La identidad de Inglaterra y sus relaciones con una Europa ampliada sufren tensiones.

AFP/Getty Images
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  • The English and Their History, Robert Tombs, Allen Lane, 2014
  • The Profligate Son, Nicola Phillips, OUP, 2013
  • The Two Unions, Alvin Jackson, OUP, 2012

 

¿Qué es ser inglés? En realidad, ¿qué es Inglaterra? Para muchos sigue siendo un enigma eterno. Lo fue en el siglo XI, cuando la población tuvo que adaptarse a los conquistadores normandos; durante el tumultuoso periodo de la Reforma, en el siglo XVI, cuando la población tuvo que afiliarse a una u otra iglesia; durante la Revolución Industrial del siglo XVIII. A veces se reprimía por la fuerza el respeto a la preferencia tradicional por el cambio gradual, pero siempre reaparecía. The English and Their History es un libro apasionante, cuyo ingenio es la auténtica definición de lo inglés. Su autor, Robert Tombs, describe un país que escapó a los cataclismos que devoraron Europa desde la Guerra de los Treinta Años hasta la Segunda Guerra Mundial, las innumerables revoluciones e inquisiciones que abrieron en la Europa continental unas heridas aún no curadas del todo.

El autor destaca que los historiadores económicos no están de acuerdo en si las exportaciones o la demanda interna fueron el factor crucial que impulsó la revolución industrial y, por tanto, la prosperidad de Inglaterra. El imperialismo depredador y el tráfico de esclavos no son la única explicación, ni mucho menos, dado que la demanda interna ya era mucho más alta que en el resto de Europa, por “los elevados salarios de los trabajadores ingleses y la fuerte demanda de los consumidores, que permitieron hacer grandes inversiones en el desarrollo tecnológico”, todo lo contrario que en Francia, donde la obra de mano barata hacía que no fuera necesario invertir en hiladoras de husos múltiples. Tombs cree que el Imperio Británico fue un fenómeno muy complejo, con consecuencias muy contradictorias. El mejor retrato del periodo de la Regencia es el que se encuentra en The Profligate Son, una obra que describe el descenso a la maldad y los infiernos del hijo de un rico mercader. El relato es fascinante, como leer un thriller, y los problemas que aborda son los de muchas familias actuales: el grado de responsabilidad de los padres por el comportamiento de sus hijos, el conflicto padre-hijo y las actitudes respecto a la sexualidad en los adolescentes, el crédito a los consumidores y las deudas. La Inglaterra de la Regencia parece asombrosamente moderna.

Lo indiscutible es que el siglo posterior a 1815 fue “el periodo en el que los ingleses, para bien o para mal, ejercieron una influencia permanente en la vida común de la humanidad”. Acababa de terminar una épica lucha contra Francia que había durado, de manera intermitente, desde 1688 hasta 1815. Sin embargo, el siglo XIX es una época sobre la que los ingleses se muestran de lo más ambivalentes. Aunque su gobierno central tenía poco poder, intervenía mucho más que los de muchos Estados europeos absolutistas a los que los liberales ingleses criticaban. Era una nación muy abierta, más de lo que había sido ninguna otra, y su reina, Victoria, “no era pretenciosa, ni racista, ni estrecha de miras”. Al contrario de lo que suele decirse, no fue una época caracterizada por la hipocresía.

Los análisis de Tombs suelen ser concisos, y no teme trastocar opiniones históricas de larga tradición: cualquiera que piense que la hambruna irlandesa de la patata fue claramente culpa de los ingleses se sorprenderá cuando lea cómo el autor explica la relativa inocencia -acompañada de incompetencia- de Inglaterra en aquel desastre. Rechaza la idea de que Inglaterra, hacia el final del reinado de Victoria, fuera un país lleno de imperialistas y ultranacionalistas furibundos. Hay muchos indicios que sugieren que parte del imperio se conquistó en lo que un historiador reciente llama un arrebato de distracción. Y también critica la idea del declive postimperial. Ahora que Escocia está reafirmando su identidad nacional y las relaciones con Europa están sujetas a tensiones, este magnífico historiador ofrece un relato soberbio y entretenido de 2.500 años de historia que deberían ser de lectura obligatoria para cualquier diplomático, periodista o profesor que pretenda comprender esta “vieja y extendida propiedad, de antiguos cimientos, una gran base victoriana, un garaje de los años sesenta y algunas molestas goteras y corrientes que se compensan con su encanto de otra época”.

Merece la pena citar su comentario sobre Shakespeare. “En el fondo, y hasta un grado asombroso, no es producto de su tiempo, y ese es un motivo evidente de que su obra siga teniendo tanta fuerza. Sobre todo, no es dogmático; muestra una amplia variedad de influencias culturales y religiosas, pero no se define por el conflicto religioso que inspiró su época; de ahí que hoy siga debatiéndose cuáles eran sus creencias personales. Siente poco respeto por la jerarquía social y de género. Escribe sobre una “Inglaterra profunda”, más allá de Londres y la corte. En sus obras, las mujeres son siempre personajes importantes y a menudo dominantes, y las mujeres formaban gran parte del público que iba a verlas, lo cual escandalizaba a los visitantes extranjeros. Suele decirse que oculta sus opciones; más bien, da la impresión de que las ideas que examina trascienden los límites de las polémicas contemporáneas”. Shakespeare convirtió el pasado reciente de Inglaterra en un tema artístico de tanto peso como la historia de Roma. Francia, por el contrario, no contó con ninguna obra sobre su propia historia hasta 1765. “La dramatización nacional” de Shakespeare “hizo tal vez que los ingleses se considerasen algo especial, y quizá, hasta cierto punto, sigue haciéndolo”.

