Protestas en las calles, huelgas, paro, ajustes sociales… Occidente vive un verano del descontento económico que amenaza con desencadenar una crisis general. La falta de futuro tiene que ver con la ausencia de respuestas de la izquierda, pero también la derecha debería tomar nota. La receta es más política y menos mercado.  

 

En los dos últimos años hemos escuchado y leído en numerosas ocasiones que estamos ante la peor crisis económica desde 1929. Es cierto que se han vivido momentos de enorme gravedad. Pero en los análisis ha faltado algo de perspectiva. Los cambios que hemos vivido en las tres últimas décadas pueden explicar gran parte de lo acontecido desde 2008. De hecho, es difícil entender la actual crisis económica sin revisar qué ha sucedido en las décadas de los 80 y los 90 y principios del siglo XXI.

Al mismo tiempo, se ha producido una enorme literatura sobre la supuesta crisis de la socialdemocracia. En un principio, la crisis económica fue vista como una nueva oportunidad para los progresistas. Las tesis socialdemócratas parecían abrirse camino, puesto que al comienzo de la recesión casi todos los gobiernos optaron por el gasto público como método para la recuperación. Una vez han llegado los ajustes, esta esperanza se ha vuelto frustración y descontento. Pero estos sentimientos parten de una visión excesivamente simplificadora de las políticas socialdemócratas. El objetivo de la izquierda no se reduce a qué instrumentos se emplean para alcanzar el crecimiento económico, sino que, además, persigue la mayor cohesión social posible. Si se acepta este último argumento, la socialdemocracia debe ampliar su campo de reflexión a los 30 últimos años, puesto que sus problemas empezaron a finales de los 70.

Además, no sólo la socialdemocracia está en crisis. Si se analizan las causas que han provocado la actual recesión, se verá que han sido ideas conservadoras y liberales las que han inspirado muchos de los problemas actuales. Por lo tanto, no sólo los progresistas deben redefinir su proyecto. Si no se quieren sentar las bases de una nueva crisis de similares dimensiones, liberales y conservadores deben revisar muchos de sus postulados.

 

PÉRDIDA DE CONFIANZA

Empleados públicos españoles concentrados frente al ministerio de economía por la reducción de sus salarios decretada por el gobierno. Un manifestante griego porta un cartel de los líderes ‘culpables’ de la crisis durante una de las huelgas generales en Atenas.

La crisis que vivimos es una crisis de confianza, una desconfianza que se ha extendido en varias fases. En un primer momento, a finales de 2007, la desconfianza se produjo entre los inversores y el mercado interbancario. A lo largo de 2010, esta desconfianza se ha trasladado a los Estados y a las economías nacionales. Y el riesgo actual es que la desconfianza se generalice, afectando también a los ciudadanos y a las democracias (según un reciente estudio del Pew Center, la insatisfacción con el liderazgo político en Francia y en España, por poner un ejemplo, alcanza al 74% y al 76% de la población, respectivamente, mientras en Estados Unidos es del 62%). Es decir, si no se produce una reacción por parte de los líderes, la crisis económica puede convertirse en crisis política. Por ello, el primer gran objetivo es recuperar la confianza, y éste es un objetivo político (otro dato significativo es que en España los ciudadanos echan la culpa de la situación por igual, un 66%, al sistema financiero y a los políticos, mientras en Francia o Alemania los mercados son los máximos responsables de la crisis).

Para alcanzar este propósito hay que saber por qué la gente confía en los demás. La confianza es un concepto excesivamente abstracto y difícil de definir. Además, tampoco se sabe muy bien por qué una persona es digna de nuestra confianza. Podríamos asumir que confiamos en alguien cuando los beneficios que nos genera son superiores a los costes.

Pero la confianza tiene un segundo ingrediente: la reciprocidad. Es difícil confiar en alguien que no confía en nosotros. Si fuese así, pronto nos decepcionaríamos, puesto que en la primera oportunidad nos veríamos traicionados. Por esta razón la confianza es tan complicada: exige de las dos partes y debe ser duradera en el tiempo. En esta crisis se han generado distintas desconfianzas, y las motivaciones que hay detrás de cada una de ellas son distintas.

¿Por qué la desconfianza aparece en los mercados financieros? Tres factores han contribuido a ello. En primer lugar, la creciente sofisticación de estos mercados ha generado enormes problemas de información. La opacidad genera desconfianza. Es difícil confiar en un vendedor cuando no se sabe lo que está vendiendo. Por ello, una primera lección es la necesidad de aumentar la trasparencia.

En segundo lugar, en muchas economías no existía una regulación efectiva de los mercados financieros. Una de las razones por las que el sistema financiero español ha resistido con más fortaleza que otros está en la regulación emprendida en el pasado por el Banco de España, sobre todo, bajo la presidencia de Luis Ángel Rojo. Esta regulación consistió en un mayor control sobre el riesgo y en establecer provisiones a los bancos. Por lo tanto, la con- fianza también está relacionada con la existencia de unas normas que dan certidumbre y reducen los riesgos futuros.

