Diversos sondeos internacionales dejaban
claro, semanas antes de las elecciones presidenciales en EE UU, que la gran
mayoría de los
ciudadanos del mundo votaba por Kerry. Hoy, tras la victoria indiscutible de
George Bush, esa gran mayoría debe de sentirse decepcionada. O furiosa.
O inquieta. En cualquier caso, obligada a vivir con unos Estados Unidos que
han decidido, de manera muy democrática, que los valores ultraconservadores
y la política militar de George Bush eran la mejor plasmación
de su democracia
.

Para muchos, esta elección representa, ante todo, un enigma: se pueden
citar numerosos factores para explicar esa oleada conservadora que empuja hoy
a Estados Unidos, pero nadie consigue desentrañar del todo el fenómeno.

¿Constituye EE UU la vanguardia de un movimiento moralista y conservador
que acabará por afectar a las democracias europeas, o es una excepción
americana
, igual que antes era posible hablar de una excepción
francesa
dentro de la alianza occidental? ¿Qué relación habrá entre
la innegable autoridad moral de George Bush en Estados Unidos y la innegable
erosión de la autoridad internacional de EE UU después de la
guerra de Irak? No parece que estas preguntas, ni otras muchas, vayan a tener
respuesta inmediata. Pero sí nos obligan a reflexionar sobre el sentido
de estas elecciones estadounidenses antes de analizar sus posibles repercusiones
en la Unión Europea (UE) y el futuro de la cooperación transatlántica.

Foto de George W. Bush

Lo primero que resulta evidente es la amplitud del triunfo de George Bush.
Con casi cuatro millones de votos más que el candidato demócrata,
el republicano ha obtenido definitivamente la legitimidad democrática
que muchos le acusaron de haber usurpado hace cuatro años. Y la conclusión
es muy sencilla: quienes, no hace mucho, distinguían entre Bush y Estados
Unidos –criticaban la política del primero y, al mismo tiempo,
defendían y respetaban los valores encarnados en el sueño
americano
–,
ya no pueden refugiarse en esa distinción para quedarse tranquilos.
La victoria de Bush-2 no tiene nada de usurpación: el presidente está totalmente
en consonancia con una gran mayoría de la sociedad estadounidense, y
su legitimidad ofrece tan pocas dudas como el giro a la derecha de Estados
Unidos. ése es el país que, a partir de ahora, va a ser el socio
político de Europa, y las profundas divisiones de la sociedad estadounidense
no pueden ocultar la cruda realidad.

La segunda lección de esta campaña electoral parece paradójica:
pese a que la elección de George Bush constituye un acontecimiento político
fundamental, tanto para EE UU como para el conjunto de la escena internacional,
su victoria se ha debido, más que a la política propiamente dicha,
a la moral y a la religión. Las encuestas a pie de urna demostraron
que los electores más preocupados por los asuntos económicos
y la guerra de Irak habían votado por Kerry, mientras que los más
interesados por los aspectos morales y el terrorismo (en el sentido de la guerra
entre el bien y el mal) votaron a favor de Bush, incluso en perjuicio de sus
propios intereses económicos y sociales.

En otras palabras, la primera potencia política del mundo es también
el país en el que la política –es decir, el modo en el
que los ciudadanos se relacionan entre sí– es mucho menos decisiva
que la religión, el modo en el que el hombre se relaciona con Dios.
Una realidad extraña, que no puede explicarse sólo por el trauma
del 11-S y el miedo al otro, y cuyo análisis necesitaría mucho
más que estas líneas, pero que nos obliga a reflexionar sobre
la tercera enseñanza: el fortalecimiento del fundamentalismo religioso
en los tres grandes monoteísmos del planeta –cristiano, musulmán
y judío– es un fenómeno indiscutible, independientemente
de los sistemas políticos en los que se hayan desarrollado. Lo que no
está nada claro es que eso sea motivo para alegrarse.