Alvin Jackson en su obra The Two Unions se propone explicar por qué la unión anglo-escocesa de 1707 sobrevive todavía hoy; por qué la unión anglo-irlandesa se fracturó en 1921 y por qué el Ulster sigue formando parte del Estado británico. En ninguno de los dos casos hubo una “visión” clara, pero en el caso de la unión con Irlanda no hubo ninguna, en absoluto. “Cuando se materializó, en 1801, fue de forma precipitada, mal concebida y plagada de corrupción. La unión negociada de 1707 conservó muchas características de la sociedad civil escocesa anterior, incluida la Iglesia de Escocia. La unión con Irlanda fue similar pero solo hasta cierto punto. En Irlanda, el antiguo régimen se mantuvo en el poder (al menos durante un tiempo) y los católicos fueron víctimas de una traición y una marginación innegables.

Hoy, sin embargo, los cimientos originales sobre los que se construyó la unión de 1707 han desaparecido. Mientras que, en Irlanda, la Primera Guerra Mundial sirvió de catalizador para la escisión, en Escocia, las dos grandes guerras del siglo XX reforzaron el sentimiento británico y el compromiso con el imperio, cuyos frutos habían beneficiado más a los escoceses que a los irlandeses. Ese compromiso escocés se reforzó con la llegada del Estado del bienestar. El declive industrial, tras siglo y medio de una prosperidad debida a la unión, se retrasó gracias a la nacionalización de sectores importantes, que impidió que se extendiera el sentimiento nacionalista. No obstante, los dos grandes partidos defensores de la unión han perdido el norte, y a sus electores. Con su ocaso y la aparición de un fuerte gobierno del SNP en este siglo, el autor cree que el consenso unionista “ha quedado abolido de forma permanente”. Su libro deja muy claro lo real e inminente que es esa posibilidad.

De nuevo con los ingleses, Tombs traza su relato de varias maneras: una es utilizar la historia de Inglaterra y a algunos de sus intérpretes para establecer etapas: de Beda a Winston Churchill, la galería ofrece mucho dónde elegir. Otro método es repasar cómo se ha envuelto el pasado inglés en la mitología posterior, desde el yugo normando hasta la Primera Guerra Mundial. Los análisis pueden ser espléndidos, en especial la descripción de cómo los normandos “abocaron a Inglaterra a interminables conflictos en el continente” durante siglos. Otro tema recurrente es el sentido inglés de la historia a través de su lengua. Aunque, tras la conquista normanda, el inglés dejó de ser el idioma de las clases dirigentes, el autor destaca la potente recuperación que experimentó a comienzos del siglo XIII. Y relata de forma apasionante la historia de la implantación del inglés como lengua fundamental de la vida pública y la literatura moderna en la segunda mitad del siglo XIV. Las obras de Shakespeare y la traducción de la Biblia hecha por Tyndale contribuyeron enormemente a “la confianza cultural”. No cabe duda de que esa es la razón de que el inglés escrito y hablado no haya cambiado de forma fundamental desde 1600.

Gran parte del placer que depara este libro deriva de la sensación de que estamos interviniendo en una conversación eterna. Es posible que algunos lectores piensen que su descripción del imperio es demasiado benigna, demasiado optimista, pero su veredicto general es justo. Este es un detalle especialmente importante cuando el autor afirma que, si los ingleses se considerasen habitantes de “un país afortunado en el que la vida es más segura, más larga y más confortable que nunca”, quizá entonces abandonarían su “nerviosismo histórico” sobre el declive postimperial, que tanto ha influido en su política interior y exterior desde la Segunda Guerra Mundial. Gran Bretaña ocupa un puesto más o menos similar, entre las seis mayores potencias del mundo, al de hace tres siglos. Probablemente habrá que transformar su incómoda relación con Europa, pero el verdadero problema es transformar la imagen que tiene el país de sí mismo y adaptarla al resto del mundo, que se ha puesto a su altura.

Estos dos estudios históricos, de gran ambición conceptual, y un relato picante que saca a la luz los bajos fondos de deudas, enfermedades, crímenes, pornografía y prostitución que yacían bajo la reluciente superficie del Londres de la Regencia, nos dan recursos para reflexionar más profundamente sobre las relaciones entre las trayectorias de Irlanda, Escocia e Inglaterra, en unos momentos en los que otros países europeos parecen estar fragmentándose y las certezas políticas y económicas nacidas tras la Segunda Guerra Mundial y la caída del comunismo están, más que nunca, en tela de juicio.

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.