Coronel de Caballería y Profesor del Máster en Relaciones Internacionales del Instituto de Estudios Europeos de la Universidad CEU San Pablo.

“No habrá guerra sin Egipto ni paz sin Siria”.

Esta es la célebre frase atribuida a Kissinger sobre el conflicto en Oriente Medio. Tras el acuerdo firmado en Washington en 1979 por el que Egipto renunciaba a atacar militarmente a Israel y que le costaría la vida al presidente Sadat, quedaba la otra pieza, Siria, para lograr una estabilidad duradera que nunca ha sido posible en esa zona del planeta.

Desde hace más de dos años, con el inicio del despertar árabe, Siria ocupa portadas de los periódicos occidentales y abre la información internacional de nuestros telediarios. La familia Al Assad lleva en el poder desde 1970 y una de las reivindicaciones de las manifestaciones que devinieron en revueltas y que desembocaron en una contienda civil, es el fin de la dictadura familiar.

La realidad estratégica de Siria es su posición, el entramado de relaciones con Rusia y con Irán tejido con esmero durante décadas, sus 76 kilómetros de frontera compartida con Israel y su fragmentada población, tanto en el plano étnico como religioso, que conlleva un riesgo de balcanización.

Van pasando los meses y cada vez parece más claro que los dos bandos enfrentados están cercanos a alcanzar su punto culminante, aquel cuyo desgaste moral y material les impide imponerse al enemigo. Pero la realidad, lejos de ser estable y cerrada, está influida por la dinámica internacional e Israel actúa unilateralmente cuando tiene indicios de que armamento procedente de Damasco puede acabar en manos de Hizbollah. Asimismo, todo apunta a que Irán estaría aprovechando la situación de caos que se vive en Siria para reforzar su presencia militar en la zona y su influencia en Líbano. Ello le permite amenazar con abrir un segundo frente contra Israel en el caso de que librara un conflicto abierto contra el Estado hebreo.

Mientras tanto, Rusia, con una base naval en Tartus, que da cobertura a la flota del mar Negro y apoya a los buques de guerra en travesía por el Mediterráneo, impide a la Comunidad Internacional adoptar medidas en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.

En Occidente nos preguntamos qué se debe hacer, qué proceso apoyar, qué actitud adoptar. Ante la incertidumbre tendemos a acomodarnos en la inacción, respaldada por la extendida percepción de que apoyar a rebeldes que devoran los corazones de sus enemigos puede ser una opción aún peor que resignarse a asumir las escalofriantes cifras de bajas que se amontonan en este conflicto.

Lo que siempre debemos intentar y no es tarea sencilla, es ser coherentes con los valores que defendemos y tratar de alinear nuestros principios con nuestros intereses cuando ello sea posible. De los expertos en relaciones internacionales, de los analistas de asuntos estratégicos, cabe esperar un amplio conocimiento de la situación y un pormenorizado estudio de los factores de cada país y de sus circunstancias, alejados de prejuicios y armados de cierto escepticismo ante soluciones de otro tiempo. Sólo de esa manera estaremos en condiciones de saber qué piezas encajan y de qué forma en el complejo rompecabezas de Oriente Medio.

Estos temas y otros son tratados a diario en el máster en Relaciones Internaciones del Instituto de Estudios Europeos

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