Papeletas del sorteo electoral para las elecciones presidenciales de 2022 de Colombia. (Foto por: Sebastian Barros/Long Visual Press/Universal Images Group vía Imágenes falsas)

El nuevo líder colombiano heredará un país más violento que hace cuatro años, con mayor nivel de descontento social y peor imagen internacional.

Las próximas elecciones presidenciales que tendrán lugar en Colombia pondrán fin a cuatro años de involución democrática e inacción del mandatario saliente Iván Duque (2018-2022). Hay que remontarse a la presidencia de Julio César Turbay Ayala (1978-1982) para encontrar un presidente igual de errático y sin agenda alguna de gobierno. Esta cuestión, en inicio, conduce a un hecho especialmente significativo, y es que Duque deja un país en peor situación que la que heredó hace cuatro años. Algo que resulta difícilmente asumible cuando, precisamente, su predecesor, Juan Manuel Santos, a lo largo de ocho años de presidencia, había conseguido mejorar todos los indicadores sociales y económicos del país. Esto, además de cerrar un proceso de paz con las FARC-EP con el que se ponía fin al conflicto armado más longevo y violento del continente, a la vez que se abría otro, no exento de dificultades, y finalmente fallido, con la guerrilla del ELN. Cuestión aparte, durante los ocho años de presidencia de Santos se había conseguido mejorar sustancialmente la imagen internacional del país e, incluso, conseguir la adhesión de Colombia a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos.

Durante los cuatro años de Iván Duque la imagen exterior del país ha perdido enteros. A pesar de que éste ha tratado de proyectar su imagen en Europa y ante los principales organismos internacionales, como la de un presidente comprometido con la paz y la prosperidad social, existe una clara disonancia entre su plano discursivo y la realidad de los hechos. Indudablemente, su condición de uribista, que es con la que llega a la presidencia, obligaba de partida a tener que renunciar a muchos de los hitos obtenidos durante el período 2010-2018. Primero, y por razones obvias, su gobierno cuestionaba la esencia del Acuerdo de Paz. Es decir, entendía este como resultado de una política personalista de Santos y no como una política de Estado. Es por ello por lo que su máxima gubernamental fue la conocida como “paz con legalidad”. Es decir, cuestionaba la integralidad jurídica del Acuerdo y proponía, a cambio, una suerte de implementación a la carta sobre aquellos aspectos que su ejecutivo consideraba como válidos por ejemplo, la reincorporación a la vida civil de combatientes. Sensu contrario, el gobierno de Duque ejercía un saboteo institucional, de baja intensidad, para con aquellos puntos del Acuerdo que más chirriaban al conservadurismo en general y al uribismo en particular. A saber, la justicia transicional, la comisión de la verdad, la participación política de los excombatientes o la visibilidad de los reclamos de los territorios más golpeados por la violencia. A tal efecto, basta con observar cómo, según el Instituto Kroc de la Universidad de Notre Dame, encargado de hacer seguimiento a la implementación de la paz en Colombia, el nivel de cumplimiento íntegro de este gobierno, durante los últimos cuatro años, ha sido de un 2% anual.

Relacionado con lo anterior es que, en materia de seguridad y orden público, el país es considerablemente más violento que hace cuatro años. La aparente respuesta amparada en la militarización de la seguridad, que intenta exhibir falazmente las capacidades de un Estado fuerte, más bien dejan entrever la falta de una hoja de ruta adaptada a las exigencias del post-Acuerdo colombiano. La experiencia comparada nos dice que tras la firma de un Acuerdo de Paz lo habitual es que se sucedan mayores niveles de violencia. El control del territorio, la atomización de la disputa por los recursos ilícitos entre los actores en liza y la desideologización de los grupos disidentes que generalmente aparecen en estos contextos, sumados a la precariedad institucional de un Estado que brilla por su ausencia en el entorno periférico han terminado siendo prioridades y urgencias desatendidas por la actual agenda de seguridad. El Gobierno actuó como si nada hubiera cambiado, y en lugar de aprovechar el Acuerdo de Paz para impulsar nuevas políticas públicas en favor de fortalecer la descentralización territorial, la democracia local y la recomposición del tejido social, se optó por continuar con un discurso simplista, que no se corresponde con una realidad que reclama mayores y mejores mecanismos de respuesta para con una violencia tan irresoluta como transformada. Así, a la proliferación de disidencias de las otrora FARC-EP, grupos criminales de impronta local y un aumento de la geografía de la violencia y de las capacidades operativas de algunos grupos, como el ELN o el Clan del Golfo, se suma la inoperancia en los esquemas de protección. A tal efecto, no se puede pasar por alto que, desde la firma de la paz, en noviembre de 2016, hayan sido asesinados casi 2.000 líderes sociales y más de 300 exintegrantes de las FARC-EP.

