¡Bienvenidos de la vuelta de las vacaciones de verano, europeos! Preparaos para 30 días que decidirán el destino de vuestro continente.

 

Europa
Daniel Roland/AFP/Getty Images

Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo.

 

Al regresar de sus sagradas vacaciones de agosto, los viajeros alemanes se habrán encontrado con que el euro ha desaparecido; por lo menos, en el aeropuerto de Frankfurt. Con escasa fanfarria, la enorme escultura del euro que presidía el mayor aeropuerto de Alemania desde 2001, fue eliminada sin contemplaciones de la noche a la mañana para dejar sitio a un tren entre terminales. Su odiada escultura gemela, situada, como es sabido, delante del Banco Central Europeo (BCE), en el corazón de la ciudad, se ha convertido en símbolo de la crisis de la eurozona (y objeto preferido de los fotógrafos de agencias) y tal vez sufra la misma suerte. Algunos urbanistas están ya planeando con avidez eliminar el monumento de la vista del público cuando el banco se traslade a la parte este de Frankfurt, en 2014. Los símbolos están unidos de forma inexorable a la política, y este es extraordinario.

Pero en el próximo mes, los angustiados responsables políticos que tratan de conservar el euro afrontarán una serie de amenazas que no tienen nada de simbólicas. Septiembre va a ser testigo de un big bang político que anunciará otra crisis existencial, y fracasar en cualquiera de sus aspectos podría representar el fin de la moneda europea. Hay cuatro posibles momentos críticos que, a lo largo de este mes, constituirán un precipicio político en el que se determinará si la eurozona tiene futuro.

En primer lugar, el 12 de septiembre, el Tribunal Constitucional alemán debe decidir sobre la constitucionalidad o no de participar en el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEE), una institución que se preveía como el instrumento permanente de préstamo común de los Estados soberanos a los países europeos acosados por las deudas. El MEE, que obtuvo un cómodo resultado favorable en el Bundestag en junio (493 votos contra 106), tendría autonomía para controlar los fondos públicos alemanes, y ahí reside el problema legal. El tribunal constitucional alemán se considera guardián de una cierta idea de Alemania –pequeña, obsesionada por la estabilidad y egocéntrica–, y los observadores que mejor conocen la alta instancia prevén una decisión del tipo “sí, pero…” que estipule que se han alcanzado las líneas rojas de la democracia en Alemania. Si se pretenden dar más pasos para hacer que la gestión de la crisis esté más integrada en la eurozona –y habrá más, porque es inevitable–, será obligatorio convocar un referéndum, el primero en la historia de Alemania desde la Guerra. El relato político está ya dominado por un posible plebiscito que alteraría la constitución.

El segundo instante crítico es la próxima evaluación de los progresos de Grecia a la hora de cumplir las condiciones de su préstamo impuestas por el BCE, la Comisión Europea y el Fondo Monetario Internacional (FMI), que se llevará a cabo a finales de septiembre o principios de octubre. El primer ministro griego, Antonis Samaras, ya está yendo y viniendo de Berlín a París en un intento de preparar a los dirigentes de la eurozona para un informe decepcionante. Las esperanzas de Atenas de ampliar su calendario de pagos han suscitado un acalorado debate en Alemania, donde la exasperada retórica de la derecha sobre la incapacidad griega de cumplir sus compromisos es cada vez más ruidosa. Es probable que después del informe de la troika veamos en el Bundestag actuaciones para la galería, en particular por parte de la archiconservadora Unión Social Cristiana de Baviera (CSU) y el Partido Demócrata Liberal (FDP), ligado al mundo empresarial. El semanario alemán de referencia, Der Spiegel, pidió en mayo que Grecia abandonara el euro, alegando su renuencia a emprender reformas estructurales y del mercado de trabajo.

Para la muy precavida canciller alemana Angela Merkel, las posibles consecuencias imprevistas y devastadoras de “Grexit”, la salida de Grecia, son anatema. Merkel es una política que valora el mantenimiento del statu quo por encima de todo y teme los efectos imprevisibles para España, Italia y Francia, entre otros países. Una Grexit eliminaría toda la credibilidad que le queda a la eurozona como unión monetaria indisoluble. Y eso podría conducir a una especulación y una huida de capitales sin precedentes en los países de los que se piense que van a ser los próximos. Si bien los bancos alemanes están expuestos a un riesgo limitado, aunque importante, con respecto a la deuda griega, su vulnerabilidad es mucho mayor en el caso de otros países del sur de la eurozona, a los que necesitan como mercados para las exportaciones de Alemania. Las consecuencias se harían sentir en toda la economía alemana. Y es esa preocupación, más que un vago sentimiento de solidaridad europea, la que empuja a la canciller a mostrarse firme sobre la pertenencia de Grecia a la eurozona en medio de los cantos de sirena de sus bases para expulsar al país heleno.

