Ricos, insolidarios y miedosos, pero sobre
todo miopes. Los Estados de la UE
se han atrincherado para defender sus privilegios y una unión política
que nunca existió frente a los fantasmas del
fontanero polaco y
la Europa turca. En realidad, aunque a sus líderes les cuesta entenderlo, cuanto
más solidaria sea la Unión, más beneficios obtendrá.


Hace 25 años, cuando el sur de Europa, liberado de su pasado autoritario,
se acercó (de verdad, no retóricamente) a las Comunidades Europeas,
una ola de pánico recorrió los Estados miembros. ¡Son muchos! ¡Y
muy pobres! ¡Nos invadirán! ¡Arruinarán el presupuesto
de la Unión! Como había elecciones presidenciales a la vista
en Francia, el presidente Giscard paró las negociaciones. ¿No
les resulta familiar?

¿Se imaginan lo que habría pasado en 1981 si se hubiera preguntado
a los franceses si querían que fuera miembro de la Comunidad un país
con una renta del 71% de la media, con un 20% de desempleo, un millón
de emigrantes, una superficie agraria que representaba el 30% de la Comunidad
y la tercera flota pesquera más grande del mundo, además de 40
años de dictadura, una guerra civil y un reciente intento de golpe de
Estado a sus espaldas, más de 100 muertos al año por terrorismo
y, para terminar, plagado de tensiones territoriales internas (Cataluña
y País Vasco) y externas (con el Reino Unido y Marruecos)? Como poco,
se puede decir que el entusiasmo habría sido limitado. El resto de la
historia ya la conocen: los trabajadores españoles no sólo no
se marcharon, sino que regresaron de forma masiva, los productos agrícolas
franceses inundaron los supermercados, la industria española desapareció,
los británicos se compraron Málaga y los alemanes Mallorca. A
cambio, España se convirtió en un país rico, creó empleo
sostenidamente, controló la inflación y el déficit público,
pasó de recibir ayuda internacional a concederla, de recibir inversiones
extranjeras a invertir por el mundo, lideró durante algún tiempo
la construcción europea, accedió a la Unión Monetaria
por sus propios méritos y terminó siendo casi un contribuyente
neto.

Efectivamente, de todo esto se celebra el 20º aniversario, pero, como
en el tango, 20 años son nada. El egoísmo está de moda:
como las golondrinas, vuelven alegremente los mismos prejuicios, la misma miopía
y los mismos errores. Esta vez, sin embargo, el egoísmo es doblemente
irresponsable. Primero porque a estas alturas debería ya saberse que
las ampliaciones son lo mejor que le ha pasado a la Unión Europea. Han
aportado presión, dinamismo, diversidad, empuje y ganas; han impuesto
la necesidad de reformar las instituciones y las políticas para hacerlas
más eficaces y democráticas; han obligado a la UE a ser más
responsable, solidaria y cohesionada hacia adentro; pero también a mirar
hacia fuera, a considerar su dimensión mediterránea, latinoamericana
y nórdica, a sopesar su posición en Turquía, Rusia, Asia
Central e incluso Asia-Pacífico. Gracias a ellas, la Unión ha
adquirido una dimensión e intereses globales, desde la Patagonia a Siberia,
desde Nueva York a Ciudad de El Cabo, desde Tallin (Estonia) a Banda Aceh (Indonesia).
Todo ello le concede responsabilidades internacionales en cuanto a la defensa
de sus principios y valores, refuerza su proyecto democrático y cosmopolita
obligándole a dejar atrás los localismos, las minidiscusiones
y las estrecheces mentales que tanto daño han hecho a Europa. La UE
representa hoy el 20% del comercio mundial, como EE UU, pero el Viejo Continente
no sólo se niega a asumir su responsabilidad, sino que no ve en esa
cifra oportunidad alguna de contribuir a hacer del mundo un lugar mejor.

