Emblema de la Organización Mundial de la Salud en un smartphone, India (Avishek Das/Getty Images).

¿Cómo puede enfrentarse la Organización Mundial de la Salud al desafío de establecer sistemas eficaces de preparación y respuesta? ¿Cómo puede dotarse de una financiación más predecible y estructural? ¿Es necesario repensar su mandato? He aquí un repaso a las reformas que precisa la salud global en el siglo XXI.

A punto de cumplirse el tercer aniversario de la declaración oficial de la pandemia del coronavirus, dos lecciones parecen haber quedado claras para la comunidad internacional. La primera es que cualquier gestión eficaz de los riesgos sanitarios sistémicos exige un liderazgo institucional sólido, ágil y representativo, con capacidad de responder de manera coordinada en una diversidad de países y contextos sociales, y con margen de maniobra político y financiero para establecer la estrategia a seguir. La segunda es que nada de todo esto existía cuando la emergencia se desencadenó.

La Organización Mundial de la Salud fue creada en 1948 para “promover la salud, mantener al mundo seguro y servir a los vulnerables”. 75 años después, un número creciente de observadores pone en solfa la capacidad de esta institución para cumplir sus objetivos fundacionales. La crisis de la Covid19 es un escenario reciente y magnificado de problemas arrastrados durante décadas, y que habían aflorado en crisis anteriores como la de la gripe aviar (2005), la de la gripe H1N1 (2011) o la del Ébola (2014-2015). Precisamente sobre este último caso, el investigador del Centro Sur de Ginebra Germán Velásquez escribía en la publicación Le Monde Diplomatique: “Como en otras oportunidades, la OMS argumenta que es un problema de falta de fondos, lo que puede tener algo de verdad, pero el problema de fondo no es financiero sino estructural, lo que está en juego es la capacidad de la OMS de responder a este tipo de problemas. Las respuestas son lentas, las recomendaciones no siempre claras y los mecanismos de aplicación de las estrategias de acción casi inexistentes”.

Velásquez y el Centro Sur han mantenido una línea crítica sobre la deriva de la OMS y la validez de su liderazgo. No son los únicos. A pesar de los logros de esta organización a lo largo de su historia —tratados internacionales como la Regulación Sanitaria Internacional (2003) y la Convención para el Control del Tabaco (2005) o iniciativas políticas estratégicas en debates sobre la financiación de la salud y el de sus determinantes sociales, fundamento de los ODS en este campo— la fragilidad política de una organización responsable de coordinar las tareas de salud global en todo el planeta llama la atención. También la cicatería de un presupuesto anual total que es la mitad de lo que gasta en sanidad la comunidad autónoma española de Andalucía.

La falta de independencia financiera es, de hecho, la primera de las carencias que se achacan al modelo actual de la OMS. Las llamadas “contribuciones obligatorias” —financiación estructural y predecible, de acuerdo a un porcentaje del PIB de sus 193 países miembros— constituyen menos del 20% del total del presupuesto anual de la organización. El resto depende de las llamadas “contribuciones voluntarias” procedentes de los Estados miembros y de una miríada de donantes que incluye a otras agencias de la ONU, ONG, filantropía y sector privado. Nueve de cada 10 dólares de estas aportaciones voluntarias están dirigidos a las prioridades que establecen los donantes, de modo que la OMS carece en la práctica de margen de maniobra operativo. Y deja a la organización a merced de las contribuciones y la influencia de los donantes públicos y privados, incluyendo organizaciones filantrópicas y empresas farmacéuticas.

Tal vez por esta razón, la OMS y sus dirigentes han demostrado un liderazgo preocupantemente débil frente a los grandes desafíos de su sector. La edad de oro de la salud global —un período de avances sin precedentes en los indicadores de morbi-mortalidad de los países más pobres, que fue simbolizada por los Objetivos del Milenio (2000-2015)— no ha tenido como protagonista a la OMS, sino a  partenariados público-privados y agencias apoyados por el dinero de la filantropía y de los donantes de la OCDE. El Fondo Mundial contra la Malaria, el SIDA y la Tuberculosis, la Alianza Global para la Inmunización (GAVI), la Fundación Bill y Melinda Gates, UNICEF o las alianzas para el desarrollo de diagnósticos y tratamientos no solo han demostrado una capacidad notable para desarrollar y distribuir productos y servicios de salud —algo que no es exigible a la OMS—, sino también para marcar el paso de las políticas que aplicaron muchos países —una responsabilidad que sí corresponde a esta organización—. 

El tercer bloque de problemas es de naturaleza política. Como otras agencias de la ONU, la OMS responde a una asamblea de Estados miembros donde cada país cuenta con un voto. De manera informal, ha primado la posición de un puñado de los principales donantes, como los EE UU, Japón y el Reino Unido. Esta situación supone un problema para grandes países de renta media, cuyo ascendiente sobre las políticas de la OMS estaba por debajo de su peso internacional. Cuando esto ha empezado a cambiar, comenzaron los problemas. El interés creciente de China por la organización ha sido visto con un recelo que explotó durante los primeros meses de 2020, en pleno desarrollo de la pandemia. En medio de una retahíla de acusaciones sobre la supuesta docilidad de la OMS y de su director —el etíope Tedros Adhanom— frente a la potencia asiática, el entonces presidente estadounidense Donald Trump anunció primero la congelación de las contribuciones de su país, para poner fin a todas sus relaciones con la organización el 29 de mayo. Paradójicamente, esta decisión dejó un terreno más despejado para Pekín.