Lo cual nos lleva al tercer elemento en la saga de la crisis de la eurozona: las elecciones en Holanda, también previstas para el 12 de septiembre. Holanda es uno de los pequeños motores económicos que se ha alineado con Alemania, un país inflexible pero de tradición más bien proeuropea. Este verano, el destacado político holandés Bas Eickhout criticó a un grupo de comentaristas estadounidenses por centrarse en Alemania al lamentarse sobre el futuro de la zona euro, cuando deberían prestar más atención a holandeses y finlandeses. Sus críticas estaban justificadas; estos dos países parecen estar perdiendo el deseo de contribuir a nuevos rescates financieros más allá de los compromisos actuales, y se cree que las elecciones en Holanda van a ser una válvula de escape para la frustración de los votantes por la gestión de la crisis.

Holanda y Finlandia no han tenido minibooms económicos como el experimentado por Alemania hasta hace poco. La economía holandesa descendió casi un 1,5% en la primera mitad de 2012, y Moody’s añadió una nota negativa a la preciada calificación AAA del país. Este estancamiento económico ha servido de impulso para los extremos políticos: el Partido Socialista (PS), de extrema izquierda, encabeza en la actualidad los sondeos, y dice que si gana desobedecería las reglas presupuestarias de la UE, convocaría un referéndum sobre el Pacto Fiscal firmado recientemente, se opondría a los paquetes de medidas de rescate para Grecia y rechazaría la política económica del “Consenso de Berlín”, basada en préstamos directos, estrictos controles fiscales y reformas estructurales. El Partido de la Libertad (PVV), del euroescéptico Geert Wilders, también tendrá un papel crucial en el resultado de las elecciones: el político, famoso por su postura contra los musulmanes, estaba integrado en una alianza informal con el centro derecha hasta hace poco, y provocó la caída del último Gobierno del país con su oposición a los requisitos de austeridad impuestos por la UE. Se prevé que obtenga también una parte importante de los votos nacionales.

La política atomizada de Holanda refleja la falta de gobernabilidad que recorre Europa. Aquí, como en Finlandia, la franja extremista de los euroescépticos está desplazando al centro proeuropeo. Las elecciones holandesas podrían añadir un nuevo integrante al ya inmanejable panteón de posibles Gobiernos con capacidad de impedir cualquier actuación.

En medio de todo este caos, la cuarta y última crisis puede desencadenarse por los intentos de unir más a los países de la UE. El 11 de septiembre está previsto que la Comisión Europea presente un plan de unión bancaria, una prolongación lógica del mercado único de la UE. Dicha unión debería crear garantías para los impositores en toda la eurozona, asegurar una enérgica supervisión por adelantado en todos los países y establecer la recapitalización y los planes de cierre de los bancos con problemas, con el fin de garantizar la consistencia en caso de una quiebra bancaria que sea importante para el sistema. Asimismo cortaría el vínculo entre la banca y los problemas de deuda soberana. En resumen, es un plan que pretende liberar a los europeos de un círculo vicioso que haga que la caída de un gran banco nacional en un país como España acabe produciendo el inevitable derrumbe total de las finanzas públicas españolas.

Son reformas que serían claras y necesarias en un vacío político. Pero la UE es cualquier cosa menos una zona ajena a la política. La unión bancaria solo funcionará si los Estados miembros están dispuestos a proteger a los impositores en los Estados vecinos y a proporcionar a las instituciones europeas las herramientas –por ejemplo, fiscales– que permitan acumular reservas para apuntalar a los bancos débiles. Dado que las negociaciones sobre esa unión estarán plagadas de política pueblerina, es de suponer que habrá cláusulas que limitarán la capacidad de la UE de tomar decisiones que anulen las de las autoridades nacionales en países como España y Francia. También es probable que se hable de un papel limitado para cualquier tipo de integración fiscal que pudiera crear un seguro de depósitos de ámbito europeo, diseñado para mitigar el riesgo de salida de la unión monetaria.

Estos son solo los hechos más recientes en la crisis continua de la eurozona. Sin unas instituciones fuertes, unos procesos de toma de decisiones claramente definidos ni una cultura política paneuropea, la UE ha creado una crisis política y económica que no hace más que crecer. Lo curioso es que la economía mundial es en estos momentos rehén de dramas políticos de una dimensión tan pequeña como las votaciones en el parlamento eslovaco, las negociaciones bilaterales paralelas entre Finlandia y Grecia y las amenazadoras declaraciones del exprimer ministro italiano Silvio Berlusconi. Es el colmo de la indulgencia, y un reflejo de la atmósfera política saturada que está ahogando a Europa. Y está teniendo unos efectos corrosivos en la sociedad europea; una situación que, si se descuidan los responsables políticos, puede acabar siendo la herencia definitiva del euro.