EL PODER DE LA AMPLIACIÓN
Las ampliaciones son hasta la fecha el instrumento de política exterior
más potente de que han dispuesto los 25. Gracias a esa perspectiva,
la Unión no sólo se ha transformado a sí misma (aunque
para algunos sea irreconocible), sino que ha modificado, y de qué manera,
el mundo que la rodea. Sus vecinos, en muchos casos muy a su pesar, están
hoy atrapados por la interdependencia y el multilateralismo, el comercio y
los derechos humanos. En una región abonada en 1991 para el estancamiento
económico, el autoritarismo y el conflicto étnico, florece hoy
la democracia, el Estado de Derecho y los derechos humanos. El acervo comunitario,
que regula desde la calidad de las cabañas ganaderas a las emisiones
de dióxido de carbono de las motocicletas, desde la salud en el trabajo
a la equidad de sexo, se extiende por todo el continente. La mayoría
de los nuevos miembros crecen más y mejor que los viejos, hasta el punto
de que los bálticos se han ganado el nombre de tigres, por su elevado
crecimiento y sus altos niveles de competitividad. ¡Y sin disparar un
tiro!

¿Y qué se hace a este lado? Lamentarse indeciblemente. Unos
por el fontanero polaco, otros porque hay menos dinero para repartir, otros
porque su déficit comercial aumenta, los más porque "pierden
peso" y casi todos porque ven "amenazada" su identidad. Resulta
significativo que en los países más grandes y más importantes
de la Unión (Francia, Reino Unido, Alemania), la opinión pública
esté en contra de la ampliación y piense que se ha ido demasiado
rápido. ¿Demasiado rápido? ¡Pero si hace 14 años
que cayó el Muro! Si los nuevos miembros todavía no han adoptado
el euro, ni han entrado en Schengen, ni participan plenamente en el presupuesto
de la Unión, ni han obtenido la libertad de movimiento y establecimiento
en la UE. En realidad, si de algo hay que quejarse es de que la plena integración
no se haya producido todavía, de que los nuevos miembros lo sean de
segunda clase, parientes pobres a los que se sienta a la mesa, pero se les
pide que no incordien con sus batallitas sobre el pasado comunista o sus demandas
sobre el presente.

Y en esto llegó la crisis constitucional provocada por los noes francés
y holandés. Y con ella, la presupuestaria, y todo saltó por los
aires, eso sí, educadamente, con un sonido sordo y seco, como corresponde
entre países civilizados que han renunciado a la guerra. Toda Europa
se lamenta de que no se consiguiera un acuerdo que hubiera empujado el techo
de gasto comunitario hasta el 1%, lo cual habría representado un presupuesto
similar al que tenía la Comunidad en 1985, antes del ingreso de España
y Portugal. Con 10 nuevos socios y una Europa a punto de ser 25, la ingeniosa
solución de los políticos europeos a todos los problemas ha consistido
en dejar el presupuesto en los niveles de la Unión a 10, cuando la riqueza
relativa era muchísimo mayor y los problemas infinitamente menores.

Para completar el cuadro, los líderes europeos, especialmente en Francia
y Holanda, lejos de asumir sus responsabilidades por la desastrosa gestión
de la cuestión constitucional y los referendos, han señalado
a algunas víctimas propiciatorias completamente inocentes: el incipiente
servicio exterior europeo -una pieza esencial para dotar a la UE de presencia
en el mundo- pero también, y sobre todo, las próximas ampliaciones,
que carecen hoy por hoy de voluntad política para salir adelante. Parece
como si por culpa de los nuevos miembros se hubiera tenido que sacrificar la
unión política y ahora se les pasara factura. ¿Qué unión
política? ¿La que figuraba en el Tratado Constitucional? (efectivamente,
lo han adivinado, no había ninguna, así que no se ha perdido
tanto). La realidad es que la UE, por miopía, por cobardía, se
negó a unirse políticamente antes de las últimas adhesiones,
por lo que resulta ahora injusto culparles. Créanlo, si el no a Turquía
fuera la solución a todos los problemas, ya se habría hecho hace
tiempo. Lo más probable, sin embargo, es que se diga no a Turquía
con la excusa de la unión política y que esta última siga
sin realizarse.

