover la elevada natalidad. La guerra y las conquistas podían traer pocas ventajas. No había graneros que saquear ni ganado que robar ni utilización de la esclavitud excepto para cometer violaciones. Pero con la llegada de la revolución agrícola del Neolítico todo cambió. El cultivo de plantas y la domesticación de animales condujeron a un enorme aumento de las reservas alimentarias. El excedente hizo posible la aparición de las ciudades y permitió a más personas trabajar en proyectos como la construcción de las pirámides y el desarrollo de un lenguaje escrito. Pero el cambio más fatídico que trajo la revolución agrícola fue que convirtió a la población en un instrumento de poder. Dada la relativa abundancia de alimentos, cada vez más sociedades descubrieron que la mayor amenaza demográfica para su supervivencia ya no era la superpoblación, sino la despoblación.

Ésa fue la lección que el rey Pirro aprendió en el siglo III a. C., cuando marchó con sus tropas griegas sobre la península Itálica y trató de vencer a los romanos. En un primer momento, ganó una gran batalla en Asculum. Pero fue "una victoria pírrica" y el monarca no tuvo más remedio que concluir: "Otra victoria así sobre los romanos y estamos acabados". Por parte de éstos, que por aquel entonces estaban reproduciéndose mucho más rápido que los griegos, no cesaron de llegar refuerzos, "como si manaran de una fuente, continuamente fluyendo de la ciudad", cuenta el historiador Plutarco. Ante la irremediable superioridad numérica de los romanos, Pirro acabó perdiendo, y Grecia, tras caer en una larga era de declive demográfico, finalmente se convirtió en una colonia de Roma. Al igual que las sociedades modernas y bien nutridas de hoy, tanto la antigua Roma como la Grecia clásica terminaron dándose cuenta de que sus élites habían perdido interés por las, a menudo, monótonas tareas de la vida familiar. "En nuestro tiempo, toda Grecia se vio azotada por la escasez de niños y por una disminución general de la población", se lamentaba el historiador griego Polibio hacia el año 140 a. C., justo cuando Grecia se rendía ante la dominación romana. "Ese mal fue creciendo sobre nosotros rápidamente y sin llamar la atención cuando nuestros hombres se dejaron pervertir por la pasión de la ostentación y el dinero, y los placeres de una vida disoluta". Pero, como con las civilizaciones de todo el mundo, el patriarcado, durante el tiempo que pudo subsistir, fue la clave para el mantenimiento de la población y, por ende, del poder.

¿Papá sabe lo que te conviene?
Las sociedades patriarcales se presentan de varias formas y evolucionan. Lo que tienen en común son las costumbres y las actitudes que sirven para maximizar la natalidad y la inversión de los padres en la generación siguiente, entre ellas, la estigmatización de los hijos ilegítimos. Una muestra de cuánto terreno ha perdido el patriarcado en las sociedades desarrolladas es la creciente aceptación de los nacimientos fuera del matrimonio, que se han convertido en la norma, por ejemplo, en los países escandinavos.

En el sistema patriarcal no se puede aceptar a los bastardos y a las madres solteras porque minan la inversión masculina en la generación siguiente. Un hijo ilegítimo no adopta el nombre de su padre, y así éste tiende a no asumir ninguna responsabilidad. Por el contrario, los hijos legítimos se convierten en motivo de honor o vergüenza para sus padres y la línea familiar. La tesis de que los descendientes del matrimonio pertenecen a la familia del padre y no a la de la madre, aunque carece de base biológica, da a muchos hombres poderosas razones para querer hijos y para desear que éstos perpetúen su legado. El patriarcado también lleva a los hombres a seguir teniendo hijos hasta que nazca un varón. Otra clave de su ventaja evolutiva es que penaliza a las mujeres que no se casan y tienen hijos. Hace pocas décadas se las llamaba solteronas y se les tenía lástima por su infertilidad o se las condenaba por su egoísmo. El sistema hacía muy noble el incentivo de tomar esposo y convertirse en madre a tiempo completo, a falta de alternativas deseables.

Una sociedad organizada sobre esos principios puede degenerar en misoginia, y finalmente en infertilidad, como ocurrió en las antiguas Roma y Grecia. Pero mientras el sistema evite sucumbir a estas amenazas, producirá una cantidad cada vez mayor de niños, y supuestamente mejor criados que en las sociedades que siguen otros principios, que es lo único importante para la evolución.

La gran diferencia en cuanto a las tasas de natalidad entre los individualistas seculares y los conservadores religiosos o culturales augura un enorme cambio
demográfico en las sociedades modernas

Esta afirmación es polémica. Después de todo, hoy día asociamos el patriarcado con el abominable abuso de mujeres y niños, con la pobreza y los Estados fallidos. Los rebeldes talibanes o las lapidaciones de adúlteras en Nigeria nos vienen a la mente. Sin embargo, éstos son ejemplos de sociedades inseguras que han degenerado en tiranías masculinas y no representan la forma de patriarcado que ha logrado la ventaja evolutiva en la historia. En un verdadero sistema patriarcal, como en la Roma de los primeros siglos o en la Europa protestante del siglo XVII, los padres contaban con poderosas razones para tener un profundo interés en los hijos a los que sus mujeres daban a luz, porque cuando los hombres se ven a sí mismos, y son vistos por los demás, como defensores de una línea patriarcal, la forma en que esos hijos se conducen afecta a su propio honor y categoría.

