Pese a las apariencias, está pendiente el debate sobre
la ayuda humanitaria internacional.

Por primera vez en la historia, la respuesta de los ciudadanos ante el tsunami del sureste asiático superó a la de los Estados. Este desastre
movilizó más de 11.200 millones de euros, una cifra impactante
si se tiene en cuenta que, sólo para 2006, la ONU ha solicitado unos
4.000 millones para cubrir la acción humanitaria en 26 países.
Las ONG recaudaron enormes cantidades de fondos para el socorro inmediato y
la posterior recuperación de los Estados afectados. Del mismo
modo, los gobiernos entraron en una puja por comprometer los recursos para
la reconstrucción y el sistema de reacción de la ONU se activó con
rapidez. En muchos casos, incluso las multinacionales se vieron obligadas a
igualar con donaciones las colectas de sus empleados. Hace más de un
año, generosidad y solidaridad eran las palabras más usadas para
referirse a la magnitud de la ayuda que el Primer Mundo ofrecía a los
países en vías de desarrollo del sureste asiático y África.

Todos los analistas han coincidido en apuntar a una serie de factores como
estimulantes de la generosidad, al margen de la dimensión de la tragedia.
El tsunami ha sido catalogado como el segundo acontecimiento histórico
con mayor cobertura mediática hasta la fecha, sólo por detrás
del 11-S. Imágenes espectaculares, de un gran impacto visual y nunca
vistas (muchas de ellas captadas por videoaficionados) de un fenómeno
poco frecuente, inundaron los televisores y buzones de correo electrónico
coincidiendo con las fechas de la Navidad cristiana, cada vez más caracterizadas
por un incremento espectacular del consumo familiar. Por si fuera poco, muchos
ciudadanos occidentales fueron también víctimas de la catástrofe
en esta región de gran afluencia turística australiana y europea.

Al valorar la reacción generosa y solidaria a la luz de estos factores,
se comprende mucho mejor la pasividad frente al terremoto de Pakistán
de octubre de 2005, que dejó más de 73.000 muertos y alrededor
de 2,5 millones de personas sin hogar en áreas de difícil acceso
para las cámaras. Esta emergencia no recaudó más que unas
migajas del dinero de los ciudadanos del Primer Mundo y mereció una
minúscula atención de los medios de comunicación. Al fin
y al cabo, un seísmo más, en unas fechas sin significación
y en un país sin atractivos turísticos. No es el único
caso.

¿Limpiando conciencias?
¿Limpiando conciencias?

Quizá convendría también pensar en cómo se han
utilizado, y se siguen utilizando, los fondos aportados a la emergencia del
tsunami. ALNAP (Active Learning Network for Accountability and Performance
in Humanitarian Action), que es el foro internacional de referencia para la
evaluación de la ayuda humanitaria y que cuenta con la participación
de los gobiernos donantes, Naciones Unidas y ONG internacionales, puso en marcha
casi desde el principio la llamada Coalición para la Evaluación
del Tsunami (TEC, en sus siglas en inglés), que publicará sus
conclusiones preliminares a finales de abril. Convendrá estar atentos
para extraer lecciones de aprendizaje y comprobar si la ayuda humanitaria internacional
ha repetido en la respuesta al tsunami los mismos fallos hallados en muchas
otras emergencias.

Estas debilidades previamente identificadas comprenden actitudes paternalistas
que no tienen en cuenta las capacidades locales (las más importantes
en los primeros momentos de una emergencia), actitudes de desconfianza (todos
los actores insisten en que sus acciones son las verdaderamente necesarias
y bien ejecutadas), duplicación de esfuerzos (todos quieren hacer de
todo) y reserva a la hora de compartir información y coordinación
(esta tarea no sólo consiste en mantener reuniones). Y, sobre todo,
analizar si el proceso de recuperación de la región se traduce
en reconstruir también la pobreza preexistente o se ofrecen soluciones
estructurales a largo plazo. La gran oportunidad de análisis que ofrece
el caso del tsunami es que en esta ocasión no sirve como justificación
la muy utilizada excusa de falta de fondos.

