El país corre peligro de estancarse y convertirse en un enfermo permanente. Y la culpa no es toda de la guerra en Siria, esa es la excusa.

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AFP/Getty Images

“No confiamos en el Gobierno”, dice Alí después de horas esperando a las puertas de la terminal VIP del aeropuerto de Beirut, “no ha hecho nada en todo este tiempo”. Su padre regresa en un avión privado qatarí fletado desde Turquía tras 15 meses de cautiverio a manos de un grupo rebelde sirio que secuestró a 11 peregrinos libaneses en la frontera. La liberación, gestionada en Líbano por el jefe de la Seguridad General, solo ha sido posible tras un intercambio a tres bandas con la mediación de Qatar, Turquía y el régimen sirio, una pirueta diplomática que condensa las claves de la fragilidad de un país incapaz de aislarse de las crisis regionales, pero también de gestionar su propia inestabilidad interna. ¿Ha fallado Líbano como Estado?

“Líbano afronta una crisis de existencia”. Nada más y nada menos. La respuesta está sacada de la intervención del presidente libanés durante la última Asamblea General de Naciones Unidas, cuyo eje central fue el colapso del pequeño país mediterráneo a cuenta de la guerra siria (Líbano acoge a casi 800.000 refugiados, el equivalente a un 19% de su población). El planteamiento es, cuanto menos, indulgente con las propias instituciones, en las que se ha puesto de manifiesto una total carencia de voluntad política.

Sin negar los desequilibrios provocados por el contagio (enfrentamientos sectarios, atentados terroristas, incremento de los guetos de pobreza, escaramuzas transfronterizas, tráfico de armas y contrabando, aumento de la inseguridad ciudadana), conviene abrir el plano. Desde 2006 Líbano está estancado en el top 50 del ranking de Estados fallidos elaborado por la revista Foreign Policy y la organización Fondo por la Paz. El mejor puesto, el 46 (de 177 Estados, el primero es Somalia), lo ha obtenido este mismo año (el listado se elabora con datos del año anterior), con un índice superior a los 80 puntos, considerado de alto riesgo.

“La situación es una continuación de las tendencias surgidas tras los eventos de 2005, empezando con el asesinato del primer ministro Rafiq Hariri y la retirada siria (tras décadas de presencia militar en Líbano). Las facciones libanesas han fallado en acordar una fórmula de compartir el poder que proteja al país de la inestabilidad regional y que permita que el juego político se desarrolle de modo pacífico”, valora el analista político y bloguero satírico libanés Karl Sharro.

La conclusión es que Líbano camina sobre la cuerda floja con riesgo de descalabrarse ante cualquier mal paso. Y ante el miedo de caer al vacío, la reacción ha sido la parálisis. Por primera vez desde la guerra civil, la Cámara aprobaba ampliar el mandato de los diputados, retrasando hasta 2014 las elecciones que estaban previstas para junio de este mismo año. La medida fue considerada un duro golpe a una de las democracias más alabadas de Oriente Medio, perpetuando a los mismos representantes que han saboteado uno tras otro pleno parlamentario en el último año.

Con el legislativo inutilizado por el boicot recurrente, cualquier avance se ha congelado. Leyes como las de matrimonio civil o la revisión de la ley de nacionalidad (que impide que los hijos de mujeres casadas con extranjeros hereden la nacionalidad libanesa), se han paralizado. Los servicios públicos siguen pagando el precio de la rampante corrupción (está en el puesto 128 según el índice de Transparencia Internacional, a la altura de Pakistán) y los problemas de desabastecimiento de electricidad y agua corriente persisten tras la destrucción de parte de las infraestructuras en la guerra de 2006.

A esto se añade una crisis económica inserta en el panorama regional posterior a las primaveras árabes. Con un sistema financiero diseñado para atraer el capital extranjero y garantizar una alta rentabilidad a expensas del elevado riesgo, la economía libanesa, muy sensible a la inestabilidad, se ha visto fuertemente sacudida por el conflicto sirio. La inversión extranjera directa se ha reducido a menos de la mitad en 2012 con respecto a la media entre 2008 y 2010 (2,3 y 4,9 billones de dólares –cerca de 2.000 y 3.000 millones de euros-, respectivamente, según el banco Credit Libanais). Esta retracción, sumada a la fuerte caída del turismo (el sector con mayor impacto en la economía, además de la actividad bancaria) ha arrastrado un crecimiento económico espectacular hasta 2010 (por encima del 8%, impulsado por los bajos impuestos o el secreto bancario, que lo convierten en paraíso fiscal), hasta un exiguo 1,5% en los dos últimos años, con unas revisiones constantemente a la baja para 2013.