¿Cómo analizar, en este contexto, las repercusiones de la victoria
de George Bush en el escenario internacional? A priori, su confirmación
en la jefatura de la potencia norteamericana no va a ayudar precisamente a
cambiar la imagen de EE UU en numerosos países del mundo. Y dicha imagen
es fundamentalmente negativa desde la guerra de Irak. Un presidente con más
legitimidad dentro de su país no significa una política estadounidense
con más legitimidad en el exterior. La corriente de antiamericanismo
desencadenada desde 2003 seguirá aumentando, salvo que las orientaciones
del equipo de Bush-2 se separen notablemente de las de su anterior Gobierno.
En el sistema internacional se esperan pocos cambios: EE UU sigue siendo la
primera superpotencia militar del mundo, pero una potencia embarrancada en
Irak, impotente en Oriente Medio e incapaz, hasta ahora, de acabar con la amenaza
de Bin Laden.

Rusia no ha recuperado, ni mucho menos, su poder internacional, pero la lucha
contra el terrorismo permite a Vladímir Putin colocarse al lado de Bush,
en ese nivel en el que la seguridad nacional está por delante de cualquier
otra consideración política, nacional o internacional. Por su
parte, la UE firmó el 29 de octubre una Constitución que, en
teoría, la convierte en gran actor político del escenario internacional.
Ahora bien, la teoría tiene todavía que concretarse.

RUPTURA DE VALORES CON EUROPA
Días después de las elecciones estadounidenses, cualquier reflexión
sobre el futuro de la UE y la cooperación transatlántica obliga
a distinguir dos niveles de análisis: el de las sociedades europeas
y el de sus gobiernos. Respecto a la opinión pública y la calle
europea, no hay duda de que el sentimiento hoy dominante es el de decepción
e inquietud. Los valores que llevan a un candidato al poder (presidencial)
en EE UU son exactamente los que, en Europa, obligan a otro candidato (a la
Comisión Europea) a retirarse: la intolerancia social, el fundamentalismo
religioso, la apología de la desigualdad de sexos. En todos los aspectos
sociales fundamentales –homosexualidad, aborto, pena de muerte, posesión
de armas y justicia individual– cada vez hay una discrepancia más
clara entre la mayoría de los ciudadanos europeos y más de la
mitad de los estadounidenses. Si a ello se unen unos cuantos principios de
política internacional –derecho de guerra, respeto a las normas
internacionales, negociaciones multilaterales–, las discrepancias se
convierten en ruptura: tal como anunciaban todos los sondeos realizados desde
que empezó la guerra de Irak, parece que la comunidad de valores entre
Europa y EE UU ha pasado a mejor vida. Siguen existiendo intereses comunes,
algunos análisis coincidentes, algunas necesidades recíprocas,
pero ya no hay una visión común del mundo y el papel de las democracias,
una definición común de la libertad y la justicia, tal vez nada
más que una inmensa y desesperada nostalgia.

Podemos lamentar esta brecha cultural entre los aliados más íntimos
del siglo XX; también podemos inquietarnos por las consecuencias políticas
de una separación cultural y moral como ésta entre los dos continentes.
Por otro lado, no faltarán falsos apóstoles que propugnen, en
nombre de la solidaridad transatlántica y la comunidad histórica
de valores entre Europa y EE UU, una adhesión gradual de los europeos
al modelo estadounidense. Pero las sociedades europeas no tienen por qué renunciar
a su diferencia. Aunque en su continente también existen fuerzas oscurantistas,
la inmensa mayoría de los europeos no se reconoce en los valores del
fundamentalismo religioso estadounidense, y eso debe ser motivo de orgullo.

Por lo que respecta a las políticas y a los gobiernos europeos, el
análisis es muy distinto. Todos confían en que esta nueva presidencia
ofrezca la oportunidad de emprender una nueva fase de cooperación transatlántica.
Ahora bien, a diferencia de lo que habría podido ser normal si John
Kerry hubiera ganado las elecciones, no acaba de comprenderse por qué la
iniciativa de esa renovación debe partir de los europeos: la pelota
que permitirá resolver hasta cierto punto las enormes divisiones provocadas
por la intervención de EE UU en Irak está claramente en el tejado
norteamericano. Por supuesto, es demasiado pronto para hacer previsiones serias,
dado que el futuro dependerá de la composición y las orientaciones
de la nueva Administración. Sin embargo, da la impresión de que
permanecen abiertas dos opciones. O bien la presidencia republicana compensa
sus fracasos en política internacional con la arrogancia derivada de
su victoria nacional –y entonces nos aguarda lo peor– o, por el
contrario, el aislamiento de EE UU en el escenario mundial y su consiguiente
impotencia obligan a la nueva Administración a mostrar cierto realismo
en los asuntos internacionales; en tal caso pueden abrirse nuevas vías
de cooperación euro-estadounidense. En ambos casos, la vuelta al modelo
de relaciones previo al 11 de septiembre de 2001 parece totalmente irreal.

