Frente a lo que se cree, los jóvenes autores de los atentados islamistas
que convulsionan Europa se vuelcan en una interpretación extrema del
Corán, muy alejada de la religión tradicional de sus padres,
que no es sino una expresión
patológica de la occidentalización
y de la crisis de la cultura
musulmana tras su contacto con el
Viejo Continente.

El enemigo en casa: dos mujeres presencian los trabajos policiales tras los atentados de Londres en Beeston, al sur de Leeds (norte de Inglaterra), el 16 de julio de 2005.
El enemigo en casa: dos
mujeres presencian los trabajos policiales tras los atentados de Londres
en Beeston, al sur de Leeds (norte de Inglaterra), el 16 de julio de 2005.

A los británicos les ha sorprendido comprobar que los terroristas autores
de los atentados de Londres eran británicos de origen musulmán,
bastante bien integrados. Se ha dicho que era un fenómeno nuevo. Pero
no tiene nada de nuevo. Es evidente, desde hace años, que los terroristas
islámicos que actúan a escala internacional (es decir, no los
que se mantienen en un contexto nacional, como los saudíes, los iraquíes
o los marroquíes, que actúan en su propio país) son producto
de la globalización y la occidentalización del islam. Estamos
más ante un proceso de radicalización interna de Europa que ante
la importación europea de conflictos de Oriente Medio.

Resumamos las características de estos terroristas. Tienen una trayectoria
occidentalizada: o son inmigrantes de segunda generación o llegaron
jóvenes, como estudiantes, comerciantes o refugiados políticos.
Están integrados, con frecuencia poseen la nacionalidad de un país
europeo y, a veces, están casados con una europea. Hablan con soltura
la lengua del Estado en el que viven. Pero, sobre todo, se radicalizan religiosa
y políticamente en ese territorio de acogida. Son renacidos, según
el modelo protestante estadounidense de los born-again: pocos proceden de una
familia piadosa, y su vida es normal (con alcohol y mujeres) hasta que un día,
de pronto, se acercan de nuevo a la religión, pero no al islam tradicional
de sus padres, sino a formas muy fundamentalistas, como el llamado salafismo.
Esta variante es la que atrae hoy a numerosos jóvenes de la segunda
generación y a conversos. La presencia de estos últimos en las
redes de Al Qaeda es un fenómeno muy extendido y minusvalorado por los
observadores, porque demuestra que no es Oriente Medio lo que impulsa esta
transformación, sino el atractivo del radicalismo religioso.

El acercamiento a la fe y la conversión al islam suelen realizarse
dentro de un grupo de amigos, en un barrio generalmente habitado por inmigrantes,
un campus universitario o incluso la cárcel. A pesar de lo que se cree,
los jóvenes no se vuelven fanáticos en las mezquitas en las que
predican los imames extremistas ni tampoco en las madrazas (escuelas religiosas)
de Pakistán. Primero, se radicalizan y luego buscan un sitio en el que
encontrar a personas que compartan sus ideas. En una palabra, la radicalización
religiosa va unida a la búsqueda de la acción violenta, y el
primer paso es la radicalización política.

Esta realidad contradice la visión habitual en Europa y plantea varios
problemas. Aunque el paso al terrorismo sea un fenómeno muy minoritario
(varios centenares de posibles terroristas y unos miles de voluntarios que
participan en la yihad en todo el mundo), es un síntoma patológico
de las mutaciones que experimenta la población musulmana en Europa.
Por consiguiente, es preciso examinar las connotaciones políticas de
esos cambios.

Profesión de fe: jóvenes musulmanes británicos de origen bangladesí rezan la oración del viernes en el este de Londres en 2005.
Profesión de fe: jóvenes musulmanes británicos
de origen bangladesí rezan la oración del viernes en el este
de Londres en 2005.