SÁLVESE QUIEN PUEDA
¿Qué ha pasado? ¿Cómo los líderes han podido
dejar que el egoísmo y la incomprensión se hayan convertido en
los elementos centrales de la política europea? Oficialmente, se llama "pausa
para la reflexión", pero en la práctica se denomina "sálvese
quien pueda". Los debates en torno a los referendos constitucionales han
dejado bien claro que el reflujo egoísta e introspectivo avanza como una
marea negra. Ver a la izquierda y a la derecha francesas unidas en el rechazo
a la ampliación, en el fomento del miedo, en el indisimulado estímulo
de la xenofobia que se esconde tras la imagen del fontanero
polaco
, ha resultado
particularmente doloroso. Los lamentos de Alain Touraine y la gauche
divine
francesa
sobre la ingratitud y proamericanismo de los nuevos miembros han sido indistinguibles
del clamor soberanista de los gaullistas más rancios.

Afortunadamente, como pasó con el sur de Europa, el desprecio y la
condescendencia con que los viejos miembros han venido tratando a los nuevos
estimulará a los últimos a hacerlo aún mejor, a crecer
más para labrar un futuro más próspero para sus hijos,
a terminar de asaltar la fortaleza europea para romper los privilegios de estos
ricachones acomodados que consideran grosero que se cuestione su superioridad.
Detrás del discurso acerca del dumping social por parte de los nuevos
miembros se esconde el deseo de los ricos de preservar sus privilegios. ¿O
es que la ola de inversión que llegó a España en los 60
y luego a finales de los 80, y que contribuyó tan decisivamente a nuestro
crecimiento económico, no lo hizo teniendo en cuenta los costes salariales
más bajos, combinados a la vez con una mano de obra cualificada? No
se dejen engañar, es la misma historia de siempre: cuando en 1991, polacos,
húngaros y checos se acercaron a las puertas de la Comunidad, se les
dijo que esperaran para liberalizar el comercio, que su acero, carbón
y sus productos agrícolas eran demasiado baratos, que el textil del
club era "sensible" y que no podría resistir la competencia.
Desconcertado y frustrado, el primer ministro polaco, Balcerowicz, arquitecto
de unas dolorosísimas reformas gracias a las cuales hoy ese país
está saliendo adelante, confesaría a Jacques Delors, entonces
presidente de la Comisión, que durante muchos años se había
acostumbrado a vivir con la falsedad de la retórica comunista en torno
a la igualdad, pero que jamás habría pensado que tendría
que acostumbrarse tan rápido a la occidental en torno a la libertad
económica.

Por tanto, el plazo de la ampliación ha vencido y la deuda se ha pasado
al cobro. Pero mientras, en estos 10 años las cosas han cambiado. Inditex
ha dejado de coser en España, abre tiendas en Kuala Lumpur (Malaisia),
subcontrata la manufactura en Marruecos y retiene el diseño y la distribución
en Arteixo (A Coruña). Visto así, es una historia de éxito, ¿o
no? Como ciudadanos de un país avanzado, los españoles deberían
asegurarse de que los salarios en origen son dignos, pedir al Gobierno que
refuerce la Organización Internacional del Trabajo, exigir responsabilidad
social de las empresas para estar seguros de que la preciosa ropa nacional
de diseño no importa sufrimiento, sino que exporta dignidad al Tercer
Mundo, y, a la vez, exigir a la UE que refuerce las instituciones multilaterales
que harán la globalización más justa y equitativa. Sin
embargo, escasean los políticos que se atrevan a contar esto públicamente,
que posean el coraje de contarle a la gente cómo funciona realmente
el mundo en el que vivimos. Por una vez, podrían probar: a lo mejor
se sorprenderían de la reacción.

Por eso, no hay nada más peligroso estos días que plantear el
no en Francia y en Holanda como una lucha heroica entre el bien (el modelo
social europeo) y el mal (el modelo neoliberal); entre la (supuesta) unión
política, que lo curará todo y redimirá a la UE de sus
pecados y miopías, y el mercado sin alma, que todo lo habría
emponzoñado; entre una UE compacta y con personalidad en el mundo u
otra amplia, fofa y sin personalidad. ¡Ojalá fuera así de
fácil! Seamos honrados, sin mercado interior y sin una Europa que funcione
y que crezca no habrá unión política: el mercado interior
no es una condición suficiente para lograrla pero sí necesaria.

