Este impuesto puede ser un gran paso adelante en la lucha contra los paraísos fiscales, pero su horizonte es muchísimo más incierto de lo que parece. 

La situación llevaba años desafiando la paciencia de los Estados. El impuesto de sociedades medio mundial se ha desplomado casi a la mitad desde los 80 y, muy especialmente, gracias a la competencia tributaria transnacional de los primeros años del siglo XXI. Además, muchas multinacionales, con las grandes tecnológicas a la cabeza, han aprovechado y siguen aprovechando las lagunas regulatorias para manipular el monto de sus facturas fiscales.

El truco, básicamente, no era complicado: bastaba con fingir o exagerar unas transacciones entre sus filiales que las llevaban a acabar en pérdidas o con muy pocos beneficios en los países donde las tasas eran más altas y con muchísimos beneficios allí donde eran bajísimas. Al mismo tiempo, estos trucos contables, que utilizaban grandes compañías de casi todos los sectores, favorecían particularmente a los cíclopes digitales, porque la normativa tributaria tenía más problemas para valorar sus novedosos servicios y sus intangibles.

Los estados, hasta ahora, solo podían naufragar en la perplejidad mientras las empresas no pagaban en función de lo que vendían y ganaban realmente en los países. Y de nada les servía elevarles los impuestos, porque a ellas les bastaba con declarar pérdidas o unas ganancias raquíticas o, en el peor de los casos, marcharse o amenazar con irse a otros destinos más favorables fiscalmente. Dicho de otra forma: podían presionar a los estados dándoles a elegir entre pagarles poquísimos impuestos (a través de la tasa de sociedades y de las que gravaban a sus empleados) o no pagarles ninguno.

El Ministro de Hacienda Rishi Sunak hablando con la Ministra de Finanzas canadiense Chrystia Freeland en una reunión de ministros de finanzas de todas las naciones del G7 en Lancaster House en Londres, Inglaterra. (Foto de Stefan Rousseau – WPA Pool/Getty Images)

El presidente estadounidense, Joseph Biden, intentó tejer, casi desde que llegó, un consenso global para establecer un impuesto mínimo mundial (IMM) para las empresas, y consiguió que la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) auspiciase un acuerdo el año pasado con casi 140 países que representan alrededor del 90% del PIB del planeta. Se espera que la nueva tasa entre en funcionamiento en 2023.

El IMM supondría una reforma del impuesto de sociedades en dos movimientos. Primero, fijaría una tasa mundial mínima del 15% para las ganancias en el extranjero de las empresas multinacionales con al menos 750 millones de euros de facturación global. Y segundo, la tasa mínima pasaría del 15% al 25% para las ganancias de las empresas que superasen el 10% de sus ingresos.

“Es un pacto histórico y casi imposible sin la pandemia”

Indudablemente. Hace tres años nadie hubiera creído que el IMM tuviera posibilidades de prosperar y, por eso, se ha necesitado una suma de circunstancias y voluntades para que exista lo que ni siquiera se consiguió con la última crisis financiera en la lucha contra los paraísos fiscales. Los Estados son muy celosos de sus competencias tributarias y, normalmente, no quieren transferirlas a ningún organismo supranacional que les diga ni cómo ni cuánto deben pagar las empresas que operan en sus territorios.

La pandemia se puede considerar, en cierto modo, la madrina de este acuerdo, porque a ella se debe el desplome de la recaudación sobre todo en 2020 y, finalmente, los costosísimos planes de estímulo que tendría que haber financiado esa recaudación para relanzar las economías tras la crisis.

La deuda mundial se disparó solo en 2020 un 256% y la deuda pública avanzó un 20%, algo que le permitió alcanzar unas cifras nunca vistas en décadas. Y todo esto ocurría después de años en los que los ingresos fiscales de los estados se habían ido deteriorando a lomos de la competición entre distintas localizaciones y, muy especialmente, de los llamados paraísos fiscales. El impuesto de sociedades mundial medio teniendo en cuenta el PIB ha caído alrededor de un 45% desde 1980.

Más indirectamente, la suerte de Donald Trump frente a Biden solo quedó echada cuando los estadounidenses empezaron a considerar lamentables sus decisiones sobre la crisis pandémica. Sus índices de valoración a este respecto se habían derrumbado hasta el 38% semanas antes de las elecciones presidenciales.

Luego, una vez que ganó Biden, éste quiso impulsar un programa de gasto colosal para combatir la desigualdad en Estados Unidos, renovar las infraestructuras y acelerar la transición del país hacia la descarbonización. Ese plan implica subirles los impuestos a las empresas al 21% como mínimo, algo que difícilmente podrá llevar a cabo la Casa Blanca si el resto del mundo y, muy particularmente los paraísos fiscales, no se los subían a las que operaban en sus territorios o, por culpa de la competencia internacional, los impuestos de sociedades seguían bajando.

“El IMM acaba con los paraísos fiscales”

No tan rápido. Los países que todavía no se han adherido al acuerdo representan el 10% del PIB global y, entre ellos, destacan grandes Estados como Kenia, Nigeria, Pakistán y Sri Lanka. Por otra parte, es improbable que los líderes de los principales paraísos fiscales, aunque quisieran adherirlos al pacto, pudieran conseguir el apoyo de su población, su parlamento o sus grupos de poder a un marco internacional que va a reventar las costuras de su prosperidad. El acuerdo dicta que los países de origen de las multinacionales pueden elevarles sus impuestos a las empresas hasta que paguen el equivalente al 15% que les deberían haber cobrado las regiones donde no se los han cobrado. Además, ¿quién va a obligar a las demarcaciones que no se adhieran al pacto de la OCDE a cumplir lo que no han firmado?