El primer problema es la falta de análisis pertinentes en Europa. Sigue
viéndose el extremismo islámico como consecuencia de la importación
de las culturas y los conflictos de Oriente Medio. Hasta tal punto que no existen
respuestas apropiadas ni en el plano social y cultural ni en el de la seguridad.
Se piensa en función de la diáspora y el multiculturalismo, pero ése
es un punto de vista anticuado. Por ejemplo, en cuestión de seguridad,
las autoridades consideran que hay redes nacionales, es decir, militantes vinculados
a sus países de origen, que actúan en Europa de acuerdo con determinadas
estrategias políticas. En Francia, a principios de los 90, se hablaba
de la “trama argelina”; en los últimos tiempos, en España,
se menciona la “trama marroquí”, y en el Reino Unido, la “trama
paquistaní”. Sin embargo, si se examina la situación con
detalle, se ve que los militantes tienen las mismas características
y no actúan en función de objetivos marroquíes, paquistaníes
ni argelinos. El responsable de los atentados de Madrid, el marroquí Yunis
Mohamed Ibrahim Al-Hayari, murió el 3 de julio de 2005 en Riad mientras
luchaba junto a grupos radicales saudíes (incluso se dijo que era el
jefe de la rama local de Al Qaeda). Si hay más marroquíes implicados
en España y más paquistaníes en el Reino Unido es, sencillamente,
por el distinto origen de la inmigración en cada uno de esos países,
no por una estrategia específica. Por otro lado, Al Qaeda no es una
organización centralizada, estructurada y dirigida desde Pakistán:
algunos grupos que actúan en su nombre son, en realidad, franquicias que utilizan el concepto y la marca, pero que se han radicalizado y organizado
de forma local en Europa u otros lugares. El papel de Internet en la movilización
y organización demuestra que nos encontramos ya ante un fenómeno
de alcance desterritorializado, no de ámbito regional.

CRISIS DE IDENTIDAD
También se menciona el papel teórico de los conflictos en Irak,
Afganistán o Palestina, pero ninguno de los terroristas es iraquí,
afgano ni palestino de origen. ¿Qué pensar, por ejemplo, de los
autores del atentado fallido del 22 de julio en Londres, entre los que había
un etíope que se hacía pasar por somalí? El discurso contra
la guerra da a Al Qaeda la capacidad de legitimar sus acciones. Mohamed Buyeri,
el asesino de Theo Van Gogh en Holanda, no ha mencionado prácticamente
nunca a Oriente Medio como justificación de sus actos, sino que insiste
en hablar de blasfemias y la defensa del islam en general, en un entorno occidental
que considera hostil porque la religión ha perdido su arraigo social
y su presencia cultural y, por tanto, parece frágil y amenazada: la
violencia –que no es la expresión de una identidad de origen– nace
precisamente de una crisis de dicha identidad. Además, en casi todas
las redes de Al Qaeda hay conversos (como Germaine Lindsay, en Londres) sin
ningún lazo identitario asociado a Oriente Medio y que adoptan las causas
de liberación nacional (Irak, Palestina) de la misma forma que lo hacía
la extrema izquierda europea con Vietnam en los 60 y 70: una lucha por “la
defensa de los pueblos oprimidos”, “contra el imperialismo” y
por “la revolución”, pero carente de una estrategia concreta.
Hoy se hace la yihad por la yihad, como en otro tiempo se hizo la revolución
por la revolución.

Son ‘renacidos’,
según el modelo protestante estadounidense de los ‘born-again’:
llevan una vida ‘normal’ y pocos proceden de familia piadosa

Por último, el islam que reivindican los radicales, el salafismo, se
opone de forma explícita a todas las culturas nacionales, incluidas
las musulmanas, y defiende un credo depurado de toda influencia cultural y
particularismo local. De ahí su posible atractivo entre jóvenes
culturalmente desarraigados, como los musulmanes europeos de segunda generación.
Efectivamente, el salafismo presenta ese desarraigo, no como una pérdida,
sino como la oportunidad de reencontrar un islam puro, universal y verdaderamente
internacionalista. Por contra, basta destacar que la población turca
en Europa, que mantiene lazos muy estrechos con Ankara (por el uso de la lengua,
la televisión y las asociaciones), no participa en el terrorismo, lo
cual demuestra que, cuanto más fuerte sea el vínculo con el lugar
de procedencia, menos radical es la religión que se practica.

