Unos hombres brindan con baijiu en Maotai, en la provincia de Guizhou, China. (Kevin Frayer/Getty Images)

El licor que explica la corrupción dentro del Partido Comunista de China.

Todas las cenas chinas de importancia se cierran con “baijiu”. Ya sea entre empresarios de éxito, entre funcionarios del Partido, entre militares veteranos o entre compañeros de oficina, el “baijiu” es una tradición y, a la vez, una competición sobre quién es más hombre o sobre quién puede beber más tragos de este fuerte licor de entre 40 y 60 grados sin arrastrarse por los suelos. Hay “baijiu” de diferente reputación: una botella pequeña marca Erguotou cuesta menos de un euro, y la suelen beber, o los mayores junto a su plato de fideos, o los jóvenes que quieren coger una borrachera rápida y barata. También hay algunas marcas más respetables, alrededor de los 70 euros, que las familias suelen sacar durante las celebraciones del Año Nuevo chino. Finalmente, están las botellas más queridas por los coroneles, funcionarios y empresarios del Partido Comunista, que suelen rondar los 300 euros. En 2012, por ejemplo, estas botellas de lujo compradas por miembros del Gobierno representaban la mitad de las ventas de “baijiu” en todo el país. Pero, sólo unos años después, como si se hubiera aplicado la ley seca, las ventas a miembros del Partido sólo representan un 2% del negocio. ¿Quién es el culpable de esta abstinencia milagrosa? Xi Jinping, el actual presidente chino, y su puritana, pero eficaz, campaña contra la corrupción.

El “baijiu” Moutai, la marca más cara y respetada del país, es el claro ejemplo de cómo este licor está estrechamente relacionado con la corrupción de la China actual. En sus inicios, los líderes comunistas chinos lo asociaron con el vigor y la energía revolucionaria. En la Larga Marcha de los 30, durante la guerra entre el Ejército Rojo y los nacionalistas del Kuomintang, las botellas de Moutai insuflaron un espíritu resistente y guerrero a los soldados comunistas, durante las horas más difíciles del conflicto. La guerra acabó, los rojos ganaron y el “baijiu” siguió en las mesas, como símbolo de esa victoria. Era un trago obligatorio durante las visitas de mandatarios extranjeros a Pekín. La relación problemática empezó durante el despegue económico de China, tras la muerte de Mao Zedong y la apertura al libre mercado. Las marcas caras de “baijiu” se convirtieron en el regalo habitual entre empresarios, funcionarios, militares y políticos. Era una manera de demostrar el poderío económico propio, ya fuera como regalo o pidiéndolo al acabar una cena. En muchas ocasiones, más que presentes, las botellas lujosas eran sobornos para conseguir la aceleración de algún trámite, o ganarse la confianza de algún miembro relevante del Partido. En 2010, no hace tanto, sólo un 1% de los bebedores de Moutai habían pagado por la botella que estaban tomando.

Una tienda de baijiu en Maotai, en la provincia de Guizhou, China.(Kevin Frayer/Getty Images)

Pero en 2012 Xi Jinping subió al poder, y anunció que eso de la corrupción se había acabado. El nuevo Gobierno -amenazó- iba a cazar a los “tigres” y aplastar a las “moscas”, es decir, que nadie, por muy alto o muy irrelevante que fuera su cargo, iba a quedar fuera de las nuevas redes de vigilancia y castigo. Además de luchar contra los corruptos, el nuevo presidente también iba a ir a por los “hedonistas” y los “extravagantes”. Una vez puesta en marcha esta campaña contra la corrupción, el “baijiu” empezó a desaparecer de las mesas del Partido. Pedir o regalar una botella de 300 euros entraba dentro de la categoría de “extravagante”. No era el mejor momento para hacer alardes de riqueza. El sector del “baijiu” se asustó un poco, ya que la mitad de sus ventas iban a gente del Gobierno. Pese al alarmismo, parece que el negocio vuelve a recuperarse, gracias a los empresarios privados y -como siempre sucede en la China actual- a la clase media en ascenso. Pero la campaña contra la corrupción continúa, y ha aplastado a muchas moscas y eliminado a varios tigres de importancia.