En este contexto, será decisivo el futuro de Oriente Medio en su conjunto,
un tema muy de moda el año pasado, pero que el Gobierno de Bush se apresuró a
enterrar nada más proponerlo. Empezando por Irak. Desde luego, no hay
ninguna prueba de que un gobierno de Kerry hubiera supuesto una diferencia
fundamental en el problema iraquí, puesto que las trampas de la realidad
sobre el terreno son más fuertes que las buenas voluntades políticas
que puedan existir. En la calle árabe se considera que el resultado
de las elecciones estadounidenses no influye en la realidad cotidiana de Irak.
Sin embargo, visto desde Europa, no cabe duda de que, si por parte de EE UU
hubiera existido cierta voluntad de diálogo, de escuchar a los socios
e incluso de autocrítica, habría habido, si no una reconciliación
total, sí al menos más dificultades para rechazar una intervención
masiva en el país.

Sin embargo, nada nos impide confiar en que el nuevo equipo en el poder vaya
a revisar una estrategia militar incapaz de estabilizar el país, reconstruir
un mínimo acuerdo nacional entre chiíes y suníes e interceptar
a las células del terrorismo internacionales ya instaladas en Irak.
Es posible que Bush, sin las limitaciones electorales de un tercer mandato,
decida replantear desde cero los principios fundamentales de su política
en Irak y definir, con la UE, una nueva estrategia. Si es así, lo normal
es que cuente con la buena voluntad de los europeos. Pero también puede
ocurrir lo contrario: la permanencia en el poder de los ideólogos de
la democracia conquistadora, la negativa o la incapacidad de prestar oído
a las voces discrepantes y aprender de los errores cometidos, y la huida hacia
adelante en aventuras militares que alcancen a otros países de la región.
Entonces sería inevitable que se acentuara la brecha entre Washington
y sus socios de Europa, incluso más, en esta ocasión, que entre
los propios países europeos. En cuanto al conflicto israelo-palestino,
hace falta mucha imaginación, o mucho optimismo, para pensar que un
segundo Gobierno de Bush vaya a ser capaz de alterar su política de
manera sustancial. Y, sin embargo, para los europeos, esta cuestión
es la clave de cualquier estabilización duradera en Oriente Medio.

Queda un último aspecto, el de la actitud de la segunda Administración
Bush respecto a la propia UE. El equipo anterior no ocultó en ningún
momento sus preferencias: prioridad a las relaciones bilaterales con cada uno
de los países europeos, un sistema de presión, apreciación
y castigo según el mayor o menor grado de adhesión de cada uno
a las decisiones estratégicas de EE UU, la negativa a considerar a la
UE sólo un socio económico, e incluso un intento de desintegrar la unión política de los europeos.

El balance de esta posición es de lo más ambiguo: los europeos
estuvieron divididos respecto a Irak, pero la crisis interna no impidió ni
el fortalecimiento de la defensa europea ni el acuerdo de los 25 sobre una
estrategia de seguridad específica de la Unión, ni las iniciativas
franco-germano-británicas sobre Irán, ni la firma de la Constitución.
Al mismo tiempo, la división política de la UE se tradujo en
una drástica disminución de la ayuda que Estados Unidos podía
esperar de sus aliados europeos. En otras palabras, la división de los
europeos tal vez impide el ascenso de una Europa política, pero, sobre
todo, disminuye los recursos de EE UU. Dado el aislamiento que este país
sufre en Irak, es reconfortante pensar que hasta los ideólogos saben
interpretar un balance.