El problema deriva, pues, de abordar el islam en Europa en términos
de diásporas. El radicalismo es una consecuencia patológica (y
minoritaria) de la occidentalización, y no la expresión de la
importación en Europa de culturas y conflictos procedentes de Oriente
Medio. No es el diálogo con las autoridades del país natal de
los inmigrantes lo que va a permitir, salvo en casos concretos, intentar hallar
soluciones. Igual que el concepto de “diálogo de civilizaciones” no
tiene en cuenta que no nos encontramos ante dos civilizaciones diferentes sino
ante una crisis de la civilización, una crisis de la relación
con la cultura. Cuando una religión, sea cual sea, se reconstruye al
margen de la cultura, desemboca forzosamente en formas de radicalismo.

Una consecuencia de este análisis es que el multiculturalismo no tiene
razón de ser. La cuestión no es si ha fracasado: de todas formas,
sólo tiene sentido si existen culturas bien diferenciadas que permitan
crear la base de un vínculo comunitario, y es precisamente ese vínculo
lo que se distiende. Los radicales no son la vanguardia violenta de una comunidad
islámica en Europa: son marginados. Nunca se han integrado políticamente
ni han militado en serio en movimientos políticos, musulmanes o no;
en concreto, ninguno ha pasado por los grupos asociados a los Hermanos Musulmanes
y, en cambio, muchos han pertenecido brevemente a una organización fundamentalista
apolítica, Jamaat ut Tabligh, que propugna –al contrario que aquéllos– una
especie de separatismo cultural por el que los musulmanes vivirían aparte
del resto de la sociedad occidental. La solución, consistente en llamar
a los líderes comunitarios a que se opongan al terrorismo, no sirve
de nada, porque es el propio concepto de comunidad social y cultural el que
está en crisis.

Velado fracaso: una joven musulmana francesa protesta cerca de la Asamblea Nacional contra la ley del velo en las escuelas en abril de 2004.
Velado fracaso: una joven musulmana francesa protesta cerca
de la Asamblea Nacional contra la ley del velo en las escuelas en abril
de 2004.

En realidad, los únicos que viven verdaderamente la diáspora,
es decir, los que viven en función de su país de origen, son
los auténticos refugiados políticos (como los Hermanos Musulmanes
de Oriente Medio y los miembros del FIS argelino o de la Nahda tunecina), que
se rigen por una estrategia que busca el cambio de régimen en los Estados
de los que proceden, aceptan la democratización y buscan apoyos en Occidente.
El problema no lo causan ellos, sino los desarraigados.

Así pues, hay que abandonar el ángulo del multiculturalismo,
no porque produzca efectos negativos (el radicalismo surge independientemente
de cuál sea la política oficial, multiculturalista en el Reino
Unido o los Países Bajos, asimilacionista en Francia), sino simplemente
porque la propia evolución de las sociedades occidentales lo ha superado.

La segunda consecuencia es que la cuestión fundamental no es ya la
inmigración (que está ahí), sino la reconstrucción
del islam (o, mejor dicho, varios islam) en un contexto de occidentalización
y desarraigo cultural. En la práctica, los dos modelos de gestión
que han dominado Europa con respecto a la cuestión de la inmigración
durante los últimos 30 años están en crisis: el modelo
multiculturalista de los países del Norte, porque está basado
en la idea de la perennidad de las culturas –cuando lo cierto es que
están en situación crítica–, y el modelo francés,
porque, hasta hace poco, ha pretendido ignorar la permanencia e incluso el
fortalecimiento de la identidad religiosa. Y lo cierto es que la nueva generación
se caracteriza por la búsqueda de esa identidad.