No hay nada más
peligroso ahora que plantear el ‘no’ en Francia y Holanda
como una lucha heroica entre el bien (el modelo social europeo) y el
mal (el neoliberal)

En el último año del cual hay estadísticas armonizadas
(2001), el gasto social en Francia era del 30% del PIB mientras que el del
Reino Unido era 27,2%, una mera diferencia de 2,8 puntos. Holanda, por su parte,
tenía una inversión social igual a la británica (27,6%),
mientras que España se situaba muy por debajo (20,1%). También
resultan reveladoras las magnitudes exportadoras del Reino Unido y Francia:
cada uno representa un 13% de la UE. Con una importante diferencia: los franceses,
que se lamentan del dumping, disfrutaron de un superávit comercial en
2003 de 10.000 millones de euros, mientras que los británicos sufrieron
un déficit comercial de 43.000. ¡Lógico! Frente a lo que
se piensa, a pesar de que Francia tenga una tasa de desempleo superior a la
del Reino Unido, la productividad por hora trabajada es mayor.

No puede ser una coincidencia que en la lista de los 20 países más
globalizados del mundo que publica regularmente FP no sólo haya 11 Estados
de la Unión Europea, sino que, además, estén los países
más ricos, más iguales y con los índices de desarrollo
humano más altos del mundo (Suiza, Dinamarca, Suecia, Noruega). ¿Será una
casualidad que los más favorecidos sean también los más
equitativos, los que tienen las economías más abiertas al mundo
y los que destinan mayor cantidad de recursos a la ayuda al desarrollo? ¿O
será, por el contrario, que es imposible ser un Estado acomodado si
no se es también muy justo, no se tiene una economía abierta
al mundo y no se ayuda lo suficiente a los demás? Dada la "parada
técnica" para reflexionar a la que se ha sometido Europa, quizá sus
líderes deberían aprovechar los ratos libres para dejar los clichés
y estereotipos fáciles a un lado, contener el reflujo egoísta
y hacer exactamente lo contrario de lo que están haciendo.

Ricos, insolidarios y miedosos, pero sobre
todo miopes. Los Estados de la UE
se han atrincherado para defender sus privilegios y una unión política
que nunca existió frente a los fantasmas del
fontanero polaco y
la Europa turca. En realidad, aunque a sus líderes les cuesta entenderlo, cuanto
más solidaria sea la Unión, más beneficios obtendrá.
José Ignacio
Torreblanca


Hace 25 años, cuando el sur de Europa, liberado de su pasado autoritario,
se acercó (de verdad, no retóricamente) a las Comunidades Europeas,
una ola de pánico recorrió los Estados miembros. ¡Son muchos! ¡Y
muy pobres! ¡Nos invadirán! ¡Arruinarán el presupuesto
de la Unión! Como había elecciones presidenciales a la vista
en Francia, el presidente Giscard paró las negociaciones. ¿No
les resulta familiar?

¿Se imaginan lo que habría pasado en 1981 si se hubiera preguntado
a los franceses si querían que fuera miembro de la Comunidad un país
con una renta del 71% de la media, con un 20% de desempleo, un millón
de emigrantes, una superficie agraria que representaba el 30% de la Comunidad
y la tercera flota pesquera más grande del mundo, además de 40
años de dictadura, una guerra civil y un reciente intento de golpe de
Estado a sus espaldas, más de 100 muertos al año por terrorismo
y, para terminar, plagado de tensiones territoriales internas (Cataluña
y País Vasco) y externas (con el Reino Unido y Marruecos)? Como poco,
se puede decir que el entusiasmo habría sido limitado. El resto de la
historia ya la conocen: los trabajadores españoles no sólo no
se marcharon, sino que regresaron de forma masiva, los productos agrícolas
franceses inundaron los supermercados, la industria española desapareció,
los británicos se compraron Málaga y los alemanes Mallorca. A
cambio, España se convirtió en un país rico, creó empleo
sostenidamente, controló la inflación y el déficit público,
pasó de recibir ayuda internacional a concederla, de recibir inversiones
extranjeras a invertir por el mundo, lideró durante algún tiempo
la construcción europea, accedió a la Unión Monetaria
por sus propios méritos y terminó siendo casi un contribuyente
neto.