Además, también aumenta la inversión maternal en los hijos. Como ha observado la economista feminista Nancy Folbre, "el control patriarcal sobre las mujeres tiende a aumentar su especialización en la función reproductiva, con importantes consecuencias, tanto para la cantidad como para la calidad de sus inversiones en la generación siguiente". Supuestamente, entre esos efectos se encuentra la existencia de más niños que reciben más atención de sus progenitoras, quienes, disponiendo de muy pocas otras vías para dar sentido a su vida, pueden dedicarse más de lleno a mantener a sus hijos seguros y sanos. Sin por ello insinuar la adhesión a esta estrategia, hay que reconocer que una sociedad que ofrece a las mujeres básicamente tres opciones –hacerse monja, convertirse en prostituta o casarse y tener hijos– tiene una forma muy efectiva de reducir el riesgo del declive demográfico.

Las mujeres, por supuesto, también tienen motivos para hartarse del patriarcado, sobre todo cuando los propios hombres ya no respetan sus obligaciones. La historiadora Suzanne Cross señala que, en el transcurso de las décadas de las guerras civiles romanas, las mujeres de todas las clases tuvieron que aprender a vivir sin los hombres durante periodos prolongados, y desarrollaron un nuevo sentido de individualismo e independencia. Pocas jóvenes de las clases más altas accedieron a casarse con un marido maltratador. El adulterio y el divorcio proliferaron.

El patriarcado y sus descontentos

El patriarcado puede disfrutar de ventajas evolutivas, pero nada ha podido garantizar la supervivencia de ninguna sociedad de

este tipo en concreto. Una razón de ello es que los hombres pueden hartarse de las exigencias de ese sistema. Los aristócratas romanos, por ejemplo, a la larga se mostraron tan reticentes a aceptar las cargas de sacar adelante una familia que César Augusto se vio obligado a aprobar unos gravosos "impuestos para los solteros" o a castigar a aquellos que no se casaran. El patriarcado puede tener sus privilegios, pero éstos pueden desvanecerse ante las alegrías de la soltería en una sociedad deslumbrada por el lujo: noches amenas en banquetes con amigos hablando de deportes, de historias de guerra o filosofía, o con seductoras amantes.

A menudo, lo que sustenta a la familia patriarcal es la idea de que sus miembros mantienen el honor de una dinastía noble y dilatada. Sin embargo, una vez que una sociedad se hace cosmopolita, vertiginosa y se llena de nuevas ideas, nuevas gentes y nuevos lujos, ese sentido del honor y de relación con los ancestros comienza a desvanecerse, y con ello toda necesidad de reproducción. "Cuando en el pensamiento común de las personas muy cultivadas tener hijos comienza a plantearse como una cuestión de pros y contras", señaló una vez el historiador y filósofo alemán Oswald Spengler, "se produce el gran punto de inflexión".

El retorno del patriarcado
Sin embargo, ese punto de inflexión no significa necesariamente la extinción de una civilización, sólo su transformación. A la larga, por ejemplo, las familias nobles, seculares y estériles de la Roma imperial fueron desapareciendo, y con ellas la idea de Roma de sus ancestros. Pero lo que un día fuera el Imperio Romano siguió poblado. Lo único que cambió fue la composición de la sociedad. Casi por defecto, quedó compuesta por nuevas unidades familiares muy patriarcales, hostiles al mundo secular y cuya fe les imponía, bien extenderse y multiplicarse, bien ingresar en un monasterio. Con estos cambios, nació una Europa feudal, pero éste no fue ni el final de Europa ni el final de la civilización occidental.

Podríamos ser testigos de una transformación similar durante este siglo. Hoy en Europa, por ejemplo, el número de hijos y las circunstancias en que se tienen son aspectos profundamente ligados a las creencias individuales respecto a una amplia variedad de actitudes políticas y culturales. Por ejemplo, ¿no confía usted en el Ejército? Entonces, de acuerdo con los datos de un estudio, recabados por los demógrafos Ronny Lesthaeghe y Johan Surkyn, usted tiene menos posibilidades de estar casado y tener hijos –o de llegar a hacerlo– que aquellos que dicen no tener ninguna objeción. ¿Le parecen aceptables las drogas blandas, la homosexualidad y la eutanasia, y va poco a la iglesia (si es que ha ido alguna vez en su vida)? Quienes contesten afirmativamente a estas preguntas tienen muchas más posibilidades de vivir solos o cohabitar sin tener hijos que quienes contesten "no".

