El presidente chino Xi Jinping y Wang Huning en la sesión de clausura de la Conferencia Consultiva Política del Pueblo Chino. (Feng Li/Getty Images)

Un antiguo profesor universitario es el gran ideólogo de la China actual y ha asesorado discretamente a los últimos tres presidentes del país, aunque se conoce muy poco sobre él. ¿Por qué este hombre es tan importante? ¿Cuánto puede marcar el futuro de China? ¿Cuál es realmente su pensamiento político?

El pasado octubre, el Partido Comunista chino desveló cuáles serían los seis hombres que acompañarían al presidente Xi Jinping en el liderazgo de China. Los perfiles eran previsiblemente similares: hombres trajeados de sesenta años, con participación previa en cargos provinciales y regionales del Partido, que estaban ahí por pertenecer a alguna antigua facción presidencial -Li Keqiang- o, en su mayoría, porque habían trabajado cerca y con la confianza de Xi. Pero un caso rompía todas estas pautas. Un hombre silencioso, con gafas de intelectual y cara ancha. Un antiguo profesor universitario que nunca había ejercido altos cargos en ninguna ciudad o provincia china. Un experto en filosofía política que había podido asesorar de muy cerca a los tres últimos presidentes del país -Jiang Zemin, Hu Jintao y Xi- sin ser desplazado por ninguna lucha de poder. Un intelectual transformado en político: Wang Huning.

¿Por qué este hombre es tan importante? Porque susurra directamente a la oreja de Xi y probablemente es la voz a la que más atiende. ¿Cuánto puede marcar el futuro de China? Mucho, ya que todo apunta a que es el principal arquitecto del Sueño Chino, la teoría con la que Xi quiere apuntalar el país como superpotencia. Pero, en relación con su gran influencia en lo que China quiere ser, hay una pregunta mucho más difícil de contestar: ¿cuál es realmente el pensamiento político de Wang Huning?

La pregunta es oscura. Wang no ha dejado por escrito una teoría o reflexión suya desde que entró en política en 1995. Todo lo que sabemos sobre sus opiniones políticas está en la docena de libros y más de cincuenta artículos académicos que escribió antes de esa fecha, en una carrera brillante en la universidad Fudan de Shanghái. Observando esta etapa previa, podemos intentar desentrañar los fundamentos de su visión sobre el buen gobierno de China.

El recorrido de Wang Huning podría haber sido el de muchos académicos chinos brillantes, que quedaron enquistados en la universidad a causa de un sistema político donde no es nada fácil ascender. O podría haber caído al producirse la violencia y la represión de Tiananmen en 1989, que tuvo su foco en las universidades. El adolescente Wang creció durante la Revolución Cultural, etapa traumática que ha moldeado la biografía de los actuales líderes de China, todos alrededor de los sesenta años. Si no se tiene en cuenta la Revolución Cultural, no se puede entender la desconfianza hacia las masas -y hacia la protesta política- de los dirigentes actuales del Partido Comunista.

El joven Wang, en esa etapa, se las arregló para leer en secreto varios de los libros extranjeros prohibidos por Mao. Posteriormente, estudió francés e hizo tan bien el examen de acceso a la universidad Fudan -la más prestigiosa de Shanghái- que fue incorporado directamente a los estudios de postgrado sobre política exterior. Finalizó la carrera con una tesis sobre la evolución del concepto de soberanía titulada De Bodin a Maritain: sobre las teorías de la soberanía desarrolladas por los burgueses occidentales. Obtuvo el cargo de profesor en Fudan con 26 años, y a los 34 ya era decano de su departamento, una edad inaudita en un sistema universitario que valora sobremanera la edad como criterio de ascenso.

Durante la etapa de los 80 -es decir, antes de Tiananmen- desarrolló una teoría sobre la relación entre las administraciones locales y la central de China. La preocupación de Wang era que la descentralización promovida por Deng Xiaoping para impulsar el crecimiento de la economía se le podía ir de las manos al Partido Comunista. Demasiada autonomía podía hacer volver al país a etapas oscuras de desunión nacional, como durante el caótico gobierno de los señores de la guerra regionales, en la primera mitad del siglo XX. El dilema principal era cómo conseguir un nivel de descentralización adecuado para continuar con el crecimiento económico, pero, a la vez, el suficiente control para mantener la estabilidad, la unión y el monopolio del poder. Por sus propuestas para resolver esta paradoja, se incluyó a Wang Huning entre los promotores del neoautoritarismo, aunque él rechazaba esta etiqueta. Era uno de los defensores de la estabilidad política como base del desarrollo económico, cosa que se conseguiría con un líder fuerte que gestionase una dictadura ilustrada. Eso supondría una etapa de transición que después permitiría una expansión de la democracia y las libertades individuales. Era un modelo similar al que habían aplicado los tigres asiáticos como Singapur, Corea del Sur o Taiwán.