Efectivamente, de todo esto se celebra el 20º aniversario, pero, como
en el tango, 20 años son nada. El egoísmo está de moda:
como las golondrinas, vuelven alegremente los mismos prejuicios, la misma miopía
y los mismos errores. Esta vez, sin embargo, el egoísmo es doblemente
irresponsable. Primero porque a estas alturas debería ya saberse que
las ampliaciones son lo mejor que le ha pasado a la Unión Europea. Han
aportado presión, dinamismo, diversidad, empuje y ganas; han impuesto
la necesidad de reformar las instituciones y las políticas para hacerlas
más eficaces y democráticas; han obligado a la UE a ser más
responsable, solidaria y cohesionada hacia adentro; pero también a mirar
hacia fuera, a considerar su dimensión mediterránea, latinoamericana
y nórdica, a sopesar su posición en Turquía, Rusia, Asia
Central e incluso Asia-Pacífico. Gracias a ellas, la Unión ha
adquirido una dimensión e intereses globales, desde la Patagonia a Siberia,
desde Nueva York a Ciudad de El Cabo, desde Tallin (Estonia) a Banda Aceh (Indonesia).
Todo ello le concede responsabilidades internacionales en cuanto a la defensa
de sus principios y valores, refuerza su proyecto democrático y cosmopolita
obligándole a dejar atrás los localismos, las minidiscusiones
y las estrecheces mentales que tanto daño han hecho a Europa. La UE
representa hoy el 20% del comercio mundial, como EE UU, pero el Viejo Continente
no sólo se niega a asumir su responsabilidad, sino que no ve en esa
cifra oportunidad alguna de contribuir a hacer del mundo un lugar mejor.

EL PODER DE LA AMPLIACIÓN
Las ampliaciones son hasta la fecha el instrumento de política exterior
más potente de que han dispuesto los 25. Gracias a esa perspectiva,
la Unión no sólo se ha transformado a sí misma (aunque
para algunos sea irreconocible), sino que ha modificado, y de qué manera,
el mundo que la rodea. Sus vecinos, en muchos casos muy a su pesar, están
hoy atrapados por la interdependencia y el multilateralismo, el comercio y
los derechos humanos. En una región abonada en 1991 para el estancamiento
económico, el autoritarismo y el conflicto étnico, florece hoy
la democracia, el Estado de Derecho y los derechos humanos. El acervo comunitario,
que regula desde la calidad de las cabañas ganaderas a las emisiones
de dióxido de carbono de las motocicletas, desde la salud en el trabajo
a la equidad de sexo, se extiende por todo el continente. La mayoría
de los nuevos miembros crecen más y mejor que los viejos, hasta el punto
de que los bálticos se han ganado el nombre de tigres, por su elevado
crecimiento y sus altos niveles de competitividad. ¡Y sin disparar un
tiro!

¿Y qué se hace a este lado? Lamentarse indeciblemente. Unos
por el fontanero polaco, otros porque hay menos dinero para repartir, otros
porque su déficit comercial aumenta, los más porque "pierden
peso" y casi todos porque ven "amenazada" su identidad. Resulta
significativo que en los países más grandes y más importantes
de la Unión (Francia, Reino Unido, Alemania), la opinión pública
esté en contra de la ampliación y piense que se ha ido demasiado
rápido. ¿Demasiado rápido? ¡Pero si hace 14 años
que cayó el Muro! Si los nuevos miembros todavía no han adoptado
el euro, ni han entrado en Schengen, ni participan plenamente en el presupuesto
de la Unión, ni han obtenido la libertad de movimiento y establecimiento
en la UE. En realidad, si de algo hay que quejarse es de que la plena integración
no se haya producido todavía, de que los nuevos miembros lo sean de
segunda clase, parientes pobres a los que se sienta a la mesa, pero se les
pide que no incordien con sus batallitas sobre el pasado comunista o sus demandas
sobre el presente.

