La extrema concentración empresarial y regional de las cadenas de suministro de semiconductores y el nacionalismo económico colocan a Europa, África o Latinoamérica en una posición muy vulnerable.

Chips_china
Getty Images

Los semiconductores, incluidos los procesadores o los chips de memoria, son los cimientos de cualquier innovación digital y también de los avances en inteligencia artificial, la transición al mundo del 5G, el teletrabajo o la creciente capacidad de los ordenadores, los servidores o los dispositivos móviles. Por todo ello, ser una potencia mundial de primer orden sin jugar un papel relevante en la producción y diseño de semiconductores es más un deseo que una realidad. Y recordemos esto: los que no destaquen aquí tendrán que depender de los demás en una cuestión vital para sus sociedades y desarrollo económico.

No quedan demasiados analistas que afirmen que eso no debería ser ningún problema y mucho menos un peligro. Y el motivo es que la geopolítica, y las agendas de las grandes potencias, son cada vez más determinantes para el futuro del sector.

Cada día que pasa es más insostenible defender que la concentración corporativa y regional es el resultado de la mera competencia internacional (los líderes son los que nos ofrecen los mejores servicios al mejor precio) y que cualquier política pública que la corrija solo distorsionará el mercado, elevará los costes de las empresas y, como consecuencia, todos sufriremos unos precios mayores, algo particularmente inaceptable para las poblaciones y los países pobres.

También está perdiendo vigencia la idea de que los gigantes de los semiconductores y los Estados de los que proceden son los primeros interesados en no manipular el suministro, porque perderían miles de millones en ingresos y la confianza de sus clientes y, en consecuencia, sus competidores los reemplazarían sumariamente.

¿Pero qué es lo que ha cambiado para que digamos que la geopolítica es cada vez más determinante para el futuro del sector y que las meras decisiones de mercado lo son cada vez menos?

 

El bazar de los subsidios

El primer motivo es el papel que está jugando el diluvio de ayudas públicas para los gigantes de los semiconductores. Corea del Sur y Taiwán, los países de procedencia de la inmensa mayoría de los chips básicos que luego se desarrollan y enriquecen en Estados Unidos, China o Europa, no solo subsidian masivamente a sus fabricantes, sino que prevén hacerlo mucho más. Seúl anunció en julio que recortará las regulaciones del sector y lo rociará con decenas de miles de millones de dólares en incentivos fiscales. Su objetivo es duplicar sus exportaciones de chips en 2030.

Al mismo tiempo, dos de los principales importadores de chips básicos del mundo, China y EE UU, van a seguir, muy probablemente, los pasos de los grandes países productores. El senado estadounidense acaba de aprobar la llamada CHIPS Act, que serviría para subsidiar con 52.000 millones de dólares la construcción de nuevas fábricas de chips en Estados Unidos. Todo parece indicar que uno de los objetivos es que operadores surcoreanos como Samsung desplacen allí parte de su producción. China, mientras tanto, lanzó en 2019 un fondo de 29.000 millones de dólares y pretende producir el 70% de los semiconductores que consuma en 2025.

Europa planea duplicar la producción de chips hasta al menos el 20% de su suministro en 2030 y, para conseguirlo, está intentando recabar el apoyo de las empresas, los centros de investigación y los Estados miembros. 22 países ya han firmado una carta de intención en ese sentido. Las recientes declaraciones del comisario de industria, Thierry Breton, a Bloomberg fueron bastante inequívocas. Según él, la dependencia europea de los semiconductores extranjeros se ha agravado en los últimos años, porque la región ha sido “demasiado ingenua, demasiado abierta”.

El segundo motivo por el que se ve que la geopolítica está empezando a mandar en el sector es el ascenso del nacionalismo económico. Washington no solo prohíbe que TSMC (taiwanesa) o Samsung (surcoreana) utilicen equipos estadounidenses para fabricar chips para Huawei… sino que además presiona a otros países (Holanda) para que no le proporcionen a la empresa china SMIC tecnologías necesarias para producir microchips. Las tensiones con Pekín han llevado a que la revista The Economist reclame un nuevo acuerdo comercial entre China y EE UU que, entre otras cosas, garantice el suministro de semiconductores para Occidente a un precio razonable.

 

Negociar antes que pelear

Ese acuerdo comercial contribuiría a suavizar algunas de las grandes amenazas que identifica un informe reciente del think tank Eurasia. Para empezar, China cada vez depende más de Taiwán para su producción de semiconductores, lo que podría incentivar, si no una invasión, sí una injerencia aún mayor de Pekín en su política doméstica con consecuencias imprevisibles. Al mismo tiempo, el tremendo valor estratégico mundial de la producción taiwanesa de semiconductores pone al servicio de Taipéi una excelente baza para forzar una intervención mayor de Washington que contrapese la del gigante asiático.

En paralelo, si EE UU sigue haciendo movimientos para ampliar su hegemonía en el campo de batalla de los semiconductores, eso podría animar el divorcio de los sectores tecnológicos chino y estadounidense, y propinar así un golpe considerable a la globalización de la que dependen desde los dispositivos móviles hasta los ordenadores personales, los propios vehículos (coches, sí, pero también grandes máquinas agrícolas), el avance de Internet y el desarrollo de la inteligencia artificial.

De todos modos, el ascenso del nacionalismo económico parece casi garantizado a corto plazo por la espectacular escasez de chips que estamos sufriendo, que podría continuar hasta mediados del año que viene. Seguirán amontonándose las pérdidas económicas justo en el primer año entero de recuperación tras la crisis pandémica: Ford y General Motors podrían perder este año 4.500 millones de dólares  y las ventas de coches en China se hundieron más de un 12% en junio.

Una derivada importante de esa escasez de chips es que los fabricantes están teniendo que dar prioridad a unos clientes sobre otros. Y esto, en un contexto de creciente rivalidad geopolítica, se puede traducir en la ley del (país) más fuerte.

 

China es el enemigo

chip_intel
Getty Images

El tercer argumento que muestra que la geopolítica pesa cada vez más en la batalla por los chips es que Washington está utilizando su poder en el sector no ya para favorecer a sus empresas (por ejemplo, Intel), como era habitual hasta ahora, sino sobre todo para ralentizar su propio declive como primera potencia mundial y frenar el ascenso de China. Y esto se observa con particular claridad cuando vemos que el poder de EE UU sobre los semiconductores es, sencillamente, apabullante frente a sus grandes adversarios en general y el gigante asiático en particular. Washington no tiene motivos para temer a Pekín ahora mismo.

Recordemos esto que nos dicen los expertos Jan-Peter Kleinhans y Nurzat Baisakova: los ordenadores personales utilizan sobre todo procesadores x86 de Intel (82% de cuota de mercado) o AMD (18% de cuota de mercado), ambas empresas estadounidenses. En segundo lugar, los chips DRAM, vitales para “la memoria a corto plazo” de los dispositivos informáticos, los producen Samsung y SK Hynix en Corea del Sur o Micron en Estados Unidos… y las tres compañías controlan el 95% del mercado. Por último, los procesadores móviles en teléfonos inteligentes o tabletas se basan, principalmente, en el diseño y la IP de ARM Holdings, una firma que, si los reguladores lo autorizan, pasará a manos estadounidenses (Nvidia) este mismo año.

Por fin, el cuarto argumento que confirma el creciente peso de la geopolítica es que la concentración geográfica y empresarial del sector de los semiconductores es tan desmesurada que parece imposible diluirla notablemente sin presionar o negociar con las empresas y los países implicados. A medio plazo, aquí todo va a depender más del estado (y su poder) que del mercado (y sus incentivos).

Ni siquiera la escasez de chips (y por lo tanto, la incapacidad de sus productores a la hora de satisfacer la demanda) parece que esté segando, por ejemplo, la posición dominante de las multinacionales surcoreanas y taiwanesas, que son las que fabrican los chips básicos que luego desarrollan y enriquecen inmensamente multinacionales estadounidenses como Broadcom, Qualcomm, Nvidia y AMD, de las que dependen los consumidores chinos o europeos.

La taiwanesa TSMC produce el 90% de los chips básicos de alta tecnología y el 60% de los que utiliza mundialmente el sector de la automoción. Abrir una planta de fabricación que tan solo transfiera los diseños de los chips a placas de silicio ya cuesta más de 15.000 millones de dólares. Por todo ello, como recuerda la web de noticias tecnológicas The Verge, “cuando esas compañías [surcoreanas y taiwanesas] se quedan sin inventario, no hay muchos otros lugares a los que ir para obtener esos procesadores”. Estamos a su merced.

El software necesario para diseñar los chips (las herramientas de automatización de diseño electrónico o EDA) proviene sobre todo de dos empresas estadounidenses (Cadence Design Systems y Synopsys) y de otra (Mentor Graphics) que, siendo propiedad de la europea Siemens, mantiene su domicilio en la primera potencia mundial. Como advierten Jan-Peter Kleinhans y Nurzat Baisakova, sin acceso a estas herramientas EDA, es imposible desarrollar chips modernos y ésa es la razón por la que los semiconductores chinos están sufriendo tanto con la restricción de las exportaciones que inició Donald Trump y no ha derogado Joe Biden.

En definitiva, parece inevitable que la geopolítica mande cada vez más y el libre mercado cada vez menos en el sector de los semiconductores. Y esto lo van a favorecer la concentración geográfica y empresarial desmesurada, el diluvio de ayudas públicas, el ascenso del nacionalismo económico y la forma en la que Washington está instrumentalizando el sector para ralentizar su propio declive como primera potencia global y frenar el ascenso de China.