Una diplomacia más centrada en los intereses comerciales que en la seguridad europea.

 

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Durante la crisis del euro, Alemania se ha convertido en el líder indiscutible de Europa en materia de política económica. La fortaleza de su economía y el deseo de otros países de contar con su dinero le han otorgado un papel fundamental. En política exterior y de seguridad, son el Reino Unido y Francia los que suelen establecer las prioridades de la UE. Sin embargo, es posible que la crisis de Ucrania permita que Alemania mande también en este ámbito. Berlín tiene una relación especial con Moscú, proximidad geográfica a Ucrania y fuertes lazos económicos con ambos Estados. Mientras tanto, Francia está ocupada con dos guerras en África y Gran Bretaña tiene las manos atadas por su debate interno teñido de eurofobia y su temor a los compromisos en el extranjero después de Irak y Afganistán.

No obstante, Alemania no podrá dirigir la política exterior de la UE mientras no venza algunas de las debilidades que se lo impiden. El 30 de enero, el presidente Joachim Gauck señaló dos problemas concretos en un importante discurso ante la Conferencia sobre Seguridad de Múnich: el país, en general, ha eludido varias responsabilidades que otras potencias occidentales sí han asumido, y sufre cierta escasez de pensamiento estratégico. Gauck no hizo referencia directa a un tercer problema: en Alemania, la política exterior está más pendiente de los aspectos comerciales que en otros países de la Unión.

Como es natural, después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, Alemania ha estado más interesada en los aspectos económicos de la política exterior que en los estratégicos, y no ha querido intervenir militarmente en otras partes del mundo. Si bien esas dos características han mostrado una longevidad increíble, los distintos cancilleres que han gobernado desde entonces han tenido sus propias prioridades. Gerhard Schröder, canciller entre 1998 y 2005, intentó -con la ayuda de su ministro de Exteriores, Joschka Fischer- que el país fuera más normal a la hora de afrontar las crisis de seguridad. Por eso las tropas alemanas participaron en los bombardeos de la OTAN sobre Serbia y Kosovo en 1999, se integraron en la misión de la OTAN en Afganistán y contribuyeron al mantenimiento de la paz en muchas zonas del planeta.

Sin embargo, con Angela Merkel, la política exterior se volvió más precavida, sobre todo en el periodo 2009-2013, con el antiintervencionista Guido Westerwelle como ministro de Exteriores. Este giro fue tal vez consecuencia de la falta de entusiasmo público tanto por el activismo de Schröder y Fischer como por la invasión de Irak encabezada por Estados Unidos. Durante la crisis de Libia de 2011, Berlín se alineó con Moscú y Pekín y se abstuvo en la votación sobre la resolución del Consejo de Seguridad de la ONU (respaldada por Estados Unidos, el Reino Unido y Francia) que autorizaba el uso de la fuerza.

El discurso de Gauck en Munich -apoyado por intervenciones posteriores del ministro de Exteriores Frank-Walter Steinmeier y la ministra de Defensa Ursula Von der Leyen- subrayó que la política exterior de Alemania debe parecerse más a la de otros países. El Presidente dijo que, cuando otros afirman que Alemania se evade de sus obligaciones, tienen algo de razón. Exhortó a los alemanes a estar dispuestos a hacer más para garantizar la seguridad que otros le han proporcionado desde hace decenios. Destacó que el país se ha beneficiado enormemente de la apertura del orden mundial y advirtió de que “las consecuencias de la inacción pueden ser tan graves o peores que las consecuencias de actuar”. Dijo que Berlín debe prepararse para aportar dinero y, como último recurso, enviar tropas y que “hay también gente que aprovecha la conciencia culpable de Alemania por su pasado como excusa para la indolencia o el deseo de apartarse del mundo”. Afirmó que el país no debe regirse por unas normas especiales.

Muchos observadores extranjeros pensaron que lo que había dicho Glauck era una obviedad. Alemania aporta a la seguridad europea menos que el Reino Unido y que Francia: en 2013 dedicó el 1,4% del PIB a defensa, mientras que Francia gastó el 1,9% y Gran Bretaña el 2,3%. Y tampoco compensa con el gasto en formas más blandas de seguridad: en 2012 dedicó 0,37% del PIB a ayuda al desarrollo, frente al 0,45% de Francia y el 0,56% de Gran Bretaña.

Alemania ha proporcionado un gran número de soldados para las fuerzas de paz y formadores para las misiones de la OTAN y la UE en lugares como Afganistán, Bosnia, Kosovo y Malí, pero con unas condiciones que a menudo les han restado utilidad. En Afganistán, por ejemplo, las tropas y los aviones alemanes estacionados en el norte no podían emprender operaciones de ataque ni ayudar a sus aliados de la OTAN que estaban luchando en el sur, más conflictivo. Francia y el Reino Unido suelen estar más dispuestos a enviar sus tropas a zonas complicadas (aunque en Afganistán murieron 54 soldados alemanes).