Hay más problemas. La Unión Europea no ha conseguido aprobar una directiva que refleje el acuerdo y que los Estados puedan integrar en sus regulaciones. Polonia tumbó el último intento en abril, porque quiere asegurarse de que el IMM venga acompañado de otras normas fiscales que afectarían a las empresas tecnológicas. Y no le valen los compromisos no vinculantes.

England, London, Anti Tax Loopholes Demonstration Sign
Inglaterra, Londres, Señal de demostración contra las lagunas fiscales (Foto de: Prisma by Dukas/Universal Images Group a través de Getty Images)

En Estados Unidos, mientras tanto, todavía no se sabe si la ratificación del IMM podría exigir una supermayoría que los demócratas no están en condiciones de reunir, o si Biden será capaz de culminar el proceso de ratificación en el Congreso antes de las elecciones legislativas de este año o si, una vez pasen los comicios, contará con votos suficientes. Recordemos que, en estos momentos, Biden tiene unas cifras de aprobación muy parecidas a las de Trump durante su segundo año de mandato, que en esas cifras se refleja que más del 50% de los estadounidenses no respalda su gestión y que la visión mayoritaria de la economía, un elemento clave para muchos a la hora de votar, no es positiva en el país. 

Y, por último, una advertencia: es improbable que el impuesto empiece a funcionar, como estaba previsto, el año que viene. Incluso si se superan todos los escollos legislativos en Europa y EE UU, ya solo comprobar que los países cumplen con el 15% va a ser todo un reto, porque los estados no gravan únicamente a las empresas mediante el impuesto de sociedades, lo que significa que pueden ofrecerles exenciones más o menos encubiertas en otras tasas para que terminen pagando menos en total. Además, como afirma el experto canadiense, Allan Lanthier, las multinacionales van a tener que calcular sus impuestos con una metodología distorsionada que exigirá “ajustes” y, muy probablemente, utilizarán estos “ajustes” para llegar a la conclusión de que ya pagaban un 15% antes de que la regulación de la OCDE entrase en vigor.

“Solo perjudica a los paraísos fiscales y a las multinacionales que los frecuentan”

No es cierto. Las multinacionales dan trabajo a millones de personas en todo el mundo y justo ahora, cuando no han devuelto ni mucho menos las deudas contraídas en 2020, la inflación galopante está disparando sus costes y economistas como Larry Summers esperan una inminente recesión en EE UU, les anuncian que van a tener que pagar, según el FMI, alrededor de un 14% más de impuestos si cristaliza el pacto impulsado por la OCDE. Lo más previsible, en estas circunstancias, es que la nueva factura fiscal impacte sobre sus plantillas, sus estructuras salariales y sus planes de inversión en el extranjero. Y que todo ello contribuya a frenar el crecimiento económico.

Otra consecuencia indeseable es que subir impuestos va a hacer daño a países que no son paraísos fiscales como Irlanda, cuya tasa debería pasar del 12,5% al 15% para cumplir con el nuevo estándar de la OCDE. Y pensemos esto: Irlanda no es el único país que, ante su falta de recursos naturales y sus dificultades para atraer inversión extranjera y empleos bien remunerados, ha optado desde hace años por incentivar a las empresas que decidían instalarse en su territorio. Irlanda, que no lo ha tenido nunca fácil para competir en el mercado europeo frente a Estados mucho más grandes y ricos que ella, ha renunciado a ingresar miles de millones de euros para mejorar el bienestar de su población. Y lo ha conseguido.

La lógica de Irlanda también se aplica a algunos países emergentes que, oficialmente, tienen impuestos de sociedades superiores al 15%. Y el motivo es que incentivan las inversiones de las multinacionales mediante una tupida red de exenciones fiscales que compensan esos impuestos. Y ahora, estos países emergentes y sus poblaciones podrían ver cómo parte de sus ingresos fiscales acaban, paradójicamente, en los bolsillos de Estados mucho más prósperos. Un ejemplo: si una multinacional alemana paga un 10% de impuestos después de computar las ayudas y las exenciones que le ofrece un emergente empobrecido que no puede competir con Alemania ni por la cualificación de sus profesionales, ni por el tamaño de su mercado (europeo) ni por la calidad de sus infraestructuras, entonces Alemania podría reclamar el 5% restante a la multinacional e ingresarlo cómodamente en sus arcas. 

Una mujer en su iPhone de Apple fuera de los edificios gubernamentales en Dublín. (Foto de Julien Behal/PA Images vía Getty Images)

El aumento de los tributos sobre las multinacionales debería recortar sus recursos para invertir en el extranjero y podría hacer más daño a las grandes empresas frente a las enormes, porque, en principio, tienen menos margen de maniobra. En todo caso, la subida fiscal aceleraría el proceso de desglobalización de los últimos años, reduciendo la inversión extranjera global en un momento de grave incertidumbre económica. Al mismo tiempo, pactar un impuesto mundial mínimo puede ser un precedente delicado si se abre un camino en el que los Estados compitan cada vez menos fiscalmente y, por lo tanto, cuenten con menos incentivos para bajar o mantener baja la presión fiscal sobre sus poblaciones y empresas.

En definitiva, las consecuencias del acuerdo sobre el impuesto mínimo mundial, un acontecimiento de proporciones históricas, son mucho más inciertas de lo que parecen. Ni está claro que vaya a poder ponerse en marcha finalmente (mucho dependerá de la administración Biden), ni que vayan a dejar de existir los paraísos fiscales. Tampoco deberíamos dar por hecho que éstos vayan a ser los únicos perjudicados si la nueva regulación acaba implementándose, porque, como hemos visto, pueden resentirse la inversión extranjera mundial, el crecimiento económico y los Estados que ayudan con exenciones y subvenciones a las empresas que se instalan en sus territorios.