Una mujer grita en el lugar donde ha explotado un coche bomba en la ciudad de Diyarbakir, al este de Turquía. Ilyas Akengin/AFP/Getty Images

El atentado del último día del año en Estambul —que mató al menos a 39 personas— parece el preludio de más violencia futura. Daesh reivindicó el ataque, un acto poco habitual en el comportamiento del grupo en Turquía y que podría indicar el comienzo de una escalada. Además de las repercusiones crecientes de las guerras en Siria e Irak, Ankara afronta también el agravamiento del conflicto con el PKK. El país, polarizado políticamente, sometido a gran presión económica y con escasas alianzas, se encamina hacia una situación mucho más revuelta.

El conflicto entre el Estado y los militantes del PKK se deteriora sin cesar tras la interrupción del alto el fuego en julio de 2015. Desde ese mes, la guerra ha entrado en una de las etapas más letales de sus 30 años de historia, con la muerte de un mínimo de 2.500 personas entre militantes, agentes de seguridad y población civil, y ambas partes han optado por la escalada. Los enfrentamientos y las operaciones policiales han desplazado a más de 350.000 personas y han arrasado varios barrios urbanos en el sureste de Turquía, de mayoría kurda. En diciembre, un atentado con dos bombas vinculado al PKK mató a 45 personas cerca de un estadio de fútbol en Estambul. En respuesta, el Gobierno está volviendo a encarcelar a representantes del movimiento kurdo y, de esa forma, bloqueando un cauce crucial para lograr un acuerdo político que incluya la protección de los derechos fundamentales de los kurdos en Turquía.

Aunque la escalada tiene sus raíces en los sentimientos locales, también está impulsada por la creciente preocupación de Ankara ante las victorias kurdas en el norte de Siria e Irak. Ese hecho y el peligro que representa el Estado Islámico convencieron al Gobierno turco de enviar sus primeras tropas a ambos países y dejarse arrastrar más a la vorágine de Oriente Medio.

Dentro del país, el presidente Recep Tayyip Erdogan continúa su represión contra la disidencia política y está tratando de lograr unos cambios en la Constitución que permitan la implantación de un sistema presidencialista; seguramente habrá un referéndum en este sentido a principios de la primavera. Tras el intento de golpe del pasado mes de julio, el Gobierno puso en marcha una operación masiva que incluyó la purga de más de 100.000 funcionarios.

Los aliados de Turquía en Occidente, a pesar de que necesitan a un socio fuerte de la OTAN en la frontera meridional de Europa, han criticado enérgicamente el giro autoritario del Gobierno. Eso ha aumentado las tensiones creadas por el estancamiento de las negociaciones con la UE para la incorporación de Turquía. En noviembre, Erdogan respondió indignado a las críticas de Bruselas y amenazó con romper el acuerdo de marzo de 2016 sobre los refugiados, por el que Ankara impide que las oleadas de refugiados sirios continúen hacia Europa. En la actualidad hay más de 2,7 millones de refugiados sirios inscritos en el país, y su integración plantea grandes problemas tanto para el Estado como para las comunidades que los acogen.

Las relaciones con Washington son tensas por la escalada militar de Turquía contra las fuerzas kurdas, aliadas de Estados Unidos en Siria, y por la reclamación turca para que los estadounidenses extraditen al presunto cerebro del golpe de Estado, Fetullah Gulen. Por otro lado, Ankara ha alcanzado un vago entendimiento con Moscú, y el asesinato del embajador ruso en diciembre ha unido más a los dos países, por ahora. El Gobierno de Erdogan da cada vez menos importancia a sus alianzas con Occidente y está tratando de llegar a acuerdos con Rusia e Irán. Pero la relación con este último país sigue aún un rumbo peligroso, alimentado por las profundas discrepancias en torno a sus respectivos intereses en Irak y Siria.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia