Cuando los supermercados británicos empezaron a vender vino en los 70, los viticultores australianos aprovecharon una oportunidad única. La historia de cómo los vinos del Mundo Nuevo han inundado el mercado planetario es también un estudio de la globalización: viticultores franceses contrariados, burócratas europeos desesperados, multimillonarios californianos preocupados y nuevos ricos asiáticos que disfrutan de los placeres de la vida.

No parece probable que Maurice Large, viticultor y presidente de la Union Interprofesional de Vinos de Beaujolais, una organización profesional que vela por los intereses de una de las regiones vinícolas más importantes de Francia, sea durante mucho tiempo bien recibido en Australia. El verano pasado, mientras visitaba el corazón de la región vinícola australiana, Large comparó los vinos australianos, hoy en día entre los más populares del mundo, con la Coca-Cola. También llamó a quienes los consumían “filisteos”.

Foto de persona recogiendo uvas de un viñedo

¿Quién es capaz de culpar a Large por su mala uva? Los últimos acontecimientos en el mercado mundial del vino han asustado incluso a los franceses, obligados a prescindir de su habitual suficiencia. “Hasta hace poco, el vino estaba donde estábamos nosotros,” concluía un informe del Ministerio de Agricultura francés en 2001. “Éramos el centro, el punto de referencia inevitable. Hoy tenemos los bárbaros a las puertas: Australia, Nueva Zelanda, Estados Unidos, Chile, Argentina, Sudáfrica”.
En los últimos 30 años, Francia y otros productores del Viejo
Mundo –es decir, España e Italia– han visto cómo su consumo interno per cápita descendía más o menos a la mitad, mientras que los caldos de advenedizos del Mundo Nuevo invadían los mercados de exportación tradicionales europeos. Incluso los viticultores estadounidenses han empezado a preocuparse. A finales de los 80, menos del 4% de las importaciones de vino a EE.UU. venían del hemisferio sur. Hoy esa cifra ronda el 30%, más de la mitad procedente de Australia. El año pasado, por primera vez, Australia superó a Francia en volumen de ventas en EE.UU., y hoy en día es superada sólo por Italia. Quienes compraron tierra en el californiano Valle del Napa a casi 200.000 dólares (casi 169.914 euros) la hectárea a finales de los 90 se preguntan ahora si rentabilizarán algún día su inversión.

Los consumidores tradicionales, los bebedores de vino super premium (de lujo), también están preocupados. Temen que una industria considerada más bien artesanal –con personajes extravagantes y apasionados y una gama amplísima de vinos que varían de región a región y de año a año por capricho de la meteorología o experimentación del bodeguero– sea muy pronto imposible de distinguir de cualquier otra industria globalizada. Con este temor llega la preocupación por las industrias secundarias como el turismo del vino, ya que son precisamente las pequeñas bodegas quienes lo sostienen.

El vino no es una industria grande. De hecho, sólo supone el 0,4% de todo el gasto doméstico global, mientras que la viña constituye sólo el 0,5% de los cultivos mundiales. Además, hace años que el volumen total de la industria no crece. Sin embargo, los hábitos de consumo han experimentado una transformación tremenda en las últimas décadas. Las ventas de vino embotellado premium (de alta gama y cuyo precio oscila entre los cinco y los ocho euros) están subiendo a un ritmo espectacular en comparación con las ventas de vinos super premium (más de ocho euros), mientras que las ventas de vinos de mesa, antes populares (menos de ocho), han caído en picado. El cambio de la demanda hacia vinos premium baratos, alejándose de los de tetrabrik, está forzando cambios en la suerte de los productores del Viejo Mundo (es decir, de Europa), frente a los del Mundo Nuevo, dando lugar a feroces batallas comerciales y burocráticas.

Pero ¿y si el Mundo Nuevo lleva al vino por el camino de las hamburguesas y las colas? ¿Serán capaces unas pocas grandes empresas vinícolas de dominar los mercados globales produciendo un volumen cada vez mayor de vino estándar con su propia marca o la de un gran supermercado o cadena de descuento? En ese caso, ¿supondría el fin de las pequeñas bodegas?

La locura de los supermercados

Lo primero que disparó el crecimiento en la demanda de vinos del Mundo Nuevo fue un cambio en la legislación sobre bebidas alcohólicas en el Reino Unido en los 70, lo que permitió a los supermercados vender vino a los hijos del baby boom. La nueva y pujante clase media surgida de las reformas económicas de Margaret Thatcher tenía ganas de experimentar con productos de lujo, como el vino, hasta entonces reservado a la clase alta.