Cuanto más crítica es la situación de la cultura, más
se reafirma la religión. Es preciso alejarse del concepto de choque
de culturas de Huntington, porque parte de la adecuación entre religión
y cultura, y eso es lo que ya no funciona. Hay que abordar esta disociación
de la cultura y lo religioso y favorecer la aparición de un islam europeo.
Ahora bien, aquí nos encontramos con un gran malentendido: para la opinión
pública europea, un islam europeo quiere decir un islam liberal, feminista
y abierto. Por supuesto que existe, y es el que propugnan algunos pensadores
reformistas, pero no es precisamente el que buscan los renacidos ni los conversos.
El despliegue del islam en Europa sigue las mismas líneas que el cristianismo,
y eso, en este momento, no quiere decir la modernización teológica,
sino la reformulación de los preceptos religiosos en función
de valores conservadores (la vida, la familia, la moral…). En este sentido,
los musulmanes coinciden muchas veces con una Iglesia católica que,
sin embargo, rechaza su presencia en nombre de la identidad cristiana de Europa.
Entre ellos existen todas las formas de islam posibles –liberal, conservador,
reformado–, pero la tendencia dominante es el conservadurismo moderado.

La idea de que el islam
europeo sea un islam ‘liberal’ tiene tan poco sentido como
decir que el cristianismo europeo es, por definición, liberal

La idea de que el islam europeo sea liberal tiene tan poco sentido como decir
que el cristianismo europeo es, por definición, liberal. La rigidez
de la Iglesia católica sobre los aspectos del dogma y los valores morales,
así como el carácter reaccionario de los movimientos carismáticos
protestantes en lo político y lo social, demuestran que el liberalismo
no es una característica inalienable de la europeización. En
realidad, las autoridades políticas no deben intervenir en el ámbito
teológico (eso supondría el fin de la separación entre
Iglesia y Estado), sino favorecer la autonomía religiosa del islam europeo
respecto a las culturas de los países de origen. Sus contactos deben
producirse con las demás religiones presentes en Europa, más
que con los países de Oriente Medio.

En vez de negociar con las autoridades egipcias o paquistaníes sobre
el papel de las madrazas o la formación de los imames, hay que fomentar
la creación de lugares adecuados en Europa. Trabajar para que el islam
sea una religión europea no consiste en discutir sobre los dogmas, sino
en promover su autonomía y su integración como simple religión
(y no como cultura) en una Europa que no sea multicultural, sino sencillamente
diversificada.

La inmigración ha producido desarraigados y rebeldes en busca de una
causa. Pero también ha fabricado clases medias, intelectuales y profesionales
que sólo pretenden poder vivir como musulmanes y europeos: a ellos es
a quien hay que dirigirse, más allá de las consideraciones estratégicas
y de seguridad, porque encarnan el futuro.

 

¿Algo más?
Olivier Roy, uno de los grandes arabistas franceses,
analiza el papel de la religión musulmana en la sociedad
actual en Islam, terrorismo y orden internacional y
en Después del 11-S: islam, antiterrorismo
y orden internacional
(ambos editados por Bellaterra,
Barcelona, 2003). Fitna: Guerra en el corazón
del islam
(Ed. Paidós, Barcelona, 2004),
del otro gran especialista francés, Gilles Kepel, es un
relato perspicaz sobre cómo el conflicto de Irak ha destapado
la guerra en el seno del islam. Dentro de las filas del islamismo,
destaca la figura del polémico Tariq Ramadán, que
defiende la existencia de una versión liberal en El
islam minoritario: cómo ser musulmán en la Europa
laica
(Ed. Bellaterra, Barcelona, 2002) y El
reformismo musulmán, desde sus orígenes hasta los
Hermanos Musulmanes
(también en Bellaterra,
2000).

Polémicos, aunque por motivos contrarios, son también
los análisis del politólogo italiano Giovanni Sartori,
enemigo acérrimo de la inmigración sin
límites y del melting pot , en La
sociedad multiétnica.
Pluralismo,
multiculturalismo y extranjeros
(Taurus,
Madrid, 2003), y de su compatriota, la periodista Oriana Fallaci,
que, en su cruzada particular, asegura que “la
colonización musulmana de Europa” pretende destruir
la cultura occidental en La fuerza de la razón (Ed.
La Esfera de los Libros, Madrid, 2004).