Diversos sondeos internacionales dejaban
claro, semanas antes de las elecciones presidenciales en EE UU, que la gran
mayoría de los
ciudadanos del mundo votaba por Kerry. Hoy, tras la victoria indiscutible de
George Bush, esa gran mayoría debe de sentirse decepcionada. O furiosa.
O inquieta. En cualquier caso, obligada a vivir con unos Estados Unidos que
han decidido, de manera muy democrática, que los valores ultraconservadores
y la política militar de George Bush eran la mejor plasmación
de su democracia
. Nicole Gnesotto

Para muchos, esta elección representa, ante todo, un enigma: se pueden
citar numerosos factores para explicar esa oleada conservadora que empuja hoy
a Estados Unidos, pero nadie consigue desentrañar del todo el fenómeno.

¿Constituye EE UU la vanguardia de un movimiento moralista y conservador
que acabará por afectar a las democracias europeas, o es una excepción
americana
, igual que antes era posible hablar de una excepción
francesa
dentro de la alianza occidental? ¿Qué relación habrá entre
la innegable autoridad moral de George Bush en Estados Unidos y la innegable
erosión de la autoridad internacional de EE UU después de la
guerra de Irak? No parece que estas preguntas, ni otras muchas, vayan a tener
respuesta inmediata. Pero sí nos obligan a reflexionar sobre el sentido
de estas elecciones estadounidenses antes de analizar sus posibles repercusiones
en la Unión Europea (UE) y el futuro de la cooperación transatlántica.

Foto de George W. Bush

Lo primero que resulta evidente es la amplitud del triunfo de George Bush.
Con casi cuatro millones de votos más que el candidato demócrata,
el republicano ha obtenido definitivamente la legitimidad democrática
que muchos le acusaron de haber usurpado hace cuatro años. Y la conclusión
es muy sencilla: quienes, no hace mucho, distinguían entre Bush y Estados
Unidos –criticaban la política del primero y, al mismo tiempo,
defendían y respetaban los valores encarnados en el sueño
americano
–,
ya no pueden refugiarse en esa distinción para quedarse tranquilos.
La victoria de Bush-2 no tiene nada de usurpación: el presidente está totalmente
en consonancia con una gran mayoría de la sociedad estadounidense, y
su legitimidad ofrece tan pocas dudas como el giro a la derecha de Estados
Unidos. ése es el país que, a partir de ahora, va a ser el socio
político de Europa, y las profundas divisiones de la sociedad estadounidense
no pueden ocultar la cruda realidad.

La segunda lección de esta campaña electoral parece paradójica:
pese a que la elección de George Bush constituye un acontecimiento político
fundamental, tanto para EE UU como para el conjunto de la escena internacional,
su victoria se ha debido, más que a la política propiamente dicha,
a la moral y a la religión. Las encuestas a pie de urna demostraron
que los electores más preocupados por los asuntos económicos
y la guerra de Irak habían votado por Kerry, mientras que los más
interesados por los aspectos morales y el terrorismo (en el sentido de la guerra
entre el bien y el mal) votaron a favor de Bush, incluso en perjuicio de sus
propios intereses económicos y sociales.

En otras palabras, la primera potencia política del mundo es también
el país en el que la política –es decir, el modo en el
que los ciudadanos se relacionan entre sí– es mucho menos decisiva
que la religión, el modo en el que el hombre se relaciona con Dios.
Una realidad extraña, que no puede explicarse sólo por el trauma
del 11-S y el miedo al otro, y cuyo análisis necesitaría mucho
más que estas líneas, pero que nos obliga a reflexionar sobre
la tercera enseñanza: el fortalecimiento del fundamentalismo religioso
en los tres grandes monoteísmos del planeta –cristiano, musulmán
y judío– es un fenómeno indiscutible, independientemente
de los sistemas políticos en los que se hayan desarrollado. Lo que no
está nada claro es que eso sea motivo para alegrarse.

