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Una trabajadora doméstica migrante en Beirut, Líbano. (Aline Deschamps/Getty Images)

La explosiva crisis económica del Líbano ha dejado a las migrantes sin trabajo, sin vivienda y sin opciones de regresar a sus países.

“El Líbano parece como una cebolla cubierta de múltiples capas de crisis -económica, política, energética, desempleo- y abajo del todo, soportándolas todas, estamos las trabajadoras migrantes”, reflexiona Dominique Sara, una veterana empleada de hogar africana y miembro de la Alianza de Trabajadoras Migrantes.

2020 ha sido el año de las catástrofes en el Líbano, comenzando con el colapso económico, derivado de la vertiginosa depreciación de la moneda local, la hiperinflación, los despidos masivos, la pandemia del coranavirus, seguido por la tremenda explosión del puerto de Beirut  y rematado por la inestabilidad política, ante la incapacidad de formar un gobierno en el país.

Como resultado de la crisis económica, una de las peores en el mundo desde 1850, más del 70% de la población en el Líbano es pobre, según el Banco Mundial. De esta proporción, más del 50% vive bajo el umbral de la pobreza y el 30% en extrema pobreza, entre los que se encuentran más de un millón y medio de refugiados -entre sirios, palestinos e iraquíes- y alrededor de 250.000 migrantes, la mayoría mujeres de países africanos y del sur y sudeste asiático, incluidos Etiopía, Filipinas, Bangladesh y Sri Lanka.

Esto ha corroído los ya de por sí, bajos salarios de los y las trabajadores migrantes, que, unido al hundimiento de la libra libanesa y la inflación, imposibilita que la mayoría envíe dinero a sus países. Antes de la crisis financiera, las trabajadoras domésticas recibían un sueldo de entre 200 a 300 dólares mensuales. Pero con la acelerada devaluación de la libra libanesa, más del 90% de su valor frente al dólar, a duras penas estas mujeres pueden mantenerse en el Líbano, por lo que no ahorran para enviarles divisas a sus familias.

A medida que la crisis se profundiza, muchas familias libanesas se han visto obligadas a prescindir de las empleadas de hogar extranjeras, porque no pueden pagarles un sueldo, cuando el salario medio de un libanés en estos momentos no es de más de 40 euros.

Desprovistas de sus derechos básicos, bajo el injusto sistema kafala, que vincula la residencia legal de los migrantes a su patrón/a, en el mejor de los casos, las trabajadoras domésticas han llegado a un trato con sus empleadores para marcharse de la casa y han recuperado la documentación. Pero, en la inmensa mayoría de los supuestos, las empleadas de hogar migrantes han sido echadas a la calle, sin cobrar su salario, sin papeles y sin un lugar a donde ir.

Naciones Unidas advierte que las más de 210.000 trabajadoras migrantes que viven actualmente en el Líbano se han convertido en uno de los grupos sociales extremadamente vulnerables, ya que “han aumentado las prácticas de explotación, como el impago de salarios, el despido injusto o el incumplimiento de contratos por parte de los empleadores”. Las dificultades a las que se enfrentan las migrantes han llevado a más de la mitad, -alrededor de 120.000 trabajadoras domésticas -, a necesitar asistencia humanitaria urgente, ha señalado, recientemente, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).

Después de que miles de trabajadoras domésticas migrantes fueran abandonadas por sus empleadores, el Gobierno libanés hizo muy poco para proteger los derechos y la seguridad de estas mujeres. Con poca o casi ninguna protección legal en el Líbano, las empleadas de hogar extranjeras comenzaron a pedir a sus embajadas que las enviaran de vuelta a casa. Pero los costosos billetes de avión, junto con el “escaso apoyo de la embajada” y, a veces, incluso las “acusaciones de violencia física” por parte de algunos funcionarios diplomáticos, han dejado a muchos trabajadores migrantes en el limbo, ha denunciado Human Rights Watch.

Se ha convertido en una imagen cotidiana ver en las inmediaciones de las embajadas de Etiopía, Camerún, Kenia y Bangladesh a decenas de mujeres tiradas en la calle junto a maletas y colchones apilados a la espera de ser repatriadas.

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Trabajadores migrantes de Kenia bloquean la calle durante la sentada que exige su repatriación frente al consulado de Kenia el 13 de agosto de 2020 en Beirut, Líbano. (Elsie Haddad/Getty Images)

“Nunca antes habíamos vivido algo así. Incluso en la Guerra Civil seguimos manteniendo a las trabajadoras domésticas. Ahora las echamos. No aguantan más aquí, ya no hay trabajo para las migrantes”, advierte Bassam Zalzali que lleva más de 17 años en el negocio, como

dueño de una agencia de contratación de trabajadoras domésticas migrantes. A Zalzali le preocupa el futuro de estas empresas. Según el sindicato de agencias de contratación de trabajadores migrantes, la entrada de estos al Líbano “se ha reducido en un 90% en el último año”, debido al colapso económico.

