El consenso de Washington acerca de las drogas descansa sobre dos creencias ampliamente compartidas. La primera es que la guerra contra los estupefacientes es un fracaso; la segunda, que esto no puede cambiarse. Los estadounidenses constituyen un pueblo para el que todo es posible. Tienden a pensar que si algo no funciona hay que arreglarlo. Salvo que hablemos de la guerra contra las drogas. En un asunto con tanta carga política, las élites de Washington y, sin duda, la mayoría de la población creen dos cosas contradictorias. En primer lugar, un 76% de los estadounidenses piensa que la estrategia lanzada en 1971 por el presidente Nixon ha fracasado. No obstante, sólo un 19% sostiene que el eje central de la política antinarcóticos deba trasladarse de la prohibición y la cárcel al tratamiento y la educación. Un 73% está en contra de la legalización de cualquier tipo de droga, y un 60% se opone a la despenalización de la marihuana.  

La incongruencia de decir “no funciona, pero no lo cambien” no es sólo una excentricidad del público estadounidense. Es una muestra de cómo la prohibición de los estupefacientes ha conducido a la prohibición del pensamiento racional. “La mayoría de mis colegas saben que la guerra contra las drogas está en quiebra”, me dijo un senador estadounidense, “pero para muchos de nosotros, apoyar cualquier tipo de despenalización ha sido durante mucho tiempo un suicidio político”. Como consecuencia de esta negativa a pensar, Estados Unidos es hoy el mayor importador de drogas ilegales y el mayor exportador de malas políticas antidroga del mundo. El Gobierno espera –en realidad, exige– que sus aliados adopten sus objetivos y métodos y que colaboren de forma activa con las agencias antidroga norteamericanas. Ésta es una de las pocas áreas de rigurosa continuidad en la política exterior de EE UU durante las tres últimas décadas.  

Un segundo efecto, más dañino aún, se deriva del empeño estadounidense en reducir la oferta en el extranjero en lugar de contener la demanda interior. La consecuencia: un traspaso de poder de los gobiernos a los delincuentes en un número cada vez mayor de países. En muchos lugares, los narcotraficantes constituyen la mayor fuente de empleo, oportunidades económicas y dinero para procesos electorales.

Estados Unidos es hoy el mayor importador de drogas ilegales y el mayor exportador de malas políticas antidroga del mundo   

El fiscal general de México calcula que los consumidores estadounidenses compran drogas por valor de 10.000 millones de dólares (7.353 millones de euros) a los carteles del vecino del Sur cada año, un negocio que lanzó a Joaquín El Chapo Guzmán, jefe del cartel de Sinaloa, a la lista mundial de ricos de la revista Forbes. Según el Departamento de Defensa estadounidense, todo ese dinero permite que los dos carteles principales equipen y paguen a un ejército de 100.000 hombres, que casi puede equipararse con las Fuerzas Armadas de México en tamaño, y que las supera, a menudo, en número de armas. La influencia de los carteles de la droga es un problema global. El tráfico de opio equivale al 30% de la economía legal en Afganistán; y de Birmania (actual Myanmar) a Bolivia, de Moldavia a Guinea-Bissau, los gerifaltes de la droga se han convertido en actores políticos y económicos influyentes.  

Por fortuna, hay algunas señales de que el apoyo ciego a la prohibición está empezando a perder fuerza entre las élites de Washington. ¿Quieren saber quién es un converso reciente? El Pentágono. Los militares estadounidenses de alta graduación saben que la guerra contra las drogas está en quiebra y que esto está minando su capacidad de éxito en otras importantes misiones, como la guerra de Afganistán. Cuando el pasado noviembre se le preguntó al general James L. Jones, ex comandante del cuerpo de Marines y ex comandante supremo aliado en Europa, por qué EE UU estaba perdiendo en Afganistán, éste contestó: “Mi prioridad son las drogas y los narcóticos, que son, sin lugar a dudas, el motor económico que mueve el resurgimiento de los talibanes, así como el crimen y la corrupción del país… En 2006, cuando estuve allí, ni siquiera podíamos mencionar esto. Era un asunto del que nadie quería hablar, incluido Estados Unidos”. Ahora, Jones es asesor de seguridad nacional del presidente Obama.  

Sus ideas han desatado fuertes disputas entre los estrategas militares, que se están centrando en crear oportunidades económicas pacíficas para las familias afganas y los guerreros antidroga estadounidenses decididos a erradicar a cualquier coste el principal cultivo comercial de Afganistán. La inercia garantiza un fuerte apoyo a la erradicación por parte de la ingente burocracia que vive de la guerra contra las drogas, cuyas opiniones son inmunes a los datos. Después de décadas de intentos de erradicación en todo el mundo, no han disminuido ni la extensión de terreno empleado para cultivar drogas ni la cantidad de toneladas que se producen. Pero la prohibición a cualquier coste está volviéndose muy difícil de defender. A medida que la escalada de violencia en México se expande al otro lado de la frontera, el empeño del público estadounidense por ignorar o tolerar políticas que no funcionan se debilita. Y las consecuencias del fracaso se perciben cada vez con más claridad: según el Centro Nacional de Inteligencia sobre Drogas de EE UU, los carteles mexicanos operan en 195 ciudades estadounidenses. Es mucho más duro ignorar los daños colaterales de la guerra contra las drogas cuando sucede en el propio vecindario.

Eso es lo que ocurre en muchos otros países donde los nefastos efectos secundarios de los planes antidroga estadounidenses llevan sintiéndose mucho tiempo. Tres de los ex presidentes latinoamericanos más respetados, Fernando Henrique Cardoso, de Brasil; César Gaviria, de Colombia, y Ernesto Zedillo, de México, presidieron hace poco una comisión que se declaró a favor de realizar cambios drásticos en la guerra contra las drogas, incluyendo la despenalización del consumo de marihuana. Aquella comisión, en la que yo participé, invirtió más de un año en revisar las mejores pruebas disponibles de expertos en salud pública, medicina, policía, Ejército y economía del tráfico de drogas. Una de las conclusiones principales de la comisión es que los gobiernos necesitan de forma urgente opciones diferen tes a la erradicación, la prohibición y el encarcelamien to, para limitar las consecuencias sociales de las drogas. Pero aunque los pensadores más brillantes proponen luchar contra la droga como si fuera una crisis de salud pública, ninguna alternativa real ha encontrado sitio en un debate acorralado entre la prohibición absoluta y la legalización total (más información en www.drugsanddemocracy.org).

La adicción a una política errónea ha sido avivada por el interés de un sector prohibicionista relativamente pequeño y por la distracción del público estadounidense. Pero a medida que los costes de la guerra contra las drogas se esparcen desde países remotos al centro de nuestras sociedades, gastar más en curar y prevenir que en erradicar y encarcelar resultará una idea mucho más obvia. ¿Más inteligencia contra las drogas? Tendría que saltar a la vista que ésa es la solución.