Por otro lado, los países donantes siguen sin lanzarse de lleno a invertir
lo necesario en sistemas de alerta temprana y mecanismos de prevención
y preparación. Hay indicios de que esto puede estar cambiando, pero
es muy posible que estos programas no ofrezcan el mismo rédito político,
en términos de visibilidad, que un avión lleno de víveres,
cooperantes y mantas enviado al día siguiente de un desastre. Los desastres
naturales se dan, de forma no predecible, pero sí recurrente, en algunas
regiones del mundo. Inundaciones y huracanes se repiten, con mayor o menor
intensidad, prácticamente cada año en India y Centroamérica,
y siguen sin ponerse en marcha programas de preparación para minimizar
sus consecuencias. No se puede seguir obviando la estrecha relación
entre la pobreza estructural y la vulnerabilidad ante estos fenómenos.

Si la ayuda humanitaria internacional o, mejor dicho, las sociedades de los
países desarrollados tienen un auténtico interés por ofrecer
soluciones efectivas a las víctimas, ya existen propuestas como la creación
de un fondo internacional para respuesta a emergencias, gestionado por Naciones
Unidas, que evite las arbitrariedades derivadas de las voluntades, más
o menos generosas, de ciudadanos y gobiernos. Hay que delimitar y ejecutar
mejor los mandatos de las agencias de la ONU y reforzar los mecanismos de coordinación
que a menudo fallan. Se puede y se debe invertir más en desarrollo y
en programas de alerta temprana y preparación ante catástrofes.
Se puede y se deben hacer más esfuerzos por detener los conflictos armados
que causan cada año más víctimas y pérdidas que
los fenómenos naturales.

Estas propuestas están sobre la mesa desde hace tiempo. El caso del
tsunami ha generado, y aún debe generar, un debate sobre la ayuda humanitaria
internacional. El dinero está ahí (dando intereses) y dispuesto
a ser empleado. Es tan sólo una cuestión de querer
cambiar
.

Pese a las apariencias, está pendiente el debate sobre
la ayuda humanitaria internacional.
Agustín Moya

Por primera vez en la historia, la respuesta de los ciudadanos ante el tsunami del sureste asiático superó a la de los Estados. Este desastre
movilizó más de 11.200 millones de euros, una cifra impactante
si se tiene en cuenta que, sólo para 2006, la ONU ha solicitado unos
4.000 millones para cubrir la acción humanitaria en 26 países.
Las ONG recaudaron enormes cantidades de fondos para el socorro inmediato y
la posterior recuperación de los Estados afectados. Del mismo
modo, los gobiernos entraron en una puja por comprometer los recursos para
la reconstrucción y el sistema de reacción de la ONU se activó con
rapidez. En muchos casos, incluso las multinacionales se vieron obligadas a
igualar con donaciones las colectas de sus empleados. Hace más de un
año, generosidad y solidaridad eran las palabras más usadas para
referirse a la magnitud de la ayuda que el Primer Mundo ofrecía a los
países en vías de desarrollo del sureste asiático y África.

Todos los analistas han coincidido en apuntar a una serie de factores como
estimulantes de la generosidad, al margen de la dimensión de la tragedia.
El tsunami ha sido catalogado como el segundo acontecimiento histórico
con mayor cobertura mediática hasta la fecha, sólo por detrás
del 11-S. Imágenes espectaculares, de un gran impacto visual y nunca
vistas (muchas de ellas captadas por videoaficionados) de un fenómeno
poco frecuente, inundaron los televisores y buzones de correo electrónico
coincidiendo con las fechas de la Navidad cristiana, cada vez más caracterizadas
por un incremento espectacular del consumo familiar. Por si fuera poco, muchos
ciudadanos occidentales fueron también víctimas de la catástrofe
en esta región de gran afluencia turística australiana y europea.

Al valorar la reacción generosa y solidaria a la luz de estos factores,
se comprende mucho mejor la pasividad frente al terremoto de Pakistán
de octubre de 2005, que dejó más de 73.000 muertos y alrededor
de 2,5 millones de personas sin hogar en áreas de difícil acceso
para las cámaras. Esta emergencia no recaudó más que unas
migajas del dinero de los ciudadanos del Primer Mundo y mereció una
minúscula atención de los medios de comunicación. Al fin
y al cabo, un seísmo más, en unas fechas sin significación
y en un país sin atractivos turísticos. No es el único
caso.