La gran diferencia en cuanto a las tasas de natalidad entre los individualistas seculares y los conservadores religiosos o culturales augura un enorme cambio demográfico en las sociedades modernas. Analicemos los datos demográficos de Francia, por ejemplo. Entre las mujeres nacidas a principios de los 60, menos de un tercio tienen tres o más hijos. Pero esta clara minoría de francesas (la mayoría de ellas supuestamente católicas y musulmanas practicantes) engendraron más del 50% de todos los niños nacidos de su generación, en buena medida porque demasiadas de sus coetáneas tuvieron un solo hijo o ninguno.

Muchas personas de mediana edad sin descendencia pueden acabar arrepintiéndose de una opción de vida que está conduciendo a la extinción de su línea familiar, y, sin embargo, no tienen hijos o hijas con quienes compartir esa revelación. Los ciudadanos que sólo tienen un hijo pueden invertir muchos recursos en su educación, pero un niño sólo sustituirá a uno de los progenitores, no a los dos. Entretanto, los descendientes de los padres que tienen tres o más hijos serán mayoría en las generaciones subsiguientes, y también lo estarán los valores y las ideas que llevaron a sus padres a fundar una familia numerosa.

Se podría aducir que la historia, y en particular la historia de Occidente, está plagada de hijos que se sublevan contra sus padres. ¿No podrían mañana los europeos, incluso si son criados mayoritariamente en hogares patriarcales de mentalidad religiosa, convertirse en otra generación del 68?

La diferencia clave es que, durante la época posterior a la Segunda Guerra Mundial, casi todos los segmentos de las sociedades modernas se casaban y engendraban hijos. Algunos tenían más que otros, pero la disparidad en cuanto al tamaño de las familias entre los religiosos y los laicos no era tan acusada, y la ausencia de hijos era algo raro. Hoy día, por el contrario, no tenerlos es común, e incluso las parejas que se animan suelen tener sólo uno. Por eso, los niños del mañana, a diferencia de los miembros de la generación del baby boom de la posguerra, serán, en su mayoría, descendientes de un relativamente limitado segmento de la sociedad conservador desde el punto de vista cultural. Lo cierto es que algunos miembros de la generación que está creciendo pueden rechazar los valores de sus padres, como ocurre siempre. Pero cuando miren alrededor en busca de compañeros secularistas y contraculturales con quienes hacer causa común, se encontrarán con que la mayoría de sus potenciales compañeros de viaje, casi literalmente, nunca llegaron a nacer.

Las sociedades desarrolladas están haciéndose cada vez más patriarcales, les guste o no. Además de la gran natalidad de los segmentos conservadores de la sociedad, la reducción del Estado de bienestar, como consecuencia del envejecimiento y el descenso de la población, concederá a estos elementos una ventaja de supervivencia adicional y, por tanto, estimulará aún más la natalidad. A medida que los gobiernos restituyan las funciones que una vez arrebataron a las familias, especialmente el apoyo a la tercera edad, la gente se dará cuenta de que necesita más niños para asegurar su vejez, y tratará de mantener los lazos con sus hijos inculcándoles valores religiosos tradicionales afines al mandamiento bíblico de honrar al padre y a la madre.

Las sociedades que hoy día son las más seculares y las más generosas con sus Estados de bienestar carentes de fondos serán las más proclives al renacimiento religioso y de la familia patriarcal. La población total de Europa y Japón puede descender de manera drástica, pero la restante, mediante un proceso similar al de la supervivencia del más fuerte, se adaptará a un nuevo entorno en que nadie pueda apoyarse en el gobierno para reemplazar a la familia, y en que un dios patriarcal imponga a los miembros de la familia eliminar su individualismo y someterse al padre.

 

¿Algo más?
La combinación de demografía, fertilidad y cultura ha generado un conjunto creciente de escritos e investigaciones. Para conocer cómo la evolución cultural puede afectar a la natalidad, se puede consultar la obra de Peter J. Richerson y Robert Boyd Not by Genes Alone: How Culture Transformed Human Evolution (University of Chicago Press, Chicago, 2005). Sarah Blaffer Hrdy ofrece datos sobre por qué el patriarcado puede ser necesario para mantener un buen nivel de nacimientos en Mother Nature: Maternal Instincts and How They Shape the Human Species (Ballantine, Nueva York, 1999).Johan Surkyn y Ronny Lesthaeghe son dos destacados investigadores de la relación entre los valores culturales modernos y el descenso de la natalidad. Se puede consultar, por ejemplo, su artículo ‘Value Orientations and the Second Demographic Transition (SDT) in Nothern, Western and Southern Europe : An Update’ (Investigación demográfica, abril de 2004). Para obtener información sobre el descenso de la fertilidad entre las élites en la historia, consultar ‘Fertility Control in the Classical World: Was There an Ancient Fertility Transition?’ (Journal of Population Research, mayo de 2004).