En tercer lugar, en muchas economías no ha habido una clara supervisión de los mercados. No es sólo cuestión de que existan reglas, sino que además deben cumplirse y no se puede ser laxos en su supervisión. Por lo tanto, la desconfianza no ha sido un problema de ambición o de banqueros preocupados únicamente por su beneficio, sino de trasparencia, de reglas del juego y de falta de supervisión.

La desconfianza no ha sido un problema de ambición, sino de transparencia, reglas del juego y falta de supervisión

En la segunda fase de la crisis, la desconfianza se trasladó a los gobiernos. Aquellos que fueron salvados por los recursos públicos comenzaron a desconfiar de la capacidad de las economías para alcanzar un crecimiento duradero y, por lo tanto, de que los gobiernos devolvieran todo lo que se habían endeudado. Por ello, mercados y expertos vienen pidiendo reducir los gastos públicos y las reformas estructurales de la economía.

Es cierto que esta segunda desconfianza ha sido controvertida. Por ejemplo, no todos los países tienen los mismos niveles de endeudamiento y, paradójicamente, algunos de los menos endeudados, como por ejemplo España, son los que más desconfianza han generado en los mercados. Quizás esta desconfianza tuviera más que ver con la necesidad de reformas estructurales. No obstante, los mercados han reclamado medidas de ajuste fiscal con la misma intensidad que las reformas estructurales de la economía, cuando las segundas eran más prioritarias en el caso español. Como se verá más adelante, esta insistencia en las medidas de ajuste tiene un alto contenido ideológico.

En una tercera fase, el riesgo que corren las democracias es que la desconfianza económica se convierta en desconfianza política. Los primeros datos apuntan a que los ciudadanos están descontentos con la dirección de su país. Es prematuro aventurar que existe una desafección democrática. Pero, si no se producen cambios, los políticos tendrán muy difícil explicar sus decisiones. ¿Cómo volver a confiar? El principal objetivo de la política es presentar un análisis coherente de la realidad para, así, fijar nuevos retos y horizontes. En la actualidad, es necesario construir una narración de lo acontecido en los últimos tiempos y, aprendiendo de los errores, presentar nuevos retos. Las crisis son momentos de cambios. Si queremos que éstos sean lo más integradores posible, deben ser liderados por la política, no por los mercados. En definitiva, ha llegado el momento de la política.

 

TRES DÉCADAS DE BIENESTAR

El aumento de la edad de jubilación hasta los 62 años en Francia, dos más que ahora, ha provocado protestas masivas en todo el país.

Tras la Segunda Guerra Mundial, las economías desarrolladas pudieron compatibilizar crecimiento económico, pleno empleo y políticas sociales. Aunque no todos los gobiernos construyeron el mismo modelo de Estado de bienestar, casi todos los partidos –conservadores y progresistas– desarrollaban políticas sociales una vez accedían al poder. En la década de los 70, los incrementos de gasto público fueron siempre positivos en los gobiernos progresistas, y en algunas ocasiones los conservadores aumentaron el gasto público más que aquéllos. Pero, desde principios de los 80, el gasto público ha seguido una tendencia bastante distinta. Los incrementos en esta partida no sólo han sido muy leves, sino que, además, durante muchos periodos, se redujo notablemente su monto. Es más, los gobiernos de derecha casi siempre optaron por reducirlo.

Podría argumentarse que estas distintas estrategias entre izquierda y derecha respondieron a diferentes escenarios económicos. Los datos demuestran que, casi siempre, los gobiernos conservadores disfrutaron de un mayor crecimiento económico que los ejecutivos progresistas.

Es decir, a pesar de que la derecha se benefició de mayores tasas de crecimiento, sus incrementos de gasto público casi siempre fueron menores.

No obstante, es excesivamente simplificador reducir las diferencias entre izquierda y derecha a aumentos o a disminuciones del gasto. Además, dependiendo de la ideología, cada gobierno siguió estrategias presupuestarias distintas. Tanto en los 80 como en los 90, los gobiernos conservadores optaron por la reducción de impuestos, esperando que aumentase el ahorro privado. El objetivo era que este ahorro se transformase en inversión y se acelerase la tasa de crecimiento. Como se ha visto, estas políticas se acompañaban de un menor gasto público. En cambio, la izquierda concentró sus esfuerzos en aumentar la productividad. Para ello necesitó concentrar una parte importante del gasto en capital fijo y en capital humano. Se esperaba que los ahorradores privados mantendrían la inversión aunque existiese una mayor presión fiscal, puesto que una parte del gasto se destinaba a mejorar la oferta económica.