¿Limpiando conciencias?
¿Limpiando conciencias?

Quizá convendría también pensar en cómo se han
utilizado, y se siguen utilizando, los fondos aportados a la emergencia del
tsunami. ALNAP (Active Learning Network for Accountability and Performance
in Humanitarian Action), que es el foro internacional de referencia para la
evaluación de la ayuda humanitaria y que cuenta con la participación
de los gobiernos donantes, Naciones Unidas y ONG internacionales, puso en marcha
casi desde el principio la llamada Coalición para la Evaluación
del Tsunami (TEC, en sus siglas en inglés), que publicará sus
conclusiones preliminares a finales de abril. Convendrá estar atentos
para extraer lecciones de aprendizaje y comprobar si la ayuda humanitaria internacional
ha repetido en la respuesta al tsunami los mismos fallos hallados en muchas
otras emergencias.

Estas debilidades previamente identificadas comprenden actitudes paternalistas
que no tienen en cuenta las capacidades locales (las más importantes
en los primeros momentos de una emergencia), actitudes de desconfianza (todos
los actores insisten en que sus acciones son las verdaderamente necesarias
y bien ejecutadas), duplicación de esfuerzos (todos quieren hacer de
todo) y reserva a la hora de compartir información y coordinación
(esta tarea no sólo consiste en mantener reuniones). Y, sobre todo,
analizar si el proceso de recuperación de la región se traduce
en reconstruir también la pobreza preexistente o se ofrecen soluciones
estructurales a largo plazo. La gran oportunidad de análisis que ofrece
el caso del tsunami es que en esta ocasión no sirve como justificación
la muy utilizada excusa de falta de fondos.

Por otro lado, los países donantes siguen sin lanzarse de lleno a invertir
lo necesario en sistemas de alerta temprana y mecanismos de prevención
y preparación. Hay indicios de que esto puede estar cambiando, pero
es muy posible que estos programas no ofrezcan el mismo rédito político,
en términos de visibilidad, que un avión lleno de víveres,
cooperantes y mantas enviado al día siguiente de un desastre. Los desastres
naturales se dan, de forma no predecible, pero sí recurrente, en algunas
regiones del mundo. Inundaciones y huracanes se repiten, con mayor o menor
intensidad, prácticamente cada año en India y Centroamérica,
y siguen sin ponerse en marcha programas de preparación para minimizar
sus consecuencias. No se puede seguir obviando la estrecha relación
entre la pobreza estructural y la vulnerabilidad ante estos fenómenos.

Si la ayuda humanitaria internacional o, mejor dicho, las sociedades de los
países desarrollados tienen un auténtico interés por ofrecer
soluciones efectivas a las víctimas, ya existen propuestas como la creación
de un fondo internacional para respuesta a emergencias, gestionado por Naciones
Unidas, que evite las arbitrariedades derivadas de las voluntades, más
o menos generosas, de ciudadanos y gobiernos. Hay que delimitar y ejecutar
mejor los mandatos de las agencias de la ONU y reforzar los mecanismos de coordinación
que a menudo fallan. Se puede y se debe invertir más en desarrollo y
en programas de alerta temprana y preparación ante catástrofes.
Se puede y se deben hacer más esfuerzos por detener los conflictos armados
que causan cada año más víctimas y pérdidas que
los fenómenos naturales.

Estas propuestas están sobre la mesa desde hace tiempo. El caso del
tsunami ha generado, y aún debe generar, un debate sobre la ayuda humanitaria
internacional. El dinero está ahí (dando intereses) y dispuesto
a ser empleado. Es tan sólo una cuestión de querer
cambiar
.

Agustín Moya es coordinador
del área de Evaluación y Estudios de DARA (www.daraint.org),
consultora y participante en la Coalición para la Evaluación
del Tsunami (TEC, www.alnap.org/tec).