Además de la resistencia a usar la fuerza, la política exterior alemana se caracteriza por el firme principio de que cualquier problema puede resolverse mediante negociación. Pero, si bien es un punto de partida admirable en la política internacional, la negociación, sin una amenaza creíble de aplicar sanciones o emplear la fuerza, no puede ser siempre la solución. La negociación sin más es un concepto posmoderno que suele funcionar bien dentro de la UE, pero es menos eficaz a la hora de tratar con las potencias modernas (es decir, realistas) de otras partes del mundo.

La historia reciente de las relaciones de los alemanes con Rusia muestra hasta qué punto creen en el diálogo. Desde el ascenso de Vladímir Putin al poder hasta hace muy poco tiempo, creían en Wandel durch Annäherung, el cambio mediante la conciliación. Querían que la UE y sus Estados miembros negociaran “partenariados de modernización” con Rusia, partiendo de la hipótesis de que era posible convencer a sus dirigentes para que reforzaran el Estado de Derecho y reformaran la economía.

Seguramente fue una estrategia razonable para la UE, al menos durante un tiempo. El reinicio de Barack Obama con Rusia, durante la presidencia de Dmitri Medvédev (en 2008 se intercambió el cargo con Putin, que pasó a ser primer ministro), produjo genuinos resultados respecto a Irán, Afganistán y el control de armas. Medvédev parecía deseoso de modernizar el país.

Pero en Rusia estaban consolidándose las siniestras fuerzas del atavismo, el nacionalismo y el militarismo. Y fueron pocos los alemanes que se dieron cuenta. Merkel se centró en ganarse a Medvédev; como muchos compatriotas (y como Obama), sobrevaloró la capacidad del presidente de apartar a Putin. En retrospectiva, la fe de los alemanes en Rusia fue tal vez excesivamente optimista e incluso ingenua.

Desde que Putin regresó a la presidencia, en 2012, la paranoia antioccidental se ha apoderado cada vez más de la política exterior rusa. Su comportamiento desde el otoño de 2013, cuando empezó a presionar a Ucrania (junto a otros países) para que rechazara el partenariado Oriental de la UE, ha supuesto un inesperado y desagradable jarro de agua fría para muchos alemanes. Algunos reconocen ahora que confundieron deseos con realidades.

La actitud alemana sobre Moscú en particular y la política exterior en general no va a cambiar así como así. En una visita a Berlín en abril, me encontré con varios destacados pensadores y funcionarios que buscaban excusas para la actuación de los rusos en Crimea. Venían a decir que la culpa era, no solo de la ampliación de la OTAN, sino de la UE, porque Bruselas debería haberse esforzado más por consultar a Rusia sobre el Partenariado Oriental (la realidad es que los representantes de la UE intentaron repetidamente hablar sobre este asunto con Moscú, que no se interesó en absoluto por el tema hasta la primavera de 2013).

Como Alemania es un país profundamente democrático, sus políticos no pueden ignorar a la opinión pública. Muchos alemanes no quieren ver a sus soldados desplegados en ningún sitio, y están encantados de que sea imposible enviarlos sin una votación parlamentaria. El Partido Socialdemócrata (SPD) siempre ha albergado elementos pacifistas y, desde la Ostpolitik que encabezó en 70, suele preferir una estrategia blanda respecto a Rusia. A veces, la hostilidad alemana a la intervención militar se mezcla con ciertas vetas de antiamericanismo, quizá porque Estados Unidos ha impulsado varias intervenciones que han acabado siendo desastrosas. El último escándalo sobre el espionaje de la Agencia Nacional de Seguridad en Europa ha reafirmado a los detractores de EE UU en el continente, y en especial en Alemania, donde a la gente le preocupan enormemente las libertades civiles.

El discurso de Gauck en Múnich destacó un segundo problema que contribuye a una dependencia excesiva del poder blando en política exterior: la falta de pensamiento estratégico en Alemania. En este contexto, al decir estratégico me refiero a la capacidad de un país de definir sus intereses en términos que no sean solo comerciales y económicos y de establecer sus objetivos a largo plazo y los medios con los que aspira a conseguirlos (aunque esos medios entrañen costes inmediatos o el compromiso de enviar tropas).

En comparación con algunos otros países, las universidades, los think tanks y los ministerios de Alemania tienen escasez de pensamiento estratégico. Berlín cuenta con algunos gabinetes de estudios dedicados a la política exterior, pero no tiene el equivalente al Institute for Strategic Studies de Londres ni la Fondation pour la Recherche Stratégique de París. Como dijo Gauck: “Una conferencia sobre seguridad en Múnich una vez al año… no es suficiente”.

La tercera limitación de la política exterior alemana es su orientación económica. Todos los países europeos tratan de encontrar el equilibrio entre sus objetivos comerciales y la preocupación por los derechos humanos y los objetivos estratégicos generales. Pero no todos lo logran. A veces, los intereses industriales y comerciales de Alemania gobiernan su política exterior con más fuerza que en los casos de Gran Bretaña y Francia.