Por lo tanto, existían distintas estrategias para alcanzar el crecimiento económico. Además, las políticas sociales también han variado, y de hecho, en los últimos 30 años, la izquierda ha logrado una mayor cohesión social que la derecha.

A pesar de que izquierda y derecha muestran diferencias, hay algo que les ha unido: la política ha jugado un papel cada vez menos relevante en la economía. El ejemplo paradigmático son los bancos centrales independientes. A principios de los 90, todas las economías desarrolladas aceptaron que la institución que decidía la política monetaria debía alejarse de la influencia de los gobiernos. Pero, a partir de entonces, la política fiscal, que debe estar coordinada con la política monetaria, se veía condicionada por unos gobernadores de bancos centrales que no estaban sometidos al control democrático.

¿Por qué la política ha perdido peso en los mercados? Los Gobiernos de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en Gran Bretaña, durante la década de los 80, dieron algunos de los argumentos teóricos. Para ambos, la intervención de la política restaba poder de decisión a los individuos. Se trataba de dar más poder a la sociedad frente a unos políticos que decidían por ellos. La respuesta de los principales líderes progresistas –Tony Blair, Bill Clinton o Gerhard Schröder– fue aceptar parte de estos argumentos. Así, los gobiernos desarrollados emprendieron políticas de desregularización, dejando a los mercados, entre ellos los financieros, funcionando libremente.

De hecho, este retroceso de la política tiene que ver con decisiones políticas y no económicas. Es muy común escuchar que la globalización es la responsable de casi todos los males, pero, si analizamos los datos, vemos que este fenómeno explica muy poco. Entre 1950 y 1980, la apertura económica media de los países pasó del 35,19% al 72,13%. Es decir, se duplicó. En cambio, en 2000, esta cifra era del 85,44%. En las últimas décadas, las economías desarrolladas no se han abierto tanto al exterior como en el pasado, cuando más se desarrollaron los Estados de bienestar. Además, la evidencia empírica muestra que no siempre la apertura económica conduce al mismo tipo de decisiones, y es posible combinar apertura al exterior y redistribución.

 

 

 

 

EE UU, DE IZQUIERDAS, Y EUROPA, CONSERVADORA

Los presidentes Barack Obama y Nicolas Sarkozy durante la cumbre del G-8 con los líderes africanos en Canadá, el pasado mes de junio.

La reciente cumbre del G-20 celebrada en Toronto (Canadá) ha puesto de manifiesto que no hay una única salida a la crisis económica. Por un lado, Europa, liderada por las posiciones conservadoras de Alemania, ha defendido la necesidad de los ajustes fiscales, y su propuesta de reforma del sistema financiero se ha reducido a un impuesto a la banca.

Por otro lado, Estados Unidos sigue creyendo en la necesidad de los estímulos fiscales para, así, “salvaguardar y fortalecer la recuperación”. Además, el plan de reforma del sistema financiero del presidente Barack Obama es mucho más ambicioso que el europeo.

La diferencia entre las dos estrategias es ideológica, y es un reflejo de la situación política de cada continente. En noviembre de 2008, los estadounidenses pusieron fin a ocho años de gobiernos republicanos y eligieron a un demócrata, quien se presentó con un amplio programa de reformas. Muchas de ellas tenían un gran contenido social, como por ejemplo la ampliación de la cobertura sanitaria.

En cambio, en Europa, las fuerzas políticas conservadoras han ido ganando poder desde el comienzo de la crisis. En las elecciones al Parlamento europeo de 2009, los conservadores se impusieron a los progresistas por 11 puntos de diferencia. Además, un segundo dato llama la atención: de los nueve gobiernos progresistas, ocho sufrieron una derrota en las urnas, mientras que entre los 18 conservadores sólo cinco se vieron superados por la oposición.

Tras las elecciones europeas, se han ido celebrando comicios nacionales. Si en junio de 2009 la relación de fuerzas en Europa era de nueve gobiernos progresistas y 18 conservadores, en la actualidad hay siete gobiernos de izquierdas y 20 de derechas. Es cierto que numerosos factores de política interna pueden explicar esta disparidad. Además, si analizamos todos los gobiernos de las principales democracias parlamentarias entre 1945 y 2006, veremos que sólo 215 pueden ser calificados como progresistas. Es decir, en la mayoría de las ocasiones han gobernado los conservadores.

No obstante, esto no impide reflexionar sobre la imposibilidad de la izquierda para alcanzar el poder cuando, en un primer momento, parecía que la situación era propicia para su proyecto político. Hemos visto que, en los comienzos de la crisis, el gasto público fue el antídoto ante la desconfianza. Los gobiernos usaron los recursos de los ciudadanos para salvar sus economías. Muchos veían en estas decisiones una vuelta al keynesianismo y, por ello, pronosticaban un futuro progresista. Pero este análisis era excesivamente cortoplacista y se centraba en la coyuntura.