 

 

Frente a lo que se cree, los jóvenes autores de los atentados islamistas
que convulsionan Europa se vuelcan en una interpretación extrema del
Corán, muy alejada de la religión tradicional de sus padres,
que no es sino una expresión
patológica de la occidentalización
y de la crisis de la cultura
musulmana tras su contacto con el
Viejo Continente. Olivier Roy

El enemigo en casa: dos mujeres presencian los trabajos policiales tras los atentados de Londres en Beeston, al sur de Leeds (norte de Inglaterra), el 16 de julio de 2005.
El enemigo en casa: dos
mujeres presencian los trabajos policiales tras los atentados de Londres
en Beeston, al sur de Leeds (norte de Inglaterra), el 16 de julio de 2005.

A los británicos les ha sorprendido comprobar que los terroristas autores
de los atentados de Londres eran británicos de origen musulmán,
bastante bien integrados. Se ha dicho que era un fenómeno nuevo. Pero
no tiene nada de nuevo. Es evidente, desde hace años, que los terroristas
islámicos que actúan a escala internacional (es decir, no los
que se mantienen en un contexto nacional, como los saudíes, los iraquíes
o los marroquíes, que actúan en su propio país) son producto
de la globalización y la occidentalización del islam. Estamos
más ante un proceso de radicalización interna de Europa que ante
la importación europea de conflictos de Oriente Medio.

Resumamos las características de estos terroristas. Tienen una trayectoria
occidentalizada: o son inmigrantes de segunda generación o llegaron
jóvenes, como estudiantes, comerciantes o refugiados políticos.
Están integrados, con frecuencia poseen la nacionalidad de un país
europeo y, a veces, están casados con una europea. Hablan con soltura
la lengua del Estado en el que viven. Pero, sobre todo, se radicalizan religiosa
y políticamente en ese territorio de acogida. Son renacidos, según
el modelo protestante estadounidense de los born-again: pocos proceden de una
familia piadosa, y su vida es normal (con alcohol y mujeres) hasta que un día,
de pronto, se acercan de nuevo a la religión, pero no al islam tradicional
de sus padres, sino a formas muy fundamentalistas, como el llamado salafismo.
Esta variante es la que atrae hoy a numerosos jóvenes de la segunda
generación y a conversos. La presencia de estos últimos en las
redes de Al Qaeda es un fenómeno muy extendido y minusvalorado por los
observadores, porque demuestra que no es Oriente Medio lo que impulsa esta
transformación, sino el atractivo del radicalismo religioso.

El acercamiento a la fe y la conversión al islam suelen realizarse
dentro de un grupo de amigos, en un barrio generalmente habitado por inmigrantes,
un campus universitario o incluso la cárcel. A pesar de lo que se cree,
los jóvenes no se vuelven fanáticos en las mezquitas en las que
predican los imames extremistas ni tampoco en las madrazas (escuelas religiosas)
de Pakistán. Primero, se radicalizan y luego buscan un sitio en el que
encontrar a personas que compartan sus ideas. En una palabra, la radicalización
religiosa va unida a la búsqueda de la acción violenta, y el
primer paso es la radicalización política.

Esta realidad contradice la visión habitual en Europa y plantea varios
problemas. Aunque el paso al terrorismo sea un fenómeno muy minoritario
(varios centenares de posibles terroristas y unos miles de voluntarios que
participan en la yihad en todo el mundo), es un síntoma patológico
de las mutaciones que experimenta la población musulmana en Europa.
Por consiguiente, es preciso examinar las connotaciones políticas de
esos cambios.

Profesión de fe: jóvenes musulmanes británicos de origen bangladesí rezan la oración del viernes en el este de Londres en 2005.
Profesión de fe: jóvenes musulmanes británicos
de origen bangladesí rezan la oración del viernes en el este
de Londres en 2005.