Los estadounidenses regresaron a la OMS con la Administración Biden, pero los problemas de gobernanza de la organización seguían ahí, con la diferencia de que ahora todo el mundo se daba cuenta. La pandemia ha sido una constatación en tiempo real de las dificultades de esta organización para coordinar adecuadamente a los actores en juego y liderar la respuesta internacional. A medida que el nuevo virus empezó a circular, la OMS intentó recoger una información que el propio gobierno Chino le negaba. La diplomacia de la salud es difícil y la covid-19 ha puesto de manifiesto la inconsistencia de la comunidad internacional. No ha habido coordinación, cada país ha tomado sus medidas sin tener en cuenta las de al lado, una respuesta segmentada solo ha hecho que el virus sea más fuerte y más largo su viaje. 

Con efectos devastadores, en el ámbito de la salud ya ha habido propuestas como la del ex primer ministro británico Gordon Brown, que apuntan a una organización con capacidad de regular, con poder para imponer soluciones a los ministerios de salud de cualquier país. No parece fácil, pero tenemos idea de hacia dónde dar los próximos pasos. Para empezar, habría que definir si el nuevo multilateralismo es solo una cuestión de Estados, o, como ya ocurre con las nuevas organizaciones de salud global nacidas con el milenio, sus mecanismos de decisión combinan poderes públicos, con expertos, intereses privados y representantes de la sociedad civil.

Personas recibiendo la vacuna AstraZeneca/Oxford llegada por COVAX de la Organización Mundial de la Salud en Addis Abeba, Nigeria. (Minasse Wondimu Hailu/Getty Images)

El caso de la vacuna de la Covid-19 es un buen ejemplo de cómo se pueden construir plataformas de decisión global alternativas no contando necesariamente con el acuerdo de todos los gobiernos. Los Estados son necesarios, pero ya no están solos en la mesa. Nunca la ciencia había destinado tantos recursos a conseguir el antígeno para evitar que  el virus siguiera circulando libremente. La tentación nacionalista de las economías más avanzadas de obtener dosis para toda su población con la contrapartida de que el resto de países se quedaran sin ellas, dio pie a la creación de una plataforma internacional, COVAX, cuyo objetivo fue garantizar que todos los Estados del mundo tuvieran al menos dosis para vacunar al 20% de su población durante la fase aguda de la epidemia. COVAX fue impulsado por la Alianza Mundial para la vacunación (GAVI por sus siglas en inglés). Un mecanismo donde participa la OMS como garante de las políticas de salud, pero donde participan —y deciden—  representantes de los gobiernos de economías de renta baja, media y alta, junto con la industria, los productores, representantes de agencias de la ONU implicadas, expertos, centros de investigación, filantropía y representantes de la sociedad civil.

Las lecciones de la pandemia han servido para dotar de combustible político a una reforma que debe generar la organización intergubernamental que precisa la salud global en el siglo XXI. Para la exdirectora del Global Health Centre y exfuncionaria de la OMS durante décadas, Ilona Kirkbush, este desafío consiste en definir con claridad su mandato: ¿promover iniciativas destinadas a enfermedades específicas o actuar como un promotor de bienes públicos globales? La covid-19 ha ayudado a contestar esta pregunta. En un contexto en el que la comunidad internacional ha entendido la importancia de la salud global como determinante de su seguridad personal y económica, necesitamos políticas sólidas y liderazgos creíbles. La OMS se enfrenta al desafío de establecer sistemas eficaces de preparación y respuesta, coordinar las acciones de sus Estados miembros y construir el entramado legal que ordene todo el proceso.

El Tratado Internacional de Pandemias, que se negocia hoy por mandato de la Asamblea Mundial de la Salud, constituye un buen ejemplo del papel que debe jugar la organización. En palabras del Consejo de Europa: “Un tratado es un instrumento jurídicamente vinculante de derecho internacional. Un tratado internacional sobre pandemias adoptado en el marco de la OMS permitiría a los países de todo el mundo reforzar las capacidades nacionales, regionales y mundiales y la resiliencia ante futuras pandemias.” De salir adelante en los términos en los que se ha planteado, esta nueva herramienta jurídica dotaría a esta organización de la capacidad para gestionar pandemias futuras, establecer reglas de acceso a tratamientos, diagnósticos y vacunas, y coordinar las capacidades económicas y científicas de los actores de salud global.

Se trata de una apuesta arriesgada. Como ha señalado Velásquez en un documento reciente publicado por ISGlobal, “ningún tratado internacional de este tipo tendrá éxito con una OMS debilitada económica y políticamente”. Solo es posible asumir esta responsabilidad si la organización se dota de un marco financiero más predecible y estructural, y si la Asamblea Mundial de la Salud garantiza liderazgos sólidos, transparentes y sujetos a la rendición de cuentas. Dicho de otra manera, el futuro de la organización depende tanto de ella misma como de actores externos. La salud global vive desde hace tres décadas una verdadera revolución que ahora adquiere una magnitud aún mayor con las posibilidades que ofrecen la ciencia, la tecnología y la concertación política generada por la pandemia. Muchas certidumbres —al menos en los países occidentales— se han desmoronado. El concepto de seguridad común ha mutado como un virus. El error sería pensar que es solo un cambio transitorio, que todo pasará y volverá a su cauce normal. La evidencia es que los Estados y las organizaciones creadas para afrontar los retos colectivos no contaban con esta emergencia. Tal vez el legado del virus avance hacia el final de un mundo antiguo. Quien vaya a gobernar este proceso debe estar a la altura de las circunstancias.