Son quienes hacen que los ‘Estados Fallidos’ lo sean.  

 

Hay líderes malos, líderes buenos y grandes líderes. Empecemos por uno muy malo. Cuando conocí a Sani Abacha, en 1997, me pareció que el dictador nigeriano no tenía ningún interés por la economía; se le nublaba la vista cuando yo hablaba de las oportunidades aún por explotar de su país. Sin embargo, luego descubrí hasta qué punto me había equivocado: en sus escasos cinco años en el poder, consiguió amasar una fortuna de 4.000 millones de dólares (unos 3.256 millones de euros) en cuentas bancarias privadas en el extranjero. Lo único que le aburría era la economía del país. Qué suerte tuvo Nigeria de que falleciera cuando lo hizo, en 1998. Durante el posterior auge del petróleo, unos dirigentes con más escrúpulos permitieron que Abuja acumulara 70.000 millones de dólares en reservas. Piensen en lo que se habría quedado Abacha de todo eso.

Los líderes son importantes, para bien o, normalmente, para mal. Es verdad que en Asia algunos autócratas benignos han canalizado sus ambiciones para construir economías nacionales fuertes. Pero en África no, ni tampoco en muchos de los demás países que llamo “los de 1.000 millones que están al final de la cola”, muchos de los cuales ocupan los primeros puestos del Índice de Estados fallidos. En ellos, la autocracia es todo menos benigna. Esos dirigentes no es que no hagan nada por levantar la economía, sino que se proponen decididamente no hacerlo. El caso más conocido es la orden del presidente Mobutu Sese Seko de “no construir carreteras” en el inmenso país entonces denominado Zaire. ¿Por qué? Porque sin carreteras a sus opositores les resultaba más difícil organizar una rebelión contra él.

El mundo, por desgracia, cuenta con muchos Mobutus. Cuando pregunté al presidente autocrático de Kenia, Daniel Arap Moi, por qué había prohibido la importación de alimentos de la vecina Uganda, su respuesta chocaba tanto con el sentido común que uno de sus asesores tuvo que apartarme a un lado y contarme la verdad: algunos amigos empresarios del presidente tenían reservas de alimentos almacenadas y querían que subiesen los precios. Una vez, en Angola, pregunté a un ministro de Finanzas por qué, contra toda lógica económica, su país manejaba múltiples tipos de cambio. El presidente utilizaba el doble sistema para desviar fondos, susurró. Hasta el año pasado, el presidente de Zimbabue, Robert Mugabe, hacía lo mismo.

Los malos son importantes, y, cuando gobiernan, hacen que un Estado débil se debilite aún más. Y las incontables anécdotas están respaldadas por las cifras: en un famoso estudio, los economistas Benjamin Jones y Benjamin Olken observaron que la muerte del líder de un país alteraba el crecimiento económico. Y así era, a veces para mejorar y a veces para empeorar. Hace poco, una colega de Oxford, Anke Hoeffler, y yo volvimos a examinar sus resultados, esta vez distinguiendo entre demócratas y autócratas. Descubrimos que, en las democracias, cambiar de líder no altera el crecimiento; todos los gobernantes tienen la disciplina necesaria para tener un comportamiento aceptable. Sin embargo, en las autocracias, los índices de crecimiento son tan impredecibles como las personalidades de los dirigentes. Ésa es la diferencia entre los buenos líderes y los grandes líderes: los buenos líderes corrigen las catastróficas políticas emprendidas por los malos; los grandes líderes, como los que elaboraron la Constitución de Estados Unidos, sientan las bases democráticas de controles y equilibrios que hacen que los líderes buenos no sean tan necesarios.

Ahora volvamos a los malos. Como las familias infelices de Tolstoi, los líderes pueden ser malos de muchas maneras, y los extremos de su maldad tienen una importancia desproporcionada para la frecuencia con la que aparecen en la población. En el extremo de la codicia están los cleptócratas. En el extremo de la insensibilidad ante el sufrimiento de los demás están los psicópatas. En el extremo del deseo de salirse con la suya están los tiranos. Aunque las personas de esas características no son frecuentes, tienen la habilidad de colocarse en las posiciones en las que más daño pueden hacer. Los cleptócratas no aspiran a hacerse monjes: quieren ser banqueros. Los psicópatas no sueñan con ser enfermeros: desean ser soldados. Los tiranos no procuran ser asistentes sociales: maniobran para convertirse en políticos. Dentro de todas las sociedades que prosperan existen procedimientos para bloquear el avance de esas personas. Los mecanismos de seguridad suelen ser prosaicos. En el siglo XIX, por ejemplo, Gran Bretaña transformó la corrupción de la Administración civil en eficacia al sustituir la promoción basada en el amiguismo por exámenes y oposiciones.

Los Estados más débiles carecen por completo de esas defensas. Gente muy mala de los tres tipos se infiltra en todo tipo de puestos clave y hunde países enteros; y no son sólo los políticos. Los bancos están siempre en manos de ladrones que los arruinan a base de prestarse a sí mismos los depósitos. Los ejércitos rebeldes no están dirigidos por libertadores, sino por tipos que estarían mejor en un sanatorio mental. No hay más que ver al comandante liberiano Prince Johnson, que se filmó a sí mismo tomando tranquilamente una cerveza mientras sus hombres torturaban a su preso, el presidente Samuel Doe, hasta la muerte. No obstante, entre las numerosas variedades de maldad, la tiranía política es sin duda la más destructiva. Los criminales con ambiciones políticas no se limitan a derrochar el dinero que ganan con la corrupción; lo invierten en tener más poder. Y eso es lo que más debería asustarnos.