A mediados de los 80, los supermercados suponían más de la mitad de todas las ventas de vino al por menor en Gran Bretaña. Dados los fuertes vínculos históricos de Australia con el Reino Unido, no es sorprendente que las compañías australianas fueran las primeras en responder a esta nueva oportunidad. El aumento de la demanda de exportaciones coincidió con la significativa devaluación del dólar de mediados de la década de los 80. Además, una serie de psicosis alimenticias aceleraron la caída de los vinos europeos. En 1985, por ejemplo, EE.UU. prohibió los vinos austriacos porque los viticultores de ese país utilizaban dietilénglicol, un compuesto químico mortal encontrado en los anticongelantes, como edulcorante artificial. En abril de 1986, Chernóbil aumentó el miedo a los alimentos contaminados. Y cuando ese mismo año se descubrió que en Italia se añadía metanol al vino, las exportaciones de vino italiano cayeron un 38% en un año.

El éxito australiano en el mercado británico, donde el consumo de vino per cápita se ha ido doblando de década en década desde los años 60 hasta llegar a los 16 litros por persona y año, es ya una leyenda. La expansión del Mundo Nuevo tenía tal dominio que desde 1990 sólo el 29% del incremento en la importación de vino ha llegado de la Unión Europea (UE).

La competencia de otros productores del Mundo Nuevo tardó en llegar. Al principio, Suráfrica supuso una amenaza muy débil para los europeos por el sentimiento anti-apartheid. Argentina y Chile iban con mucho retraso porque su política comercial interna limitaba la producción agrícola para exportación. Tampoco las exportaciones estadounidenses emergieron tan rápidamente como las australianas a finales del siglo XX. Los viñedos resultaban más caros y la moneda local era más fuerte. En cualquier caso, el mercado doméstico estadounidense crecía más deprisa que la oferta nacional. Esta tendencia recibió un gran empujón en 1991 con la emisión en EE.UU. y en Asia de un reportaje de investigación del programa estadounidense 60 Minutes acerca de la llamada “paradoja francesa”: los aparentes beneficios para la salud del consumo moderado de vino (especialmente de vino tinto).

A pesar del crecimiento de la demanda en EE UU y en Gran Bretaña, los proveedores europeos no pudieron responder a ella debido a numerosas trabas burocráticas como las restricciones a las variedades de uva cultivables en cada denominación de origen, la cantidad máxima de producción y de contenido de alcohol, la densidad de las viñas y los sistemas de poda. Además, los productores del Viejo Mundo estaban protegidos de las fuerzas de mercado por los apoyos a los precios en Europa occidental y, hasta la caída del telón de acero, por la planificación socialista en Europa del Este.

Para explotar esos mercados en rápido crecimiento se necesitaban grandes cantidades de vino premium de calidad constante, bajo precio y degustación fácil (sabor afrutado), así como una campaña de marketing masivo. Las grandes empresas vinícolas de Australia tenían las dos cosas. Y esas perspectivas de crecimiento –subrayadas en el documento Estrategia 2025, publicado por la Federación de Productores de Vino de Australia– estimularon un boom en nuevas plantaciones que, desde mediados
de los 90, ha doblado la cantidad de terreno dedicado a la viña en Australia.

Nueva realidad

Para algunos, el resultado de la globalización del vino ha sido devastador. La situación en Italia es tan mala que en 2001 una caída del 15% en las ventas de vino nacional dejó un excedente de 37 millones de litros. Poco después de que Maurice Large regresara a Francia en verano de 2002, las viticultoras de Beaujolais descubrieron que les quedaban 10 millones de litros de vino invendible de la cosecha de 2001. El precio de venta de la uva de vino común cayó un 40% en el sur de Francia en la cosecha de 2001, lo que dio lugar a violentas protestas a principios de 2002. Pero los franceses no están solos. Los productores de Europa central y del Este, a pesar de las reformas del mercado, han visto cómo sus exportaciones de vino crecían al mismo ritmo que las de Europa occidental en el periodo 1990-2001 (un 4% al año, comparado con el 20% del Mundo Nuevo).

Para empeorar las cosas, las compañías vinícolas del Mundo Nuevo están internacionalizando su producción y su distribución, formando alianzas con compañías extranjeras para beneficiarse de las economías de escala. Las empresas de Europa occidental están invirtiendo en Europa del Este, América Latina, Australia, Nueva Zelanda y China. Las empresas estadounidenses invierten en Francia, Italia y América Latina. Y las empresas australianas están invirtiendo en Norteamérica y en Europa.

Viva la resistencia: dos viticultores enmascarados destrozan los tanques de un importador de vinos en el sur de Francia en 2002.
Viva la resistencia: dos viticultores enmascarados destrozan los tanques de un importador de vinos en el sur de Francia en 2002.