El Líbano se encuentra entre los dos primeros países de Oriente Medio en contratar trabajadoras domésticas extranjeras, porque se considera que es un trabajo muy humilde y tiene un estigma asociado. Pero las duras condiciones que atraviesan los libaneses podrían cambiar la ecuación. “Los servicios domésticos en el Líbano dependen casi por completo de las trabajadoras migrantes, pero quizás es hora de que los libaneses sean los que cojan la escoba y limpien un poco”, Fara Baba, portavoz del Movimiento Antirracismo (ARM, en sus siglas en inglés). La activista por los derechos de los migrantes reconoce que, ahora que el país se enfrenta a su peor crisis económica, los libaneses tampoco pueden hacerse cargo de tener que ayudar a las trabajadoras domésticas a regresar a sus países. “No todos los migrantes pueden o quieren salir del país”, señala Baba.

Pero, no todo consiste en poder comprar unos billetes de avión para volver a sus países. Esta organización ha ayudado a una treintena de mujeres con los pasajes, pero a veces volver no es la única solución, sino poder tener unas condiciones más dignas de trabajo y seguridad. ARM junto con otras organizaciones en defensa de los derechos de las trabajadoras migrantes han presionado a las autoridades libanesas para conseguir un contrato unificado y evitar así la explotación y el trabajo forzoso de las empleadas de hogar extranjeras. Todos los avances se vieron frenados el año pasado cuando el Sindicato de Propietarios de Agencias de Contratación presentó una queja al Consejo de la Shura para solicitar el bloqueo y la anulación de la decisión del ministro de Trabajo de adoptar el nuevo contrato unificado.

Las empleadas de hogar extranjeras viven en un conflicto constante. “La decisión de volver a sus países no es siempre viable, porque hay mucho en juego”, insiste. Según explica Baba, uno de los factores que puede frenar que las trabajadoras migrantes regresen a casa es haber tenido hijos en el Líbano porque necesitan el permiso del padre para llevarlos. “Esto, a menudo, es imposible de hacer porque muchas se quedaron embarazadas como resultado de una agresión sexual, mientras que otras fueron abandonadas por su esposo y no tienen forma de comunicarse con el padre”, advierte la portavoz de ARM.

Bajo estas circunstancias, un gran número de trabajadores migrantes que han perdido su trabajo permanecen en el Líbano, ya sea por elección o por la fuerza. Yetem no lo ha tenido fácil, su empleadora solo le permitía salir al balcón de su casa. Estuvo cerca de tres años encerrada hasta que se deshicieron de ella. “He vivido todo tipo de abusos. Me han encerrado en casa o me han pegado. Pero tengo un hijo en Etiopía al que estaba ayudando con este trabajo. No puedo volver, no tengo nada”, sentencia. Ahora Yetem ha encontrado apoyo en Sara y la Alianza de Trabajadoras Migrantes. “No le importamos a nadie”, denuncia Sara. “Nuestra vida aquí es como una sentencia de prisión de dos años y tres meses, lo que dura el contrato”, lamenta esta activista africana por los derechos de las migrantes.

La tragedia del puerto de Beirut empeoró aún más la ya difícil situación que atraviesan las trabajadoras migrantes. Muchas de ellas, unas 24.500 según estimaciones de la OIM, se vieron directamente afectadas por las explosiones, ya que perdieron sus empleos, sus viviendas, en definitiva, sus medios de subsistencia. Para las trabajadoras domésticas migrantes, los efectos de la explosión del 4 de agosto no pueden separarse de sus realidades cotidianas de discriminación, racismo y la kafala, que determinaron en los días sucesivos a la catástrofe quién sería o no encontrado, rescatado o dado por muerto. La explosión acabó con la vida de al menos 48 migrantes, que no fueron identificados ni incluidos en la lista oficial de víctimas, según datos de ARM. “Nadie reparó en las desapariciones o muertes de migrantes. Este vacío refleja en qué posición están los trabajadores y trabajadoras migrantes a ojos del Estado libanés”, critica Fara Baba.

La discriminación racial también ha excluido a las trabajadoras migrantes de la distribución de alimentos y ayudas del Ejército. Aunque el Gobierno, oficialmente, no discriminó ni excluyó a los no libaneses para dar ayuda a los damnificados por la explosión del puerto, en la práctica “se les negó a los trabajadores migrantes el acceso tanto a la alimentación como al tratamiento médico gratuito”, se queja Baba. “Nos han llegado muchas historias de mujeres migrantes a las que el Ejército les ha negado las cajas de comida que reparten por los vecindarios, porque esas ayudas sólo son para su ‘madame’ (empleadora)", explica la portavoz de ARM. “Incluso, los refugiados sirios que están en una situación muy grave, reciben ayudas internacionales. Los trabajadores migrantes no reciben nada, y son los que más las necesitan", sentencia.