Tan sólo un batiburrillo de ONG, agencias de ayuda y filántropos separan a algunos de los Estados más disfuncionales del hundimiento. Pero, a pesar de todo el bien que hacen, su generosidad erosiona la capacidad de los gobiernos para salir adelante por sí mismos. El resultado es un círculo vicioso de dependencia en el que demasiadas voces tienen la última palabra.   

 

Incluso en sus mejores tiempos, es difícil confundir a los Estados fallidos con otra cosa que no sean trágicos ejemplos de países que han ido por mal camino. Un puñado suele acaparar los titulares, como Somalia, Irak o Congo. Pero además de ellos, con su extremo mal funcionamiento, hay otra clase de Estados, de los que casi no se habla, que se encuentran al borde del precipicio. En numerosos países, los gobiernos corruptos o débiles son peligrosamente incapaces de asumir las más básicas responsabilidades. Naciones como Botsuana, Camboya, Georgia y Kenia pueden dar la impresión de estar recuperándose, e incluso de ser florecientes países en desarrollo, pero, como sus parientes fallidos, cada vez tienen menos capacidad, y tal vez menos voluntad, de cumplir las funciones que definen a los Estados.

¿Qué –o quién– está impidiendo que caigan al abismo? No hace tanto tiempo, las antiguas potencias coloniales y las superpotencias protectoras los sustentaban. Hoy, sin embargo, la delgada línea que separa los Estados débiles de los verdaderos Estados fallidos la controla un batiburrillo de organizaciones benéficas internacionales, organismos de ayuda, filántropos y asesores extranjeros. Este ejército de actores no estatales es ya una poderosa fuerza global, que sustituye a la tradicional influencia de los donantes y los gobiernos en las áreas devastadas por la pobreza y la guerra. Y, como medida de esa influencia, están asumiendo cada vez más funciones estatales clave, velando por la salud, el bienestar y la seguridad de los ciudadanos. Estos actores privados se han convertido en los nuevos colonizadores del siglo XXI.

Especial web: Las ONG más poderosas

Si los imperios europeos dictaban las políticas a sus colonias, los nuevos civilizadores –entre ellos, grupos internacionales pro desarrollo como Oxfam, ONG de ayuda humanitaria como Médicos sin Fronteras, entidades confesionales como Mercy Corps y megafilántropos como la Fundación Bill y Melinda Gates– dirigen estrategias de desarrollo y diseñan políticas gubernamentales para sus anfitriones. Pero, pese a que se han convertido en la fuerza que mantiene cohesionada la sociedad en muchos Estados débiles, su presencia suele fortalecer la dependencia de éstos con respecto a agentes externos. Es incuestionable que desempeñan un papel crucial, garantizando una atención médica que salva vidas, velando por la educación de los niños y distribuyendo alimentos en países donde los gobiernos no pueden o no quieren hacerlo. Pero, como consecuencia de ello, muchos de estos Estados no están adquiriendo las capacidades necesarias para gobernar sus países de manera eficaz, mientras que otros se escudan en una red de seguridad global para eludir su responsabilidad. ¿Han ido demasiado lejos los nuevos colonizadores a la hora de intentar gestionar funciones que deberían ser únicamente responsabilidad de los gobiernos? Y, dada la dependencia que han  alimentado, ¿puede el mundo permitirse que un día desaparezcan de la escena?

La dependencia no es un fenómeno nuevo. Pero, dado que los Estados prósperos han perdido el interés por la cuestión del desarrollo, los nuevos colonizadores han cubierto la brecha. En 1970, casi siete de cada 10 dólares (cinco de cada siete euros) donados por EE UU al mundo pobre procedían de la Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD). Hoy, este tipo de asistencia constituye sólo un 15% de esos flujos; el 85% restante procede del capital privado, las remesas y las ONG. Esta tendencia tampoco es un fenómeno estadounidense. En 2006, la ayuda total al mundo en vías de desarrollo por parte de los países de la OCDE ascendió a 325.000millones de dólares. Tan sólo una tercera parte de esa cifra procedía de los Estados.

Los presupuestos de las ONG, en constante expansión, son indicativos del desplazamiento de poder al que estamos asistiendo. En los 90 del pasado siglo, la ayuda canalizada a través de las organizaciones no gubernamentales en África se multiplicó por más de tres. El gasto de CARE ha aumentado un 65% desde 1999, hasta alcanzar los 607millones de dólares el año pasado. El presupuesto de Save the Children se ha triplicado desde 1998; el de Médicos sin Fronteras se ha duplicado desde 2001, y los gastos de Mercy Corps han aumentado casi el 700% en una década.

El cambio es igual de evidente en el extremo receptor. Cuando la ayuda llega a los países en desarrollo, cada vez con más frecuencia pasa por encima de los gobiernos locales, a menudo cayendo de forma directa en las arcas de los nuevos colonizadores instalados en el lugar. En 2003, la Oficina de Ayuda en Casos de Desastre en el Extranjero de la USAID (el organismo de ayuda estadounidense) canalizó dos terceras partes de su presupuesto a través de ONG. Entre 1980 y 2003, la ayuda de los países de la OCDE entregada a través de estas entidades pasó de 47 millones de dólares a más de 4.000 millones. Una de las razones de este cambio es la creciente reticencia de los países ricos a que su aportación pase por las manos de funcionarios públicos extranjeros corruptos. Esto ha ido incrementando la confianza en los nuevos colonizadores para prestar ayuda y producir resultados.

Pero están haciendo mucho más que llevar a cabo los mandatos de los ricos benefactores de sus países de origen. Con frecuencia, dan respuesta a retos que los donantes y los gobiernos de las naciones en vías de desarrollo, o bien pasan por alto, o bien no han sabido atender de manera adecuada. International Alert, una organización con sede en Londres cuyo objetivo es la construcción de la paz, vigila la corrupción en la gestión de los recursos naturales en Estados inestables, como República Democrática del Congo, y sirve a los gobiernos occidentales como sistema de alerta temprana de conflictos inminentes. La Fundación Gates, que en la última década ha metido más dinero en la investigación de enfermedades olvidadas que todos los gobiernos juntos, está tan descontenta con los índices de salud internacional existentes que está financiando el desarrollo de medidores nuevos para clasificar los sistemas sanitarios del mundo en desarrollo.

Ante el trabajo que es necesario acometer, los nuevos colonizadores simplemente se remangan y se ponen manos a la obra, con o sin la cooperación de los Estados. Esto puede ser positivo para la familia que necesita que su casa sea reconstruida o para la joven madre que precisa vacunas para su hija. Pero puede representar un golpe para la autoridad de un gobierno ya debilitado. Y tal vez no contribuya en absoluto a garantizar que un Estado sea capaz de atender a sus ciudadanos en el futuro.

 

EL MANDO TRAS EL TRONO

Entrega directa: los países ricos prefieren, con frecuencia, que su ayuda no pase por los gobiernos.

Las responsabilidades que asumen los nuevos colonizadores son diversas, y van desde la mejora de la salud pública y la puesta en marcha de iniciativas medioambientales hasta la financiación de pequeñas empresas, la formación militar e incluso la promoción de la democracia. Pero, por lo general, el resultado es el mismo: la lenta y constante erosión de la responsabilidad del Estado anfitrión y la asunción de poderes por parte de las organizaciones.

Tal vez, el mejor ejemplo del alcance de la influencia de estos nuevos colonizadores sea Afganistán. El Ejecutivo posee sólo el control más elemental sobre su territorio, y el presidente Hamid Karzai ha hecho pocos progresos en la lucha contra la corrupción y el tráfico de estupefacientes. El resultado es una estructura de gobierno incapaz de prestar los servicios básicos o de afirmar su autoridad. El 80% de ellos, como la salud y la educación, son prestados ahora por ONG internacionales y locales. Según sus propios cálculos, el Gobierno administra sólo una tercera parte de los miles de millones de dólares anuales que entran cada año en el país como asistencia. El resto es gestionado directamente por contratistas privados, agencias de desarrollo y grupos de ayuda humanitaria. Importantes donantes, como Reino Unido, incluyen sólo de pasada al Ejecutivo de Kabul en sus programas de ayuda: aunque el 80% de los 200 millones de dólares que desembolsa Londres en ayudas anuales a Afganistán se destina a los ministerios, en cuanto el dinero llega, se entrega con rapidez a ONG como Oxfam o CARE para la construcción de escuelas y hospitales. Las transferencias no reflejan otra cosa que la falta de confianza de muchos donantes en los responsables políticos afganos a la hora de repartir los fondos de manera competente y de cumplir con los mandatos de ayuda por iniciativa propia. Muchos de los avances logrados por Afganistán desde la caída del régimen talibán pueden atribuirse a los esfuerzos y a la generosidad de los varios miles de ONG que se han establecido en la capital. Pero no todo el mundo agradece su labor. Karzai ha criticado el despilfarrador solapamiento, el amiguismo y la falta de transparencia de las ONG extranjeras, calificando sus actividades como “ONGismo”, un ismo más, después del comunismo y el talibanismo en la desafortunada historia de su país. En 2005, Ramazan Bashardost, un candidato al Parlamento, se embarcó rumbo a la victoria electoral al frente de una plataforma contra las ONG, amenazando con expulsar a casi 2.000 organizaciones que, según él, eran empresas corruptas y con ánimo de lucro, que apenas prestaban servicio al país.