Esta tendencia estaba enfrentada, por un lado, a los sectores más liberales dentro de la intelectualidad universitaria china que argumentaban que el desarrollo sólo se produciría si el país era plenamente democrático. Y, por el otro, a los marxistas de vieja escuela que defendían la dictadura del proletariado y rechazaban el desarrollismo no estalinista que aplicaba la China de Deng. En algunos de sus artículos académicos, Wang dijo que una vez avanzada la modernización serían necesarias las reformas políticas. Pero atención, reforma política, en la discusión china, no tiene porque ser equivalente a reforma democrática-liberal. ¿Sigue Wang viendo el desarrollo chino de la misma manera? Es difícil saberlo con certeza, pero un profesor y antiguo alumno suyo, Ren Xiao, dijo recientemente al New York Times que “él creía en la modernización y en que China necesitaba un liderazgo político fuerte. Esto aún está en su mente. Lo cree firmemente”. El fuerte personalismo de Xi Jinping y la actual recentralización del poder en China podrían confirmar esta teoría.

Poco antes de la revuelta de 1989, Wang tuvo la oportunidad de viajar a Estados Unidos como académico visitante en universidades como California o Iowa. De sus experiencia allí escribió unas memorias tituladas América contra América, donde criticaba el individualismo estadounidense, las elecciones presidencialistas y los problemas raciales. No encontró en la gran superpotencia de Occidente el camino que China debía seguir.

Después de las protestas de Tiananmen, uno de los problemas políticos que más le preocupó fue la corrupción. La caída de la URSS y de su clase política parasitaria era una lección muy reciente. Wang avisó en varios artículos suyos del peligro que podía suponer para el sistema chino la cleptocracia en las altas esferas del Partido. Es tentador ver el consejo de Wang en la actual campaña anticorrupción del presidente Xi, en la que se ha detenido a dirigentes de alto rango que antes parecían invulnerables.

La actividad escrita y académica de Wang finalizó en 1995, cuando entró en política después de la mucha insistencia del presidente del momento, Jiang Zemin, que había leído sus trabajos académicos e incluso lo recomendó a mandatarios extranjeros como Bill Clinton. A partir de ese año, Wang entró en la Oficina Central de Investigación Política, el think thank más importante del Partido Comunista, encargado de pensar políticas futuras y, quizá más importante, articular la ideología por la que debe regirse el Gobierno. En este último aspecto, asesoró a los tres últimos presidentes de China. Wang es uno de los arquitectos principales de la teoría de la Triple Representatividad de Jiang Zemin para promover que los empresarios se afiliaran al Partido, de la Teoría Científica del Desarrollo de Hu Jintao para paliar los problemas sociales derivados de los años de apertura al mercado y del actual Sueño Chino de Xi para consolidar a China como superpotencia.

Wang supone un caso extraño. Ha contado con la confianza de los tres últimos presidentes y no ha caído en las inevitables luchas por el poder que suceden con cada relevo presidencial, donde el nuevo líder posiciona a sus colaboradores. Wang ha podido estar siempre cerca del poder, manteniendo un perfil bajo pero influyente. No se conoce casi nada de su vida privada desde que dejó la universidad. En una política china dominada por hombres formados en carreras científicas o técnicas, él es la excepción humanística. En un país -y un mundo- donde destacan los líderes duros, él ha ascendido en silencio y sin aspiraciones de grandeza, que se sepa.

Desde que entró en su nuevo puesto, Wang ha tenido que decir más palabras en público de las que estaba acostumbrado. El pasado diciembre, hizo un discurso defendiendo la cibersoberanía, es decir, que cada país pueda poner los límites y normas que quiera al uso de Internet dentro de su territorio, en un encuentro que China hace anualmente para tratar el tema de ciberespacio, en el que participaron Tim Cook de Apple y Sundar Pichai de Google. En el Día del Periodista recordó a los reporteros chinos que deben ser leales al Partido. También ha presentado el segundo libro que ha publicado Xi Jinping desde que es presidente. Nada fuera de lo habitual en la política china.

Wang sigue queriendo tener un perfil discreto. Pero su poder es mayor que nunca. Y nadie está seguro de si eso es una buena o una mala noticia.