Por ahora, más de un millón de miembros del Partido Comunista han sido sancionados -a diversos niveles- en estos seis años de caza al corrupto. Aunque un millón pueda parecer mucho, el Partido tiene 88 millones de afiliados, es decir, que el ataque ha ido a por poco más de un 1% de sus miembros. Ha afectado a todos los sectores: funcionarios locales, dirigentes de empresas estatales, militares y, quizá lo más relevante, altos cargos que antes parecían intocables. El caso más interesante es el de Zhou Yongkang, el dirigente más importante del Partido que ha acabado en prisión desde que se instauró el régimen comunista. Zhou formaba parte del Comité Permanente del Buró Político del Comité Central del Partido Comunista de China, que -traducido a un lenguaje comprensible- es el grupo de dirigentes que más poder tiene en todo el país. Nadie está por encima de ellos. Antes de llegar a esa cota máxima de poder, Zhou dirigió la compañía de petróleo y gas más importante de China -las empresas estatales chinas son conocidas por su alto nivel de incestuosidad política- y después fue nombrado ministro de Seguridad Pública. Bajo este cargo se encargó de ejercer la represión a las revueltas étnicas en Tíbet y Xinjiang (zona musulmana) y a planear la seguridad de los Juegos Olímpicos de 2008. Su condena a cadena perpetua, dejando de lado su alta posición, tiene interés porque Zhou fue uno de los aliados clave de Bo Xilai, dirigente chino también caído en desgracia. Hablar de Bo Xilai es importante porque, durante mucho tiempo, fue considerado como el único rival que podía hacer la competencia al actual presidente, Xi Jinping, como posible líder del país.

La caída de Zhou Yongkang y otros dirigentes menos cercanos a Xi ha creado la sensación de que, junto a la intención de limpiar la corrupción endémica del Partido, también se quiere hacer un poco de purga política. El hombre al que el presidente ha encargado su misión más importante se llama Wang Qishan, y es considerado la segunda persona con más poder de China. Es el ejemplo de que un buen miembro del Partido debe ser polifacético: Wang ha dirigido bancos estatales, gestionado epidemias de salud pública (en su etapa como alcalde de Pekín) y trazado el plan contra la crisis financiera mundial en sus momentos más duros. Ahora es la mano ejecutora de Xi, el encargado de acabar con los corruptos y hedonistas que carcomen desde dentro al Gobierno. Uno de sus métodos es el “shanggui”, un tipo de detención secreta y de legalidad dudosa, de la que algunos abogados y defensores de los derechos humanos han explicado que incluye palizas, tortura, privación del sueño y de alimentos, con el objetivo final de que el acusado firme una confesión al gusto de las autoridades.

Aunque la maniobra contra la corrupción tenga componentes que ponen en duda su limpieza -purga política, confesiones forzadas- el presidente Xi no puede permitirse que el proceso se convierta en una caricatura. Parece que, por ahora, la valoración de los ciudadanos chinos es positiva. La campaña contra la corrupción tiene dos objetivos, uno más obvio y otro menos. El primero y esencial es limpiar la imagen del Partido. Durante varias décadas, la legitimidad del poder autoritario ha ido ligada al crecimiento económico. La mentalidad imperante era mirar a otro lado si, gracias a eso, todo el mundo se hacía un poco más rico. Ahora, cuando la economía ya no crece tanto, los dirigentes chinos deben justificar su presencia en base a un virtuosismo que los sitúe como los mejores preparados para dirigir el país. Nada nuevo en la historia china. La propaganda en los medios estatales cada vez que se encarcela a un miembro corrupto del Partido se suma a una limpieza estética, a órdenes contra los alardes “extravagantes” como los objetos de lujo y a un ensalzamiento del frugalismo puritano (al menos en público), que el presidente Xi quiere encarnar. La acción punitiva debe llegar a todos los sectores, incluidos aquellos con una reputación tan fuerte como el Ejército.

El otro objetivo de la campaña, quizá menos evidente, es quitar algunas trabas que impiden las reformas económicas liberales que Xi quiere llevar adelante. Las redes clientelares entre funcionarios y dirigentes de empresas estatales hacen que algunos cambios en el sector público se produzcan de manera lenta, ya que muchos de los miembros del Partido ven peligrar con ello su modo de vida. Los cambios a un nuevo modelo de economía, que deje atrás la industria pesada y la manufactura, son la esperanza que el Gobierno tiene para mantener un crecimiento estable. Todo con el objetivo final de evitar el descontento social.

Xi sabe que tanto la corrupción como el estancamiento económico fueron factores muy importantes en la caída de la Unión Soviética. Su campaña pretende demostrar que se puede ser efectivo contra la corrupción sin necesidad de un liberalismo político. Y que, además, el Partido Comunista puede realizar este proceso desde arriba y de manera controlada, sin tener que implicar a la ciudadanía -el recuerdo de los crímenes de la Revolución Cultural, que afectaron de pleno a su familia, han forjado en el presidente una gran desconfianza en la acción popular-. El objetivo final es la supervivencia del Partido y, ante eso, caerán todas las moscas y tigres que haga falta.