Colombians Commemorate Anniversary Of National Strike
Manifestantes chocan con el Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) por conmemorar un año del inicio de la huelga nacional convocada en rechazo a la reforma tributaria presentada por el Gobierno de Iván Duque. (Foto de Juancho Torres/Agencia Anadolu vía Getty Images)

De otra parte, el descontento social ha experimentado una tendencia al alza, hasta el punto de alimentar dos paros nacionales, en 2019 y 2021, además de multitud de episodios de protestas ciudadanas y altercados callejeros que han mostrado la incapacidad para el diálogo de un gobierno que sigue entendiendo que los derechos son patrimonio de la concesión y que el conflicto social es sinónimo de violencia. Todo, con el fin de evitar reconocer mecanismos de diálogo y reconocimiento con la sociedad civil y, más bien, reivindicar la necesidad de mayores necesidades de militarización, con la correspondiente criminalización de la protesta. Empero, la realidad es otra. El Acuerdo de Paz, más allá de poner fin al conflicto con las FARC-EP, ha servido para abrir un nuevo escenario de reclamos sociales y políticos que durante décadas han sido opacados por la violencia. De la misma forma, ofrece a la ciudadanía la disposición de nuevos repertorios de movilización, desprovistos de la presencia de actores armados, a la vez que libera un espacio para la izquierda que, en inicio, debe servir para mejorar la calidad de la democracia en el país. No obstante, todo lo anterior no van más allá del plano de la suposición, en tanto que, de acuerdo con varios medidores de calidad democrática y electoral, la premisa de entender que la democracia mejora tras la firma de un Acuerdo de Paz, en el caso de Colombia, arroja resultados más que cuestionables.

Por supuesto, la pandemia ha servido igualmente para mostrar las contradicciones y debilidades de uno de los Estados más desiguales del mundo, cuyo coeficiente de Gini es de 0,54, y que se eleva hasta el 0,85 cuando se trata de medir la distribución de la propiedad de la tierra. Asimismo, el índice de pobreza multidimensional es de los peores del planeta y los umbrales de población por debajo de la línea de pobreza han retrocedido casi dos décadas, superando el 40%. Por supuesto, no ayuda un Estado profundamente (re)centralizado, en donde la informalidad laboral afecta a casi dos terceras partes y cuya estructura tributaria es una de las más regresivas del continente.

Visto lo anterior, este intrincado escenario es el que deberá asumir el futuro ocupante de la Casa de Nariño, una vez que toma posesión como presidente de Colombia el próximo 7 de agosto de 2022. Antes deberá dirimirse la disputa electoral, la cual, en primera vuelta, todo invita a pensar en que será el otrora alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, quien resulte la fuerza más votada. Sin embargo, es improbable que obtenga más del 50% de los escrutinios, de manera que el resultado final se resolverá en la segunda vuelta prevista para el 19 de junio. Al respecto, todas las encuestas dan como segundo candidato más votado al conservador Federico Gutiérrez. Esto era impensable hace unos meses, cuando parecía que la presidencia de Colombia la disputarían Gustavo Petro y Sergio Fajardo. Sin embargo, la tendencia a la baja de Fajardo como alternativa de gobierno ha sido inversamente proporcional al respaldo que Federico Gutiérrez ha obtenido de medios como Semana o RCN, de los partidos tradicionales, como el Partido Liberal y el Partido Conservador, así como de los expresidentes César Gaviria o Andrés Pastrana. Es como si durante estos últimos dos meses la máxima de “todos contra Petro” hubiera permitido cerrar filas sobre un candidato capaz de imbricar extremos disímiles.

Sea como fuere, tres serán los factores que resuelvan el color ideológico del próximo presidente. Primero, la capacidad de movilización, favorable, pero también desfavorable, que acompaña a Gustavo Petro. Sus errores de campaña y la apuesta por Francia Márquez como vicepresidenta, si bien han consolidado su posición de izquierdas, han lastrado cualquier viraje al centro. Segundo, ha de verse qué sucede con el comportamiento del votante más moderado, inicialmente alineado con la Coalición Centro Esperanza de Sergio Fajardo, y que ha de moverse sobre un continuum profundamente centrífugo y altamente polarizado. Tercero, y como contrapeso a lo anterior, estaría la escasísima favorabilidad que despierta Iván Duque hace unos meses era del 25%, y cuyo sucesor natural sería Gutiérrez. Duque es ahora mismo una suma que resta y cualquier apoyo al candidato conservador se torna como un argumento que reconsiderar en la orientación del votante más indeciso.

Así, en conclusión, vista la herencia que ha de recibir el próximo presidente de Colombia, lo que se juega en las próximas elecciones del próximo 29 de mayo parece gravitar entre el continuismo y la ruptura. El continuismo de Federico Gutiérrez, alineado con la desregulación del mercado, el Estado de mínimos, la política securitaria más tradicional y la proximidad geopolítica con Estados Unidos. La ruptura de Gustavo Petro, favorable a recuperar la senda del Acuerdo de Paz, fortalecer la dimensión territorial e institucional del Estado, y promover una política pública que apueste por mayor cohesión social y mayor gasto público. En unas semanas saldremos de dudas.