Con las arcas del Estado temblando (el déficit presupuestario ha alcanzado el 26,24%, frente al 16,34% del año anterior y la inflación llegaba al 3,7% en junio), Líbano no se ha visto obligado a aliviar las propias cuentas públicas a través de la ayuda internacional a la crisis humanitaria siria. Un ejemplo de las consecuencias fue la práctica paralización del sector público durante un mes de huelga con el objetivo de presionar al Gobierno del primer ministro Nayib Mikati para aprobar, definitivamente, el aumento salarial de los funcionarios propuesto en 2012, en el aire por el aumento del gasto sanitario y educativo a los refugiados. A las protestas se sumó hasta el sector bancario, con dos días de cierre, contra la inacción ante la débil situación económica.

A ello se añaden las manifestaciones de carácter político que se intensificaron a partir del asesinato del jefe suní de la inteligencia policial en octubre de 2012. Opositores al Ejecutivo pro sirio mantuvieron durante meses sendos campamentos frente al Palacio Presidencial en Beirut y a la casa de Mikati en Trípoli pidiendo su dimisión. La respuesta quedó muy lejos del estallido ciudadano que siguió al asesinato de Hariri y a años luz de las primaveras árabes.

Tras la dimisión de Mikati y del resto de ministros, forzada por el boicot de las distintas fuerzas políticas, el mismo Gabinete aún persiste como Gobierno interino, ante la incapacidad de su sustituto, Tamam Salam, para formar un nuevo Ejecutivo que contente a todos.

“Nayib Mikati gobernaba un Estado fallido, puesto en el limbo por los eventos en Siria”, reconoce el analista del Carnegie Endowment for Peace en Oriente Medio, Sami Moubayed. “Estaba respaldado por Siria y Arabia Saudí, la famosa fórmula S/S (en inglés) que dominaba el equilibrio anterior a la primavera árabe en la escena libanesa”.

Con la guerra siria y un Bachar al Assad preocupado en sus propios asuntos, ese entendimiento sellado con los acuerdos de Taif se ha roto. Líbano se ha quedado huérfano de padre y, en su lugar, Hezbolá ha tomado el mando como el hijo que se hace cargo de los asuntos de la casa, revelando la existencia de un verdadero Estado dentro del Estado.

Un ejemplo fue la demostración de fuerza que siguió este verano a dos atentados con coche bomba en Beirut. La milicia se apresuró a desplegar decenas de puntos de control en Dahiyeh, su feudo al sur de la capital, y el valle de la Bekaa, donde la guerrilla es casi omnipresente. El relevo con el Ejército se produjo un mes después. “Solo el Estado es responsable de la seguridad en todas las regiones (del país) y nos marcharemos de cualquier punto al que el Ejecutivo envíe fuerzas (de seguridad)”, aseguró en un discurso el líder, Hasan Nasralá, el mismo día en que policías y militares entraban en Dahiyeh.

En una vuelta más de tuerca, el mismo Nasralá normalizaba con su discurso la función del Ejército, atribuyendo a Hezbolá el papel de legitimador en uno de los momentos más débiles de las Fuerzas Armadas. La muerte de unos 20 soldados en dos días de batalla campal que asoló Sidón en junio fue la gota que colmó el vaso. El responsable fue el jeque salafista Ahmed Assir, cuyo protagonismo mediático fue creciendo en base a una oposición visceral a Hezbolá y llegó a imponer su propia ley y a fundar su propia milicia, mientras señalaba al Ejército como brazo ejecutor de Hezbolá.

Que la de Hezbolá, cuyos mártires se cuentan ya por decenas en Siria, se haya convertido en la única ley de facto en Líbano ha colocado al país en una situación aún más sensible desde que la Unión Europea pasó a incluir el ala armada del partido-milicia en su lista negra de organizaciones terroristas.

Pero, ¿es realmente nueva o excepcional esta situación? Quizá en su forma, pero no realmente en el fondo. Distintas causas internas y externas han sacudido el país desde 2005, por poner una fecha no muy lejana. En un territorio regido aún por las mismas siglas de las milicias formadas antes y durante la guerra civil y gobernado por los mismos líderes o sus herederos, la guerra siria es en buena parte una excusa. Las fuerzas distorsionadoras han sido siempre libanesas, movidas por sus intereses en el exterior. El conflicto entre 1975 y 1990 consagró a Líbano como tablero de juego de las potencias regionales, dejándolo a merced de Arabia Saudí, con un primer ministro como Rafiq Hariri convertido en testaferro del clan Saud; Irán, cuya República Islámica inspira los objetivos de Hezbolá; Israel, que fue expulsado del sur del país en el 2000 o Siria, cuyas tropas ejercían de policía hasta su expulsión. En este sentido, Líbano es más un Estado aún en construcción que un Estado fallido. Corre el riesgo, sin embargo, de estancarse en esa fragilidad y convertirse en un enfermo crónico.

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