Durante la crisis de Ucrania, las autoridades de Bruselas se han quejado de que Berlín les presionaba para que “desaceleraran” la postura de la UE respecto a Rusia. Esa presión no es extraña: las empresas alemanas han invertido más de 20.000 millones de euros en Rusia, que además suministra alrededor del 30% del gas que consume Alemania (mientras que Rusia absorbe solo el 3% de las exportaciones alemanas). El Comité de Relaciones Económicas con Europa del Este, un órgano que representa a la industria alemana, ha presionado al Gobierno para que se oponga a las sanciones de la Unión contra Rusia a lo largo de toda la crisis. Las empresas británicas con intereses en Rusia también han tratado de influir en su Ejecutivo, pero da la impresión de que con menos resultados.

Berlín se ha resistido con frecuencia a criticar a Moscú y Pekín en materia de derechos humanos. En los últimos año, la política alemana respecto a Rusia ha evolucionado, al menos en el plano retórico, y se ha vuelto más crítica, pero no ha sido así en el caso de China. Las prioridades comerciales alemanas quedaron patentes en el verano de 2013, cuando Merkel recibió a los dirigentes chinos en Berlín y después les visitó en Pekín. Los fabricantes alemanes de paneles solares se habían  quejado a la Comisión Europea de que el gigante asiático hacía competencia desleal al introducir los suyos en los mercados europeos. La Comisión había llevado a cabo una investigación y estaba amenazando a China con imponerle multas. Entonces, Pekín advirtió a la UE de las posibles represalias contra las exportaciones de polisilicio (un material que se emplea en los paneles) y automóviles de lujo, unas acciones que habrían perjudicado a Alemania. El Gobierno alemán criticó a la Comisión y la desautorizó mediante presiones a otros Estados miembros para que se opusieran a tomar medidas serias contra el supuesto dumping. Como consecuencia, la Comisión dio marcha atrás.

Por todo eso, el énfasis de Berlín en las relaciones comerciales puede hacer pensar que sus políticas van en contra de la UE. En Bruselas, muchos creen que, como Alemania es responsable del 45% de las exportaciones de la Unión a China, preferiría tener una relación bilateral sólida con dicho país, más que una política única europea. A veces, las autoridades del país parecen creer que, como la mayoría de los Estados miembros no poseen un gran sector industrial, Alemania no puede fiarse de que la UE defienda los intereses de sus empresas en países como China. Y además, Berlín se opone en general a que la Comisión tenga más papel en las relaciones energéticas externas de la UE, porque le preocupa que pueda ignorar los intereses de las empresas de energía alemanas, muchas de las cuales operan en Rusia.

Ahora bien, ¿es peor Alemania que sus socios? Cuando David Cameron, el primer ministro británico, fue a Pekín en diciembre de 2013, proclamó con orgullo que iba a ser el abogado de China en Europa. Y no dijo nada (en público) sobre derechos humanos ni sobre las tensiones en el Mar de China Oriental; el vicepresidente de Estados Unidos, Joe Biden, también en la capital china en esas mismas fechas, sí habló de las los dos temas. ¿Es eso una prueba de que todos los dirigentes europeos se guían por intereses comerciales? No. Cameron recibió muchas críticas en el Reino Unido por su actuación en la visita a Pekín, incluso (en privado) en el Ministerio de Exteriores. La respuesta de Gran Bretaña al envenenamiento de Alexander Litvinenko, en 2006, es el ejemplo contrario. Cuando las autoridades rusas se negaron a cooperar con la investigación británica, el primer ministro Gordon Brown reaccionó con firmeza. Impuso restricciones de visado a funcionarios rusos y redujo la cooperación de los servicios de inteligencia, a pesar de las posibles amenazas contra las inmensas inversiones de BP y Shell en Rusia.

En su discurso de Múnich, pareció que Gauck quería fijar varios objetivos a largo plazo para su país. Pero poco después se produjo en la crisis de Ucrania una escalada que puso a prueba a Berlín.

Aunque Gauck no lo dijo a las claras, dejó entrever que para dirigir, Alemania necesita ser capaz de actuar, a veces en contra de sus intereses económicos inmediatos. Entonces, el país tendrá la credibilidad necesaria para granjearse el respeto de los demás Estados miembros de la UE.

En Berlín, los máximos funcionarios y los políticos son conscientes de que el país no puede dirigir a sus socios en la relación con Rusia si se sitúa en un extremo del espectro de la opinión europea sobre qué actitud mantener hacia Moscú: el extremo más blando. Las duras palabras de Merkel sobre Rusia en los últimos meses han acercado a Alemania más al centro. Sin embargo, es demasiado pronto para saber si va a haber un cambio sustancial. Las presiones para que Alemania siga siendo el amigo especial de Rusia en Europa -presiones del mundo empresarial, sectores del SPD (y algunos democristianos) y gran parte de la opinión pública- son enormes. Pero los socios del país, en Estados Unidos y en Europa, confían en que el discurso de Gauck señale el comienzo de una nueva era en su política exterior, que no se guíe tanto por los intereses comerciales, sea más favorable a las políticas comunes de la UE y esté más dispuesta a asumir una mayor responsabilidad por el bien de la seguridad europea.

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