¿Cómo analizar, en este contexto, las repercusiones de la victoria
de George Bush en el escenario internacional? A priori, su confirmación
en la jefatura de la potencia norteamericana no va a ayudar precisamente a
cambiar la imagen de EE UU en numerosos países del mundo. Y dicha imagen
es fundamentalmente negativa desde la guerra de Irak. Un presidente con más
legitimidad dentro de su país no significa una política estadounidense
con más legitimidad en el exterior. La corriente de antiamericanismo
desencadenada desde 2003 seguirá aumentando, salvo que las orientaciones
del equipo de Bush-2 se separen notablemente de las de su anterior Gobierno.
En el sistema internacional se esperan pocos cambios: EE UU sigue siendo la
primera superpotencia militar del mundo, pero una potencia embarrancada en
Irak, impotente en Oriente Medio e incapaz, hasta ahora, de acabar con la amenaza
de Bin Laden.

Rusia no ha recuperado, ni mucho menos, su poder internacional, pero la lucha
contra el terrorismo permite a Vladímir Putin colocarse al lado de Bush,
en ese nivel en el que la seguridad nacional está por delante de cualquier
otra consideración política, nacional o internacional. Por su
parte, la UE firmó el 29 de octubre una Constitución que, en
teoría, la convierte en gran actor político del escenario internacional.
Ahora bien, la teoría tiene todavía que concretarse.

RUPTURA DE VALORES CON EUROPA
Días después de las elecciones estadounidenses, cualquier reflexión
sobre el futuro de la UE y la cooperación transatlántica obliga
a distinguir dos niveles de análisis: el de las sociedades europeas
y el de sus gobiernos. Respecto a la opinión pública y la calle
europea, no hay duda de que el sentimiento hoy dominante es el de decepción
e inquietud. Los valores que llevan a un candidato al poder (presidencial)
en EE UU son exactamente los que, en Europa, obligan a otro candidato (a la
Comisión Europea) a retirarse: la intolerancia social, el fundamentalismo
religioso, la apología de la desigualdad de sexos. En todos los aspectos
sociales fundamentales –homosexualidad, aborto, pena de muerte, posesión
de armas y justicia individual– cada vez hay una discrepancia más
clara entre la mayoría de los ciudadanos europeos y más de la
mitad de los estadounidenses. Si a ello se unen unos cuantos principios de
política internacional –derecho de guerra, respeto a las normas
internacionales, negociaciones multilaterales–, las discrepancias se
convierten en ruptura: tal como anunciaban todos los sondeos realizados desde
que empezó la guerra de Irak, parece que la comunidad de valores entre
Europa y EE UU ha pasado a mejor vida. Siguen existiendo intereses comunes,
algunos análisis coincidentes, algunas necesidades recíprocas,
pero ya no hay una visión común del mundo y el papel de las democracias,
una definición común de la libertad y la justicia, tal vez nada
más que una inmensa y desesperada nostalgia.

Podemos lamentar esta brecha cultural entre los aliados más íntimos
del siglo XX; también podemos inquietarnos por las consecuencias políticas
de una separación cultural y moral como ésta entre los dos continentes.
Por otro lado, no faltarán falsos apóstoles que propugnen, en
nombre de la solidaridad transatlántica y la comunidad histórica
de valores entre Europa y EE UU, una adhesión gradual de los europeos
al modelo estadounidense. Pero las sociedades europeas no tienen por qué renunciar
a su diferencia. Aunque en su continente también existen fuerzas oscurantistas,
la inmensa mayoría de los europeos no se reconoce en los valores del
fundamentalismo religioso estadounidense, y eso debe ser motivo de orgullo.

Por lo que respecta a las políticas y a los gobiernos europeos, el
análisis es muy distinto. Todos confían en que esta nueva presidencia
ofrezca la oportunidad de emprender una nueva fase de cooperación transatlántica.
Ahora bien, a diferencia de lo que habría podido ser normal si John
Kerry hubiera ganado las elecciones, no acaba de comprenderse por qué la
iniciativa de esa renovación debe partir de los europeos: la pelota
que permitirá resolver hasta cierto punto las enormes divisiones provocadas
por la intervención de EE UU en Irak está claramente en el tejado
norteamericano. Por supuesto, es demasiado pronto para hacer previsiones serias,
dado que el futuro dependerá de la composición y las orientaciones
de la nueva Administración. Sin embargo, da la impresión de que
permanecen abiertas dos opciones. O bien la presidencia republicana compensa
sus fracasos en política internacional con la arrogancia derivada de
su victoria nacional –y entonces nos aguarda lo peor– o, por el
contrario, el aislamiento de EE UU en el escenario mundial y su consiguiente
impotencia obligan a la nueva Administración a mostrar cierto realismo
en los asuntos internacionales; en tal caso pueden abrirse nuevas vías
de cooperación euro-estadounidense. En ambos casos, la vuelta al modelo
de relaciones previo al 11 de septiembre de 2001 parece totalmente irreal.