Como es lógico, muchas de ellas se ofenden con esas críticas, en particular porque meten en el mismo saco a organismos muy diferentes y pasan por alto las importantes aportaciones que han hecho algunas de ellas. Pero ninguno de estos grupos tiene afán de desarrollar sus actividades tan bien que llegue un momento en el que se quede sin trabajo. Por muy buenas intenciones que tengan, necesitan a los Estados débiles tanto como éstos les necesitan a ellos.

Esta clase de dependencia perversa se presenta en Georgia, donde los nuevos colonizadores han llegado a ejercer una excesiva influencia desde que el país salió del dominio soviético. Su presidente actual, Mijaíl Saakashvili, prooccidental, se apoya en una constante dosis de asistencia económica y política extranjera, y muchas funciones del Estado son financiadas o administradas con la ayuda exterior. Antes de la revolución de las rosas, consultores políticos extranjeros asesoraron a la oposición en su estrategia de campaña. La firma consultora estadounidense Booz Allen Hamilton ha sido contratada para ayudar a realizar reformas radicales en los ministerios, reclutando a nuevo personal y formando a los burócratas. Estos asesores tecnócratas extranjeros participan en el proceso cotidiano de toma de decisiones en asuntos nacionales vitales, como las reformas políticas y la socialización de la información. Pero en Georgia, así como en otros países donde operan estos empleados externos, al tiempo que ayudan a moldear las funciones del Estado y a priorizar las políticas de desarrollo, también elaboran las complejas solicitudes de subsidio que los gobiernos de sus países de origen consideran oportunos; subsidios que refuerzan de manera efectiva su influencia. La consecuencia es un círculo vicioso de dependencia, puesto que los nuevos colonizadores rivalizan por los contratos que les mantendrán en el negocio.

Esto no quiere decir que los nuevos colonizadores no logren resultados; muchos sí lo hacen. Y en pocos sectores sus esfuerzos son más impresionantes que en el de la sanidad pública. Cuando Camboya salió de más de una década de guerra civil, en 1991, el sistema estatal de salud era inexistente. Desde 1999, el Gobierno ha subcontratado gran parte de la atención sanitaria del país a ONG internacionales como HealthNet y Save the Children. Hoy se estima que 1 de cada 10 ciudadanos recibe atención médica de esas organizaciones, que están al frente de cientos de hospitales y clínicas de todo el territorio y, con frecuencia, prestan un servicio mucho más cualificado que las instituciones del Estado. Tan fiables son estas ONG en la prestación de una asistencia de calidad que es difícil imaginar que el Ejecutivo vaya a relevarlas de sus responsabilidades a corto plazo, si es que lo hace algún día.

 

UN CICLO ININTERRUMPIDO

Horizontes complicados: hacer innecesaria la ayuda y acabar con la influencia de las ONG será una tarea dura.

Muchas organizaciones de ayuda afirmarán que su objetivo final es garantizar que sus actividades dejen de ser necesarias. Pero tanto ellas como los grupos humanitarios necesitan que las cosas funcionen mal para mantener su relevancia. De hecho, su supervivencia institucional depende de ello. Pese a que alguna que otra vez se han retirado de ciertos países por razones de seguridad o para protestar por la manipulación de la asistencia, raramente han levantado el campamento porque las necesidades que pretendían atender ya no existieran. Y, a medida que estos grupos consolidan su presencia en los Estados débiles, a menudo les privan del talento local. Los salarios que ofrecen no sólo son mejores y el trabajo más eficaz, sino que, con frecuencia, no existen oportunidades comparables para los habitantes bien formados ni en el servicio público ni en el sector privado de su país. Los nuevos colonizadores pueden depender de este talento para garantizar su legitimidad y su experiencia local, pero esto debilita aún más la capacidad del Ejecutivo anfitrión para atraer a sus propios profesionales más brillantes y preparados,  lo que asegura su dependencia de los nuevos colonizadores en lo que respecta al conocimiento, la experiencia y los resultados.