El primer problema es la falta de análisis pertinentes en Europa. Sigue
viéndose el extremismo islámico como consecuencia de la importación
de las culturas y los conflictos de Oriente Medio. Hasta tal punto que no existen
respuestas apropiadas ni en el plano social y cultural ni en el de la seguridad.
Se piensa en función de la diáspora y el multiculturalismo, pero ése
es un punto de vista anticuado. Por ejemplo, en cuestión de seguridad,
las autoridades consideran que hay redes nacionales, es decir, militantes vinculados
a sus países de origen, que actúan en Europa de acuerdo con determinadas
estrategias políticas. En Francia, a principios de los 90, se hablaba
de la “trama argelina”; en los últimos tiempos, en España,
se menciona la “trama marroquí”, y en el Reino Unido, la “trama
paquistaní”. Sin embargo, si se examina la situación con
detalle, se ve que los militantes tienen las mismas características
y no actúan en función de objetivos marroquíes, paquistaníes
ni argelinos. El responsable de los atentados de Madrid, el marroquí Yunis
Mohamed Ibrahim Al-Hayari, murió el 3 de julio de 2005 en Riad mientras
luchaba junto a grupos radicales saudíes (incluso se dijo que era el
jefe de la rama local de Al Qaeda). Si hay más marroquíes implicados
en España y más paquistaníes en el Reino Unido es, sencillamente,
por el distinto origen de la inmigración en cada uno de esos países,
no por una estrategia específica. Por otro lado, Al Qaeda no es una
organización centralizada, estructurada y dirigida desde Pakistán:
algunos grupos que actúan en su nombre son, en realidad, franquicias que utilizan el concepto y la marca, pero que se han radicalizado y organizado
de forma local en Europa u otros lugares. El papel de Internet en la movilización
y organización demuestra que nos encontramos ya ante un fenómeno
de alcance desterritorializado, no de ámbito regional.

CRISIS DE IDENTIDAD
También se menciona el papel teórico de los conflictos en Irak,
Afganistán o Palestina, pero ninguno de los terroristas es iraquí,
afgano ni palestino de origen. ¿Qué pensar, por ejemplo, de los
autores del atentado fallido del 22 de julio en Londres, entre los que había
un etíope que se hacía pasar por somalí? El discurso contra
la guerra da a Al Qaeda la capacidad de legitimar sus acciones. Mohamed Buyeri,
el asesino de Theo Van Gogh en Holanda, no ha mencionado prácticamente
nunca a Oriente Medio como justificación de sus actos, sino que insiste
en hablar de blasfemias y la defensa del islam en general, en un entorno occidental
que considera hostil porque la religión ha perdido su arraigo social
y su presencia cultural y, por tanto, parece frágil y amenazada: la
violencia –que no es la expresión de una identidad de origen– nace
precisamente de una crisis de dicha identidad. Además, en casi todas
las redes de Al Qaeda hay conversos (como Germaine Lindsay, en Londres) sin
ningún lazo identitario asociado a Oriente Medio y que adoptan las causas
de liberación nacional (Irak, Palestina) de la misma forma que lo hacía
la extrema izquierda europea con Vietnam en los 60 y 70: una lucha por “la
defensa de los pueblos oprimidos”, “contra el imperialismo” y
por “la revolución”, pero carente de una estrategia concreta.
Hoy se hace la yihad por la yihad, como en otro tiempo se hizo la revolución
por la revolución.

Son ‘renacidos’,
según el modelo protestante estadounidense de los ‘born-again’:
llevan una vida ‘normal’ y pocos proceden de familia piadosa

Por último, el islam que reivindican los radicales, el salafismo, se
opone de forma explícita a todas las culturas nacionales, incluidas
las musulmanas, y defiende un credo depurado de toda influencia cultural y
particularismo local. De ahí su posible atractivo entre jóvenes
culturalmente desarraigados, como los musulmanes europeos de segunda generación.
Efectivamente, el salafismo presenta ese desarraigo, no como una pérdida,
sino como la oportunidad de reencontrar un islam puro, universal y verdaderamente
internacionalista. Por contra, basta destacar que la población turca
en Europa, que mantiene lazos muy estrechos con Ankara (por el uso de la lengua,
la televisión y las asociaciones), no participa en el terrorismo, lo
cual demuestra que, cuanto más fuerte sea el vínculo con el lugar
de procedencia, menos radical es la religión que se practica.