Del hecho de que, en términos de volumen, en 2001 sólo se exportase un cuarto de la producción global de vino, podría deducirse que el vino no está muy comercializado. Pero esa proporción ha de compararse con el 15% en 1990 y menos del 10% en los años 60. Más significativo aún: el porcentaje de vino exportado globalmente llega, en términos de valor, casi al 40%, dado que la mayoría del vino de mesa más barato no se exporta. Además, el ritmo al que se desarrolla
la globalización del vino no da muestras de ralentizarse. Cada vez es más común la venta de vino en supermercados y la concentración de la propiedad de los productos alimenticios, de manera que la competitividad de las empresas capaces de proveer de grandes cantidades a estos mercados sólo puede fortalecerse.

Frente a la caída de la demanda interna en Europa y el aumento de la presión del Mundo Nuevo sobre el mercado (incluyendo la concentración de empresas), los productores europeos están buscando mercados posibles en otros lugares. A medida que crezca el volumen para exportación de los productores del Mundo Nuevo, éstos también lo harán. Oriente Medio tiene la capacidad de beber vino, pero no la inclinación a hacerlo, debido a la prohibición sobre el alcohol. África y gran parte del sur de Asia son todavía demasiado pobres como para proporcionar un mercado de masas a corto o medio plazo. Pero ¿ofrece alguna posibilidad el rápido crecimiento de los ingresos de la población en otros lugares de Asia?

Los escépticos dudan de que el vino vaya bien con la comida asiática, pero los ricos de China y de India llevan siglos consumiendo vino de uva. China producía y vendía vino a Persia desde el siglo I a. C., y Marco Polo señaló que había excelentes caldos en la provincia de Shanxi, en Catay, que se exportaban a todo el país. Por otra parte, el Imperio Mogol en la India del siglo xvi importaba vino del Alto Valle del Indo y de Afganistán. ¿Podría el interés de las élites asiáticas constituir un trampolín para atraer a
las clases medias en expansión hacia un producto europeo tradicional–al igual que Japón fue capaz de exportar sushi al resto del mundo?

A medida que crecen los ingresos, y con ellos el acceso a la refrigeración, el aumento gradual de la promoción del vino en una Asia que adora la comida podría reportar grandes beneficios a largo plazo. Los esfuerzos recientes de algunos promotores en Japón y en el sureste asiático para unir comida y vino han tenido mucho éxito. En el conjunto de Asia, las ventas han crecido más del doble en los últimos 10 años. Japón y China son responsables del 80% de este crecimiento.

El incremento de las ventas en Asia se acelerará si se reducen los impuestos sobre la importación y el consumo de vino. Algo que ya está empezando a suceder. Tras la incorporación de China a la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 2001, está previsto que los aranceles de importación del vino bajen del 65% a alrededor del 10% en 2006; la regulación de sus canales de venta y distribución debería relajarse también en los próximos dos o tres años. Otros lugares se han rendido ante la presión de la UE, como India, que en marzo de 2003 redujo el arancel de importación de vino, aunque sólo del 199% al 166%.

Mientras, los esfuerzos de promoción e información bien dirigidos irán alterando con el curso de los años el ritmo de las ventas en Asia, especialmente mientras el consumo per cápita siga siendo bajo y fácil de modificar. (El consumo per cápita está hoy en menos de tres litros por persona en Japón, y en menos de medio litro como media en los países asiáticos en desarrollo, comparado con los ocho litros de EE.UU. y los 34 de Europa occidental). Un marketing potente podría incluso llevar a que los consumidores de la élite china dejen de diluir botellas de 200 dólares con 7-Up para hacer que la bebida resulte más dulce.

Pero ¿quién proveerá a este mercado emergente? Los productores europeos esperan llenar el hueco aferrándose a su cuota de mercado, tradicionalmente alta. De las actuales importaciones que llegan a Asia, el 80% del volumen viene, en los últimos años, de Francia, aunque Francia produce sólo el 25% de las exportaciones totales globales y está más lejos de Asia que Australia y California.

Puede que al principio se prefieran los caldos franceses por esnobismo, pero a medida que los nuevos consumidores asiáticos experimenten con el vino, es probable que se vean seducidos por los vinos afrutados y baratos del Mundo Nuevo.