De lo que carecía la izquierda era de un relato que diese coherencia a su proyecto político. Como hemos visto, en las últimas décadas aceptó algunos de los postulados conservadores. La acción política retrocedió en beneficio de los mercados. A pesar de disfrutar de etapas expansivas de la economía, también emprendió políticas de reducción del gasto público. Y la cohesión social, su principal objetivo, se redujo allá donde gobernaba. En definitiva, la crisis de la socialdemocracia no responde a la crisis económica actual y está relacionada con lo sucedido desde la década de los 80.

 

 

 

VUELTA A LAS IDEOLOGÍAS

Una de las consecuencias más relevantes de esta crisis es ideológica: tanto la izquierda como la derecha deben redefinir sus proyectos políticos. Es cierto que se ha puesto el foco en los progresistas excesivamente, pero los conservadores y liberales también deben revisar algunos de sus postulados. De hecho, si no lo hacen, estarán sentando las bases de la crisis futura. Dos son las preguntas que deben responder ambos proyectos políticos.

En primer lugar: ¿qué deben hacer las economías de mercado para seguir creciendo? Seguramente, no hay un único camino para el crecimiento económico. De hecho, la cumbre del G-20 ha mostrado las diferencias entre progresistas y conservadores a la hora de responder a esta pregunta.

Pero la diferencia entre el proyecto progresista y el conservador no puede girar en torno a más o menos regulación. La actual crisis económica nos ha enseñado que los mercados opacos, sin regulación y sin supervisión son lo más parecido a un casino, donde el azar y las trampas se abren paso. Las discrepancias tampoco pueden centrarse en el medio ambiente. Un crecimiento que no sea sostenible medioambientalmente estará condenando a todo el planeta.

La disparidad entre izquierda y derecha debe radicar en el papel del Estado: ¿debe ser un actor activo en el crecimiento económico? O, en cambio, ¿el desarrollo de las economías debe recaer sobre las espaldas de los agentes privados? El gasto público productivo –inversión en capital fijo y en capital humano– seguirá distinguiendo a ambos proyectos políticos. La izquierda debe seguir defendiendo un Estado fuerte e implicado en el crecimiento económico.

El gran reto de la izquierda es redefinir las políticas sociales. Los parámetros del Estado de Bienestar han cambiado y la sociedad es muy distinta

La segunda pregunta que tienen que responder es: ¿cómo se produce la redistribución? Dicho de otra forma, ¿qué papel debe jugar el Estado de bienestar? En el discurso de liberales y conservadores es muy frecuente observar la igualdad de oportunidades, entendiendo que el mérito y el esfuerzo es el responsable de nuestros logros. Pero la izquierda entiende que hay unas desigualdades previas que impiden que la igualdad de oportunidades sea real. Por ello, defiende políticas sociales que beneficien más a unos colectivos.

No obstante, el gran reto de la izquierda es redefinir estas políticas sociales. Los parámetros sobre los que se construyó el Estado de bienestar han cambiado y la sociedad es muy distinta. Seguramente, gracias a muchas de las políticas socialdemócratas ha sido posible este cambio. Por ello, la izquierda debe rediseñar su oferta política respondiendo a dos retos: cómo redistribuir mejor y qué hacer para que el Estado de bienestar sea sostenible en el tiempo.

Para responder a la primera de las cuestiones debe analizar qué efectos tienen muchas de las políticas sociales. Sabemos que no todo el gasto social es igual de redistributivo, y que algunos de sus componentes transfieren renta a las personas de más ingresos –por ejemplo, la educación superior–. Para mejorar esta redistribución debe dar prioridad a aquellas partes del gasto que más ayudan a los que más lo necesitan.

El segundo reto, la viabilidad futura del Estado de bienestar implica reformas que aseguren que los gastos sociales no van a superar ampliamente a los ingresos. Gran parte del debate se ha centrado en los sistemas de pensiones, y es cierto que pueden estar en peligro en el futuro si no se toman medidas ahora. No obstante, las pensiones sólo son una partida del modelo social europeo. Es necesario un debate mucho más amplio sobre la necesidad de garantizar los ingresos públicos. Si la competición política se centra en menos impuestos, el resultado final será menos Estado de bienestar. El déficit público no es la respuesta, ya que supondrá pagar intereses en el futuro, cuando ese dinero podría destinarse a gasto social.

En definitiva, la crisis económica puede transformarse en una crisis política si progresistas y conservadores no redefinen sus proyectos políticos. Hemos asistido a tres décadas en las que el lema era: menos política y más mercado. Ha llegado el momento de invertir la ecuación si no queremos sentar las bases de una crisis económica de similares dimensiones.