El problema deriva, pues, de abordar el islam en Europa en términos
de diásporas. El radicalismo es una consecuencia patológica (y
minoritaria) de la occidentalización, y no la expresión de la
importación en Europa de culturas y conflictos procedentes de Oriente
Medio. No es el diálogo con las autoridades del país natal de
los inmigrantes lo que va a permitir, salvo en casos concretos, intentar hallar
soluciones. Igual que el concepto de “diálogo de civilizaciones” no
tiene en cuenta que no nos encontramos ante dos civilizaciones diferentes sino
ante una crisis de la civilización, una crisis de la relación
con la cultura. Cuando una religión, sea cual sea, se reconstruye al
margen de la cultura, desemboca forzosamente en formas de radicalismo.

Una consecuencia de este análisis es que el multiculturalismo no tiene
razón de ser. La cuestión no es si ha fracasado: de todas formas,
sólo tiene sentido si existen culturas bien diferenciadas que permitan
crear la base de un vínculo comunitario, y es precisamente ese vínculo
lo que se distiende. Los radicales no son la vanguardia violenta de una comunidad
islámica en Europa: son marginados. Nunca se han integrado políticamente
ni han militado en serio en movimientos políticos, musulmanes o no;
en concreto, ninguno ha pasado por los grupos asociados a los Hermanos Musulmanes
y, en cambio, muchos han pertenecido brevemente a una organización fundamentalista
apolítica, Jamaat ut Tabligh, que propugna –al contrario que aquéllos– una
especie de separatismo cultural por el que los musulmanes vivirían aparte
del resto de la sociedad occidental. La solución, consistente en llamar
a los líderes comunitarios a que se opongan al terrorismo, no sirve
de nada, porque es el propio concepto de comunidad social y cultural el que
está en crisis.

Velado fracaso: una joven musulmana francesa protesta cerca de la Asamblea Nacional contra la ley del velo en las escuelas en abril de 2004.
Velado fracaso: una joven musulmana francesa protesta cerca
de la Asamblea Nacional contra la ley del velo en las escuelas en abril
de 2004.

En realidad, los únicos que viven verdaderamente la diáspora,
es decir, los que viven en función de su país de origen, son
los auténticos refugiados políticos (como los Hermanos Musulmanes
de Oriente Medio y los miembros del FIS argelino o de la Nahda tunecina), que
se rigen por una estrategia que busca el cambio de régimen en los Estados
de los que proceden, aceptan la democratización y buscan apoyos en Occidente.
El problema no lo causan ellos, sino los desarraigados.

Así pues, hay que abandonar el ángulo del multiculturalismo,
no porque produzca efectos negativos (el radicalismo surge independientemente
de cuál sea la política oficial, multiculturalista en el Reino
Unido o los Países Bajos, asimilacionista en Francia), sino simplemente
porque la propia evolución de las sociedades occidentales lo ha superado.

La segunda consecuencia es que la cuestión fundamental no es ya la
inmigración (que está ahí), sino la reconstrucción
del islam (o, mejor dicho, varios islam) en un contexto de occidentalización
y desarraigo cultural. En la práctica, los dos modelos de gestión
que han dominado Europa con respecto a la cuestión de la inmigración
durante los últimos 30 años están en crisis: el modelo
multiculturalista de los países del Norte, porque está basado
en la idea de la perennidad de las culturas –cuando lo cierto es que
están en situación crítica–, y el modelo francés,
porque, hasta hace poco, ha pretendido ignorar la permanencia e incluso el
fortalecimiento de la identidad religiosa. Y lo cierto es que la nueva generación
se caracteriza por la búsqueda de esa identidad.