Para completar el panorama, existe también la probabilidad a largo plazo de que la industria vinícola china siga siendo prácticamente autosuficiente. Los viñedos de ese país y la capacidad de sus bodegas han crecido en paralelo al consumo interno en los últimos años. Pero sigue quedando espacio para joint ventures (empresas mixtas). En la actualidad, hay más de 20 alianzas de este tipo en China. En Japón, los altos precios de las tierras de cultivo indican que seguirán dominando las importaciones. Pero la mayoría de las importaciones llegan como vinos a granel que se mezclan con vinos locales y luego se venden como “producto de Japón”. Unas leyes de etiquetado arcaicas permiten semejante afirmación, incluso si sólo una mínima parte del producto deriva de uvas cosechadas en el país. El mayor beneficiario es el productor nacional, cuyo producto, de alto precio y poco valor, sería imposible de vender de otra manera.

Si en Japón los caprichos legislativos se están utilizando para ayudar a los productores locales, en Europa se utilizan para preservar una herencia cultural. Después de asegurar con éxito las denominaciones de origen como Champagne (Francia), Jerez (España) u Oporto (Portugal), la UE introdujo una regulación nueva en agosto de 2003 que exige reconocimiento a lo que llaman expresiones tradicionales. A pesar de la utilización cotidiana de términos como tawny (tostado), ruby (rubí), vintage
(añejo), classic (clásico) y cream (cremoso) en los países de habla inglesa, la UE quiere que sólo las marcas de vino de los países concretos puedan llevar estos nombres.

Dado que estas medidas proteccionistas crean otra barrera técnica a la importación de vino extracomunitario, los países del Mundo Nuevo han llevado el asunto a la OMC. Para hacer frente a los europeos, los legisladores estadounidenses han presentado el Acta sobre Comercio Diverso y Correcciones Técnicas de 2002 (Miscellaneous Trade and Technical Corrections Act). Este proyecto de ley obliga a todos los países que no lo hayan firmado (entre ellos los de la UE) a acogerse a un Acuerdo de Mutua Aceptación con EE.UU., por el que habrían de cumplir unos requisitos burocráticos igualmente onerosos para exportar vino a ese país. Los recientes subsidios gubernamentales destinados a ayudar a los productores de vino de los países de la UE a mejorar su industria ascienden, según algunos informes, a más de 1.350 millones de dólares al año. Si estos subsidios estuvieran destinados a realizar los ajustes estructurales necesarios para producir lo que el mercado reclama, entonces el Viejo Mundo podría recuperar gradualmente algo de su cuota de mercado, perdida a manos de Australia, Nueva Zelanda, EE.UU. y otros productores extracomunitarios. Pero la experiencia pasada sugiere que los subsidios conducen a la autocomplacencia antes que a tomar iniciativas, especialmente cuando son apoyados por otras formas de ayuda gubernamental. Hace poco, por ejemplo, un juzgado francés puso una multa de 375.000 euros a una revista de Lyón por publicar afirmaciones “denigrantes” acerca del vino de Beaujolais.

Hasta ahora, la globalización creciente del negocio del vino no ha dado como resultado la homogeneización de los distintos vinos del mundo, a pesar de lo que diga Maurice Large. Después de todo, la concentración empresarial dentro del mercado mundial de vino comenzó a partir de una base muy débil, al menos en comparación con otras industrias de la bebida. La cuota de mercado mundial de las tres principales empresas vitícolas del mundo a finales de los 90 era sólo del 6%, comparado con el 35% de las cervezas, el 42% de las bebidas espirituosas y el 78% de los refrescos. En Estados Unidos y Australia, la cuota de producción de vino nacional que acaparan las cinco principales productoras es de unos tres cuartos, y en Chile y en Argentina es de la mitad. En Europa, en cambio, esa cuota es mucho
menor, incluso en lugares donde operan grandes cooperativas.

El mito del MC vino

Los franceses y otros productores europeos tienen razón cuando dicen que esos vinos baratos y comerciales de venta en supermercados no tienen sofisticación, pero se olvidan de dos cuestiones clave. En primer lugar, que los vinos comerciales del Mundo Nuevo tienen sin duda más demanda que los vinos baratos producidos por innumerables cooperativas del sur de Europa. Por consiguiente, seguirán
robando cuota en aquellos segmentos del mercado que buscan vino embotellado de bajo precio. En segundo lugar, los productores del Viejo Mundo tendrían que espabilarse ante la llegada de la creciente gama de vinos sofisticados que se están produciendo en el Mundo Nuevo. Aún no en cantidad suficiente como para suponer un impacto en las estanterías de las elegantes tiendas de vino europeas, norteamericanas o japonesas, pero es posible que este crecimiento continuado empiece a tener influencia antes de que termine la década.