Y en esto llegó la crisis constitucional provocada por los noes francés
y holandés. Y con ella, la presupuestaria, y todo saltó por los
aires, eso sí, educadamente, con un sonido sordo y seco, como corresponde
entre países civilizados que han renunciado a la guerra. Toda Europa
se lamenta de que no se consiguiera un acuerdo que hubiera empujado el techo
de gasto comunitario hasta el 1%, lo cual habría representado un presupuesto
similar al que tenía la Comunidad en 1985, antes del ingreso de España
y Portugal. Con 10 nuevos socios y una Europa a punto de ser 25, la ingeniosa
solución de los políticos europeos a todos los problemas ha consistido
en dejar el presupuesto en los niveles de la Unión a 10, cuando la riqueza
relativa era muchísimo mayor y los problemas infinitamente menores.

Para completar el cuadro, los líderes europeos, especialmente en Francia
y Holanda, lejos de asumir sus responsabilidades por la desastrosa gestión
de la cuestión constitucional y los referendos, han señalado
a algunas víctimas propiciatorias completamente inocentes: el incipiente
servicio exterior europeo -una pieza esencial para dotar a la UE de presencia
en el mundo- pero también, y sobre todo, las próximas ampliaciones,
que carecen hoy por hoy de voluntad política para salir adelante. Parece
como si por culpa de los nuevos miembros se hubiera tenido que sacrificar la
unión política y ahora se les pasara factura. ¿Qué unión
política? ¿La que figuraba en el Tratado Constitucional? (efectivamente,
lo han adivinado, no había ninguna, así que no se ha perdido
tanto). La realidad es que la UE, por miopía, por cobardía, se
negó a unirse políticamente antes de las últimas adhesiones,
por lo que resulta ahora injusto culparles. Créanlo, si el no a Turquía
fuera la solución a todos los problemas, ya se habría hecho hace
tiempo. Lo más probable, sin embargo, es que se diga no a Turquía
con la excusa de la unión política y que esta última siga
sin realizarse.

SÁLVESE QUIEN PUEDA
¿Qué ha pasado? ¿Cómo los líderes han podido
dejar que el egoísmo y la incomprensión se hayan convertido en
los elementos centrales de la política europea? Oficialmente, se llama "pausa
para la reflexión", pero en la práctica se denomina "sálvese
quien pueda". Los debates en torno a los referendos constitucionales han
dejado bien claro que el reflujo egoísta e introspectivo avanza como una
marea negra. Ver a la izquierda y a la derecha francesas unidas en el rechazo
a la ampliación, en el fomento del miedo, en el indisimulado estímulo
de la xenofobia que se esconde tras la imagen del fontanero
polaco
, ha resultado
particularmente doloroso. Los lamentos de Alain Touraine y la gauche
divine
francesa
sobre la ingratitud y proamericanismo de los nuevos miembros han sido indistinguibles
del clamor soberanista de los gaullistas más rancios.

Afortunadamente, como pasó con el sur de Europa, el desprecio y la
condescendencia con que los viejos miembros han venido tratando a los nuevos
estimulará a los últimos a hacerlo aún mejor, a crecer
más para labrar un futuro más próspero para sus hijos,
a terminar de asaltar la fortaleza europea para romper los privilegios de estos
ricachones acomodados que consideran grosero que se cuestione su superioridad.
Detrás del discurso acerca del dumping social por parte de los nuevos
miembros se esconde el deseo de los ricos de preservar sus privilegios. ¿O
es que la ola de inversión que llegó a España en los 60
y luego a finales de los 80, y que contribuyó tan decisivamente a nuestro
crecimiento económico, no lo hizo teniendo en cuenta los costes salariales
más bajos, combinados a la vez con una mano de obra cualificada? No
se dejen engañar, es la misma historia de siempre: cuando en 1991, polacos,
húngaros y checos se acercaron a las puertas de la Comunidad, se les
dijo que esperaran para liberalizar el comercio, que su acero, carbón
y sus productos agrícolas eran demasiado baratos, que el textil del
club era "sensible" y que no podría resistir la competencia.
Desconcertado y frustrado, el primer ministro polaco, Balcerowicz, arquitecto
de unas dolorosísimas reformas gracias a las cuales hoy ese país
está saliendo adelante, confesaría a Jacques Delors, entonces
presidente de la Comisión, que durante muchos años se había
acostumbrado a vivir con la falsedad de la retórica comunista en torno
a la igualdad, pero que jamás habría pensado que tendría
que acostumbrarse tan rápido a la occidental en torno a la libertad
económica.