Cuanto más crítica es la situación de la cultura, más
se reafirma la religión. Es preciso alejarse del concepto de choque
de culturas de Huntington, porque parte de la adecuación entre religión
y cultura, y eso es lo que ya no funciona. Hay que abordar esta disociación
de la cultura y lo religioso y favorecer la aparición de un islam europeo.
Ahora bien, aquí nos encontramos con un gran malentendido: para la opinión
pública europea, un islam europeo quiere decir un islam liberal, feminista
y abierto. Por supuesto que existe, y es el que propugnan algunos pensadores
reformistas, pero no es precisamente el que buscan los renacidos ni los conversos.
El despliegue del islam en Europa sigue las mismas líneas que el cristianismo,
y eso, en este momento, no quiere decir la modernización teológica,
sino la reformulación de los preceptos religiosos en función
de valores conservadores (la vida, la familia, la moral…). En este sentido,
los musulmanes coinciden muchas veces con una Iglesia católica que,
sin embargo, rechaza su presencia en nombre de la identidad cristiana de Europa.
Entre ellos existen todas las formas de islam posibles –liberal, conservador,
reformado–, pero la tendencia dominante es el conservadurismo moderado.

La idea de que el islam
europeo sea un islam ‘liberal’ tiene tan poco sentido como
decir que el cristianismo europeo es, por definición, liberal

La idea de que el islam europeo sea liberal tiene tan poco sentido como decir
que el cristianismo europeo es, por definición, liberal. La rigidez
de la Iglesia católica sobre los aspectos del dogma y los valores morales,
así como el carácter reaccionario de los movimientos carismáticos
protestantes en lo político y lo social, demuestran que el liberalismo
no es una característica inalienable de la europeización. En
realidad, las autoridades políticas no deben intervenir en el ámbito
teológico (eso supondría el fin de la separación entre
Iglesia y Estado), sino favorecer la autonomía religiosa del islam europeo
respecto a las culturas de los países de origen. Sus contactos deben
producirse con las demás religiones presentes en Europa, más
que con los países de Oriente Medio.

En vez de negociar con las autoridades egipcias o paquistaníes sobre
el papel de las madrazas o la formación de los imames, hay que fomentar
la creación de lugares adecuados en Europa. Trabajar para que el islam
sea una religión europea no consiste en discutir sobre los dogmas, sino
en promover su autonomía y su integración como simple religión
(y no como cultura) en una Europa que no sea multicultural, sino sencillamente
diversificada.

La inmigración ha producido desarraigados y rebeldes en busca de una
causa. Pero también ha fabricado clases medias, intelectuales y profesionales
que sólo pretenden poder vivir como musulmanes y europeos: a ellos es
a quien hay que dirigirse, más allá de las consideraciones estratégicas
y de seguridad, porque encarnan el futuro.

 

¿Algo más?
Olivier Roy, uno de los grandes arabistas franceses,
analiza el papel de la religión musulmana en la sociedad
actual en Islam, terrorismo y orden internacional y
en Después del 11-S: islam, antiterrorismo
y orden internacional
(ambos editados por Bellaterra,
Barcelona, 2003). Fitna: Guerra en el corazón
del islam
(Ed. Paidós, Barcelona, 2004),
del otro gran especialista francés, Gilles Kepel, es un
relato perspicaz sobre cómo el conflicto de Irak ha destapado
la guerra en el seno del islam. Dentro de las filas del islamismo,
destaca la figura del polémico Tariq Ramadán, que
defiende la existencia de una versión liberal en El
islam minoritario: cómo ser musulmán en la Europa
laica
(Ed. Bellaterra, Barcelona, 2002) y El
reformismo musulmán, desde sus orígenes hasta los
Hermanos Musulmanes
(también en Bellaterra,
2000).

Polémicos, aunque por motivos contrarios, son también
los análisis del politólogo italiano Giovanni Sartori,
enemigo acérrimo de la inmigración sin
límites y del melting pot , en La
sociedad multiétnica.
Pluralismo,
multiculturalismo y extranjeros
(Taurus,
Madrid, 2003), y de su compatriota, la periodista Oriana Fallaci,
que, en su cruzada particular, asegura que “la
colonización musulmana de Europa” pretende destruir
la cultura occidental en La fuerza de la razón (Ed.
La Esfera de los Libros, Madrid, 2004).

 

 


Olivier Roy es politólogo francés y director del Centro Nacional
de Investigación Científica de París (CNRS, en sus siglas
en francés). Autor, entre otras obras, de
El islam mundializado (Ed.
Bellaterra, Barcelona, 2003).