En busca de un servicio exterior conectado, ágil e innovador.

 

Fotolia

 

Ahora podemos intuir cómo será el futuro. La crisis ha acelerado la globalización y estamos inmersos ya en un nuevo periodo. La pujanza de los BRIC compite con el crecimiento del doble MIT (México, Indonesia, Turquía y Malasia, India y Tailandia) y otros tantos acrónimos. En ellos se ubican el 25% de las principales compañías globales, 16 de las 20 mayores ciudades del mundo y alrededor del 1% del PIB mundial. Hay que abandonar la idea de economía emergente: ya son responsables de la mayor parte del crecimiento de los flujos comerciales. Entiendo que ése es The New Normal del que se habla.

Todo ha cambiado en la política internacional. Bueno, todo salvo la función fundamental de las relaciones internacionales: la diplomacia. Por su naturaleza y su vinculación a los Estados, es una actividad conservadora en sus principios y sus prácticas. Cuesta innovar con herramientas pensadas para un mundo bipolar y con superpoderes que creen entenderlo todo a través de las escuchas. Pero el nuevo entorno estratégico requiere una revisión profunda, que dé respuesta a los cambios producidos en el ecosistema de las relaciones internacionales.

La soberanía ya no es un asunto exclusivo de los Estados ni la condición exclusiva para participar en las decisiones. El Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos y Europa, el rol de las ciudades y las regiones o el desempeño de las grandes corporaciones son muestras de esa transformación. Nadie quiere quedarse fuera de la arena internacional. Por eso, ha crecido la diplomacia red, que complementa la diplomacia de club. En ésta se entra por invitación, mientras que en aquella emplea los resortes de la conectividad para influir en la toma de decisiones. Antes que el tamaño o el bolsillo, es la conectividad lo que determina la capacidad. Twitter sería el ejemplo arquetípico de una diplomacia red.

La demanda de transparencia y de buen gobierno se ha disparado. El fenómeno de Wikileaks, las escuchas de la NSA o los recientes casos de espionaje industrial demuestran que la diplomacia ha caído bajo el escrutinio de los medios de comunicación y la opinión pública, en palabras del profesor Eytan Gilboa. Tanto Twitter como las televisiones internacionales, sobre todo Al Jazeera, ha precipitado la diplomacia en tiempo real y destinada a la audiencia global. La maestría de Barack Obama en el manejo de estas variables ha sido sorprendentemente superada por Hassan Rouhaní, presidente de la República de Irán. Es sorpresa, sobre todo, porque no estábamos mirando hacia los nuevos ejes de poder.

Internet y los nuevos medios se han convertido en la esfera pública del siglo XXI. El pensador alemán Jürgen Habermas ya nos contó cómo los cafés fueron el espacio donde emergió la opinión ciudadana y la Ilustración. Toca ahora explicar que ese rol se ha trasladado a las redes. Por eso, es fundamental tener una presencia sólida y coherente en el entorno virtual. Y, también por eso mismo, las sociedades abiertas debemos pelear por la libertad de conexión para asegurar la libre circulación de las ideas. Pero la defensa no es gratuita. El trilema reza como sigue: ¿cómo congeniar libertad y seguridad?, ¿cuánta transparencia es compatible con la confidencialidad de los asuntos de Estado?  y ¿qué libertad de expresión necesitamos? No lo intenten resolver: es pura aporía.

 

Más innovación

El hackeo es una actividad mitificada. Hemos visto demasiadas películas de geeks, que han popularizado un argot. No creo que el diplomático del siglo XXI tenga que ser evaluado por su capacidad para programar en HTML 5 o por su número de seguidores en Twitter. De hecho, es un asunto menor.

Hackear la diplomacia consiste en la modificación, la reconfiguración y la reprogramación de las actividades profesionales para pensar y ejecutar una estrategia acorde al nuevo entorno estratégico. Hay que intervenir y transformar la forma de organizar el servicio exterior, de establecer las relaciones exteriores con los ciudadanos y, en síntesis, de hacer diplomacia. El nuevo ecosistema no se va a conformar con un subproducto de la actividad, sino que reclama un cambio en las competencias y habilidades profesionales, que se sumen a las tradicionales. Se trata, pues, de pensar dónde se genera ahora el valor añadido y orientar la misión hacia la nueva encomienda.