En este contexto, será decisivo el futuro de Oriente Medio en su conjunto,
un tema muy de moda el año pasado, pero que el Gobierno de Bush se apresuró a
enterrar nada más proponerlo. Empezando por Irak. Desde luego, no hay
ninguna prueba de que un gobierno de Kerry hubiera supuesto una diferencia
fundamental en el problema iraquí, puesto que las trampas de la realidad
sobre el terreno son más fuertes que las buenas voluntades políticas
que puedan existir. En la calle árabe se considera que el resultado
de las elecciones estadounidenses no influye en la realidad cotidiana de Irak.
Sin embargo, visto desde Europa, no cabe duda de que, si por parte de EE UU
hubiera existido cierta voluntad de diálogo, de escuchar a los socios
e incluso de autocrítica, habría habido, si no una reconciliación
total, sí al menos más dificultades para rechazar una intervención
masiva en el país.

Sin embargo, nada nos impide confiar en que el nuevo equipo en el poder vaya
a revisar una estrategia militar incapaz de estabilizar el país, reconstruir
un mínimo acuerdo nacional entre chiíes y suníes e interceptar
a las células del terrorismo internacionales ya instaladas en Irak.
Es posible que Bush, sin las limitaciones electorales de un tercer mandato,
decida replantear desde cero los principios fundamentales de su política
en Irak y definir, con la UE, una nueva estrategia. Si es así, lo normal
es que cuente con la buena voluntad de los europeos. Pero también puede
ocurrir lo contrario: la permanencia en el poder de los ideólogos de
la democracia conquistadora, la negativa o la incapacidad de prestar oído
a las voces discrepantes y aprender de los errores cometidos, y la huida hacia
adelante en aventuras militares que alcancen a otros países de la región.
Entonces sería inevitable que se acentuara la brecha entre Washington
y sus socios de Europa, incluso más, en esta ocasión, que entre
los propios países europeos. En cuanto al conflicto israelo-palestino,
hace falta mucha imaginación, o mucho optimismo, para pensar que un
segundo Gobierno de Bush vaya a ser capaz de alterar su política de
manera sustancial. Y, sin embargo, para los europeos, esta cuestión
es la clave de cualquier estabilización duradera en Oriente Medio.

Queda un último aspecto, el de la actitud de la segunda Administración
Bush respecto a la propia UE. El equipo anterior no ocultó en ningún
momento sus preferencias: prioridad a las relaciones bilaterales con cada uno
de los países europeos, un sistema de presión, apreciación
y castigo según el mayor o menor grado de adhesión de cada uno
a las decisiones estratégicas de EE UU, la negativa a considerar a la
UE sólo un socio económico, e incluso un intento de desintegrar la unión política de los europeos.

El balance de esta posición es de lo más ambiguo: los europeos
estuvieron divididos respecto a Irak, pero la crisis interna no impidió ni
el fortalecimiento de la defensa europea ni el acuerdo de los 25 sobre una
estrategia de seguridad específica de la Unión, ni las iniciativas
franco-germano-británicas sobre Irán, ni la firma de la Constitución.
Al mismo tiempo, la división política de la UE se tradujo en
una drástica disminución de la ayuda que Estados Unidos podía
esperar de sus aliados europeos. En otras palabras, la división de los
europeos tal vez impide el ascenso de una Europa política, pero, sobre
todo, disminuye los recursos de EE UU. Dado el aislamiento que este país
sufre en Irak, es reconfortante pensar que hasta los ideólogos saben
interpretar un balance.

Nicole Gnesotto es directora del
Instituto de Estudios de Seguridad de la Unión Europea (París).