El crecimiento de la riqueza lleva consigo un incremento en la demanda de muchas cosas, incluyendo la variedad del producto, que es la sal de la vida. Al pasar el tiempo, los consumidores empezarán a diferenciar no sólo entre países de origen, sino también entre regiones. La preferencia por productos diferenciados, y el amplísimo campo de experimentación que suponen los distintos viñedos, asegurarán que siempre haya bodegas pequeñas y medianas junto con unas pocas marcas de grandes empresas.

La popularidad de los vinos de culto muestra que a las pequeñas y medianasLas fuerzas de la globalización, junto con la expansión de la oferta de uva de vino de calidad a causa de las mejoras introducidas por los viticultores, podrían dar lugar a más fusiones, adquisiciones o alianzas internacionales entre bodegas. Sin embargo, el éxito de las grandes marcas de vino en el mercado global proporciona una vía de entrada que puede ser aprovechada también por las bodegas menores más astutas. Muchos caldos del Mundo Nuevo procedentes de bodegas pequeñas se venden ahora a precios fantásticos –en algunos casos hasta 1.000 dólares la botella–, gracias a la alta calificación obtenida en las catas.

Tanto el conocimiento tradicional transmitido de generación en generación como la habilidad en el cultivo de la viña, las dos marcas distintivas de muchos productores del Viejo Mundo, son atributos necesarios y ejemplares. Pero no suficientes para sobrevivir. Dominar la formación de alianzas con expertos en marketing de calidad y distribuidores es también esencial, como lo es investigar y desarrollar nuevos mercados.

¿Quién será capaz de mezclar bien todos estos ingredientes? En un congreso celebrado en Italia en 2001, le preguntaron al famoso crítico de vino australiano James Halliday: “¿Qué país dominará los mercados de vino del mundo en 2100?”. Dejando a un lado el hecho de que, en un mundo de empresas multinacionales, la pregunta más pertinente debería haber sido cuáles serán los grupos dominantes,
Halliday respondió que Australia estará en una posición similar a la que tiene Francia hoy. Y puesto que Australia lleva apenas un siglo exportando vino en cantidades comerciales, su respuesta casaría con la
célebre frase de Madame de Rothschild : “Es fácil hacer vino cuando se sabe, lo difícil son sólo los primeros 200 años”.

 

Lecciones para España.

Los datos que se reflejan en el reportaje son más que elocuentes: el avance de los vinos producidos en el Mundo Nuevo en los mercados de mayor demanda es tan espectacular que no puede dejar indiferentes a los productores de los países vinícolas tradicionales. Desde luego, España en ningún caso debe ignorar este fenómeno y está obligada a llevar a cabo una lectura inteligente de las tendencias del consumo si no quiere quedarse fuera de juego en un espectro donde la competencia surge desde todos los frentes.

Sobre todo, porque a los bodegueros españoles el desafío de imponer sus vinos en el mundo les llega en un momento tan dulce que puede resultar traicionero. En la última década, el vino español ha vivido un impulso que ha cambiado radicalmente su perfil. Han surgido zonas nuevas para la elaboración de caldos de calidad–el ejemplo del Priorato es el más evidente–, las nuevas tecnologías y los métodos de vinificación han generado una auténtica revolución en la industria y –sin duda, como consecuencia de todo ello– el precio del vino español se ha disparado.

En este nuevo orden de cosas, España ya no puede competir, como lo hacía antes, en las gamas más bajas; mientras que aún le falta un palmo para medirse seriamente en el mercado de los premium, allí donde reinan Burdeos, Borgoña y Piamonte, y donde día a día comienzan a hacerse un sitio los modernos tintos de Mendoza (Argentina), los carísimos californianos, los valorados Shiraz australianos o los cada vez más sorprendentes vinos de Sudáfrica.

Para ver por dónde vienen los tiros, lo mejor es mirar a un mercado con tanta experiencia en la importación de vino como es el británico: allí las encuestas coinciden en que los consumidores apuestan ya decididamente por los vinos del Mundo Nuevo porque los consideran más “accesibles” y “modernos”, mientras que los vinos de Francia, España e Italia se perciben como “caros” y “pretenciosos”. Aún así, conviene no malinterpretar el mensaje y ponerse como locos a elaborar vinos como los del Mundo Nuevo
(muy frutales, fáciles de beber y con precios asequibles), porque si hay algo que España no puede perder –en el vino y en otras tantas cosas– es su carácter e identidad.

Para ganar esta guerra no es necesario tener un pasaporte australiano, chileno o argentino, sino ser capaz de hacer el mejor vino posible a un precio competitivo. Nada más sencillo (ni más difícil).

Federico Oldenburg es periodista especializando en vinos y gastronomía. Actualmente dirige Lavinia On Line.