No existe ni una sola central de seguimiento que coordine o supervise el comportamiento de estos actores alrededor del mundo. Si los nuevos colonizadores sólo defienden de boquilla la propiedad y la democracia locales, casi nada sugiere que el ciclo de la dependencia mutua se vaya a romper algún día. Y, si esto es así, su apoyo puede permitir que los gobiernos corruptos sigan eludiendo sus responsabilidades a perpetuidad.

Por supuesto, hay otra posibilidad inquietante que muchos observadores no quieren admitir: sin los nuevos colonizadores, los Estados débiles de hoy podrían ser los casos perdidos de mañana. Dada la ubicuidad de los nuevos colonizadores, esta perspectiva parece remota. Y la mayor parte de los Estados débiles tampoco puede resistirse a su influencia. Cuando el ciclón Nargis azotó Myanmar (antigua Birmania) en mayo, la Junta Militar se resistió en un primer momento a recibir ayuda exterior. Pero la falta de capacidad, la corrupción y la incompetencia gubernamentales suelen hacer imposible una postura desafiante. Tras varias semanas, el régimen no tuvo otra opción que aceptar la asistencia de las organizaciones humanitarias. ¿Entonces cómo debería la comunidad internacional responder a la creciente influencia de los nuevos colonizadores? Algunos observadores sostienen que el mercado debería liderar la solución de los desafíos que plantea el desarrollo. Por desgracia, la nueva inversión a menudo elude a los Estados fallidos, y las organizaciones de asistencia pueden afirmar con razón que ellas realizan el trabajo que nadie más está dispuesto a hacer. Otros creen que es hora de restaurar la primacía de la ONU, al menos como fuerza coordinadora entre esos actores. Pero la globalización se resiste a la centralización del poder, y Naciones Unidas carece del apoyo de los Estados miembros para la consecución de esos ambiciosos y caros objetivos.

El reto fundamental en este nuevo y complicado escenario será establecer un sistema de transparencia y responsabilidad. Para hacerse un hueco en el tablero del gobierno global, los nuevos colonizadores tendrán que mantener sus promesas no sólo ante sus donantes y benefactores, sino también ante los ciudadanos de los propios Estados fallidos. La competencia entre las organizaciones podría en realidad servir para mejorar esa cuestión en el futuro. En muchos sentidos, los nuevos colonizadores están creando una auténtica circunscripción global, y, para bien o para mal, pueden ser la primera –y la última– línea de defensa para los países al borde del abismo.

 

 

¿Algo más?
En Global Development 2.0: Can Philanthropists, the Public, and the Poor Make Poverty History? (Brookings Institution Press, Washington, 2008), los economistas y los expertos de las ONG debaten sobre si los actores del desarrollo pueden trabajar juntos para mejorar la vida de los más pobres del planeta. Ann Florini sostiene que sólo la actuación colectiva de la sociedad civil, los gobiernos nacionales y las empresas privadas puede dar respuesta a los desafíos del siglo XXI en The Coming Democracy: New Rules for Running a New World (Island Press, Washington, 2003).

Varios organismos elaboran rankings sobre la actuación de las organizaciones que trabajan en el desarrollo global. El Índice de la Filantropía Global del Instituto Hudson realiza un seguimiento de la efectividad de las donaciones privadas al mundo en desarrollo analizando casos prácticos. One World Trust, creado por un grupo de parlamentarios británicos, evalúa las actividades de algunas de las ONG más poderosas en la escena mundial en el Informe sobre Responsabilidad Global 2007. Sebastian Mallaby expone las a menudo polémicas relaciones entre las ONG y las agencias de ayuda internacionales –y las personas en situación de pobreza– en ‘ONG: combatir la pobreza perjudicando a los pobres’ (FP edición española, octubre/ noviembre, 2004). Erika Check escribe sobre la creciente influencia de la Fundación Gates respecto a las prioridades de la salud pública global en ‘Medicina rebelde’ (FP edición española, agosto/septiembre, 2006). DARA evalúa la AOD de los donantes de la OCDE en el Índice de Respuesta Humanitaria 2007, disponible en www.fride.org/publicacion/305/indice-de-respuesta- humanitaria-2007.