En relación con la distribución del servicio exterior, las Embajadas se enfrentan al dilema de tantas organizaciones. Cuando creíamos que la inversión principal debía destinarse a los edificios y las instalaciones, resulta que las tecnologías pueden resolver buena parte de los problemas. No son los únicos: las universidades están ante el mismo caso. La diplomacia red adelanta el resultado del cambio: participar obliga a una presencia distribuida, más descentralizada, móvil y flexible. Un servicio exterior más conectado es también más ágil y abierto al cambio. En suma, un servicio exterior con menos cables, pero más conectado.

Cuando se plantea cómo establecer las relaciones con los ciudadanos, hay que pensar en la capacidad que tienen éstos de influir en las decisiones de sus gobiernos, afectar al comportamiento de las corporaciones o cambiar sus costumbres. Y ahí es donde la diplomacia pública aparece como un valor seguro. Consiste en la estrategia de información, educación y entretenimiento que tiene como objetivo el ejercicio de la influencia sobre un público extranjero. Incluye numerosos instrumentos: la televisión internacional, las casas, los programas de intercambio o las acciones de marca país. No es una campaña de relaciones públicas, sino una acción de gobierno.

La ventaja de la diplomacia pública respecto de la convencional es el mayor espacio para la innovación: probar con pequeños presupuestos y áreas de actividad. Es un laboratorio ideal porque se pueden realizar cambios y crear nuevas áreas de desarrollo, al tiempo que se generan y practican nuevas capacidades profesionales. Además, como palanca de cambio, la idea de transformar la percepción de la imagen en el exterior obliga a la generación de innovaciones internas.

En particular, las tecnologías se han convertido en instrumentos principales para transmitir los mensajes, conectar con las comunidades o escuchar la demanda ciudadana. La clave del éxito es la conexión de los gobiernos con los intereses de los ciudadanos, independientemente de su relación con los gobiernos (Venezuela, Cuba, Irán o Corea del Norte). Se trata de crear una comunidad de intereses con los públicos extranjeros. Mención especial merece el desafío demográfico: no podremos influir si no estamos en las redes (sociales) donde los jóvenes (45% de la población mundial tiene menos de 25 años) pasan media vida.

Y en la diplomacia convencional, toca aún crear y definir una doctrina sobre geoestrategia digital: protección de los derechos individuales, la neutralidad de la red, la brecha digital, el fomento de la libertad de expresión y otros tantos temas necesitan una respuesta internacional. Y ahí la experiencia de los diplomáticos va a ser fundamental.

 

Nuevas competencias profesionales

En este nuevo entorno estratégico, ¿cuál es la caja de herramientas que necesita para afrontar el siglo XXI? Ese conjunto de nuevas competencias se asienta sobre la buena práctica de la diplomacia convencional. No creo que exista una nueva diplomacia frente a la vieja, sino que ahora los profesionales destinados a la red exterior (¡y la interior!) requieren nuevas capacidades (más movilidad y más capacidad de adaptación) y una gestión diferente, que incluye una fuerte actividad comunicativa. No es casual que el Foreign Office haya lanzado más de cien blogs a través de su representación exterior. En la diplomacia red, los nuevos medios serán un apoyo esencial para desempeñar las funciones. Las redes sociales no son solo un espacio para el divertimento, sino para la gestación de un estado de opinión. Los ciudadanos tienen ya estas habilidades, socializan en el mundo global de Facebook o Google y conectan con sus líderes de opinión, sea la actriz Angelina Jolie promoviendo su campaña en República Democrática del Congo con el político William Hague o Edward Snowden y su lucha contra la NSA.

Por eso, hackear la diplomacia no consiste en abandonar todo lo realizado hasta ahora. No funciona así la innovación social: el diplomático es el eje de la nueva actividad, pero debe generar una práctica inclusiva que integre la innovación, los nuevos medios y las redes en su tarea diaria. La propuesta de valor añade ahora nuevas habilidades y nuevas herramientas que se desempeñan eficazmente cuando hay un poso profesional.

Es un reto mayúsculo para los diplomáticos y sus escuelas. ¿Están listos?

 

Artículos relacionados