Por tanto, el plazo de la ampliación ha vencido y la deuda se ha pasado
al cobro. Pero mientras, en estos 10 años las cosas han cambiado. Inditex
ha dejado de coser en España, abre tiendas en Kuala Lumpur (Malaisia),
subcontrata la manufactura en Marruecos y retiene el diseño y la distribución
en Arteixo (A Coruña). Visto así, es una historia de éxito, ¿o
no? Como ciudadanos de un país avanzado, los españoles deberían
asegurarse de que los salarios en origen son dignos, pedir al Gobierno que
refuerce la Organización Internacional del Trabajo, exigir responsabilidad
social de las empresas para estar seguros de que la preciosa ropa nacional
de diseño no importa sufrimiento, sino que exporta dignidad al Tercer
Mundo, y, a la vez, exigir a la UE que refuerce las instituciones multilaterales
que harán la globalización más justa y equitativa. Sin
embargo, escasean los políticos que se atrevan a contar esto públicamente,
que posean el coraje de contarle a la gente cómo funciona realmente
el mundo en el que vivimos. Por una vez, podrían probar: a lo mejor
se sorprenderían de la reacción.

Por eso, no hay nada más peligroso estos días que plantear el
no en Francia y en Holanda como una lucha heroica entre el bien (el modelo
social europeo) y el mal (el modelo neoliberal); entre la (supuesta) unión
política, que lo curará todo y redimirá a la UE de sus
pecados y miopías, y el mercado sin alma, que todo lo habría
emponzoñado; entre una UE compacta y con personalidad en el mundo u
otra amplia, fofa y sin personalidad. ¡Ojalá fuera así de
fácil! Seamos honrados, sin mercado interior y sin una Europa que funcione
y que crezca no habrá unión política: el mercado interior
no es una condición suficiente para lograrla pero sí necesaria.

No hay nada más
peligroso ahora que plantear el ‘no’ en Francia y Holanda
como una lucha heroica entre el bien (el modelo social europeo) y el
mal (el neoliberal)

En el último año del cual hay estadísticas armonizadas
(2001), el gasto social en Francia era del 30% del PIB mientras que el del
Reino Unido era 27,2%, una mera diferencia de 2,8 puntos. Holanda, por su parte,
tenía una inversión social igual a la británica (27,6%),
mientras que España se situaba muy por debajo (20,1%). También
resultan reveladoras las magnitudes exportadoras del Reino Unido y Francia:
cada uno representa un 13% de la UE. Con una importante diferencia: los franceses,
que se lamentan del dumping, disfrutaron de un superávit comercial en
2003 de 10.000 millones de euros, mientras que los británicos sufrieron
un déficit comercial de 43.000. ¡Lógico! Frente a lo que
se piensa, a pesar de que Francia tenga una tasa de desempleo superior a la
del Reino Unido, la productividad por hora trabajada es mayor.

No puede ser una coincidencia que en la lista de los 20 países más
globalizados del mundo que publica regularmente FP no sólo haya 11 Estados
de la Unión Europea, sino que, además, estén los países
más ricos, más iguales y con los índices de desarrollo
humano más altos del mundo (Suiza, Dinamarca, Suecia, Noruega). ¿Será una
casualidad que los más favorecidos sean también los más
equitativos, los que tienen las economías más abiertas al mundo
y los que destinan mayor cantidad de recursos a la ayuda al desarrollo? ¿O
será, por el contrario, que es imposible ser un Estado acomodado si
no se es también muy justo, no se tiene una economía abierta
al mundo y no se ayuda lo suficiente a los demás? Dada la "parada
técnica" para reflexionar a la que se ha sometido Europa, quizá sus
líderes deberían aprovechar los ratos libres para dejar los clichés
y estereotipos fáciles a un lado, contener el reflujo egoísta
y hacer exactamente lo contrario de lo que están haciendo.


José Ignacio Torreblanca es profesor titular de Ciencia Política
en la UNED.