La institución no es fuerte ni independiente.

José Manuel Durão, presidente de la Comisión Europea. AFP/Getty Images

La Comisión Europea, una institución fundamental de la UE, atraviesa todo tipo de dificultades. No es popular ni entre los gobiernos ni entre los votantes. Hace 20 años, mucha gente volvía la mirada hacia ella para establecer la agenda de la UE y tomar la iniciativa en las crisis. Hoy, pocos esperan que la Comisión desempeñe ese papel.

Desde la época en que Jacques Delors presidía la Comisión (de 1985 a 1995), su autoridad frente a los gobiernos de la UE ha ido disminuyendo. Los Estados miembros -en especial los grandes- han tratado de contener a una institución que consideran que tiene poderes excesivos.

El Tratado de Lisboa, en vigor desde 2009, produjo dos importantes innovaciones institucionales: la presidencia permanente del Consejo Europeo, puesto que hoy ocupa Herman Van Rompuy, y el Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE), un cuerpo dirigido por Catherine Ashton. Ambos llevan a cabo parte de las tareas que antes hacía la Comisión, y han contribuido a su sensación de inseguridad.

Paradójicamente, la crisis del euro ha hecho que la Comisión adquiriese poderes formales que no tenía antes -en la vigilancia de las políticas económicas nacionales- pero al mismo tiempo ha erosionado todavía más su prestigio y credibilidad. Los gobiernos nacionales han dado el dinero para ayudar a los países en dificultades, así que son ellos quienes han fijado las condiciones de los rescates. La Comisión ha tenido que dejar la alta política en manos del Consejo Europeo y, con frecuencia, en manos de unos cuantos gobiernos importantes, y se ha centrado en su función técnica, importante pero subordinada.

Los problemas de la eurozona han acelerado un cambio que viene de tiempo atrás en la naturaleza de la gobernanza de la UE. Antes, la Unión tomaba pocas decisiones ejecutivas, que tenían gran importancia política. La Comisión proponía leyes y regulaba, y el Consejo de Ministros y el Parlamento Europeo aprobaban o no esas leyes. Tanto la Comisión como el Consejo funcionaban, de vez en cuando, como brazo ejecutivo: por ejemplo, la primera bloqueaba fusiones empresariales y el segundo imponía sanciones a países de otras partes del mundo.

Pero la crisis del euro ha obligado a la UE a tomar decisiones ejecutivas cada vez más políticas. La Unión ha obligado a los países más endeudados a recortar los déficits presupuestarios, aprobar reformas dolorosas y cerrar bancos. La Comisión propone esas medidas, pero los primeros ministros o ministros de Finanzas de la eurozona son los únicos que tienen la autoridad para tomas las decisiones.

Estas son tendencias de años, pero las personalidades también cuentan. El colegio actual de comisarios tiene pocos políticos de peso. Dentro de la Comisión, Barroso es un líder enérgico que domina a sus colegas; dado el número de comisarios -uno por cada uno de los 28 Estados miembros-, quizá no tiene más remedio que gobernar con mano de hierro. Sin embargo, de puertas afuera, algunos gobiernos se quejan de lo que consideran un liderazgo débil. Durante el segundo mandato de Barroso como presidente, que comenzó en 2009, Berlín, París y Londres se han vuelto más críticos con la Comisión. Incluso varios de los Estados miembros más pequeños, tradicionalmente aliados de Bruselas, protestan más de lo que solían.

Varios gobiernos acusan a la Comisión de no establecer prioridades, de aplicar las nuevas iniciativas con demasiada lentitud y de dedicar escasa atención a los remedios para la eurozona. En parte, estas críticas son injustas: los políticos que critican a la Comisión por no proponer soluciones relevantes a los problemas de la eurozona son a veces los mismos que se molestan cuando presenta alguna gran idea, como los eurobonos. Y, aunque los alemanes se han quejado a veces de que la Comisión es demasiado blanda con los países bajo vigilancia, muchos otros creen que ha tenido un entusiasmo demasiado germánico por la disciplina fiscal. Está claro que la Comisión no puede dejar contento a todo el mundo.

Hay sobre todo dos razones que explican que los Estados miembros tengan cada vez menos confianza en la Comisión. En primer lugar, alegan que ésta propone demasiadas normas detalladas, sobre todo en ámbitos como el medio ambiente, la seguridad alimentaria y la política social. En mayo de 2013, por ejemplo, los ministros polacos se quejaron de los intentos de la Comisión de regular el sector del gas de esquisto y prohibir los cigarrillos mentolados, que son muy populares en Polonia. Ese mismo mes, el organismo propuso prohibir que se sirva aceite de oliva en botella reutilizables, pero tuvo que retractarse después de una oleada de protestas. A principios de este año, los políticos alemanes criticaron enérgicamente una propuesta de la Comisión que pretendía establecer cuotas de participación femenina en los consejos de administración.

Algunos altos funcionarios de la Comisión reconocen que la institución, a veces, es hiperactiva. Pero se lo achacan a la influencia creciente del Parlamento. Y esa es la segunda razón por la que algunas capitales de Estado se han vuelto en contra de ella.

El Parlamento ha ejercido más influencia sobre la segunda Comisión de Barroso que sobre la primera, y no solo porque el Tratado de Lisboa le haya dado más poder. A los lobbistas y las ONG les resulta bastante fácil encontrar eurodiputados dispuestos a soportar sus proyectos de nuevas normas para la UE. Entonces, el Parlamento presiona a los comisarios para que elaboren nuevas directivas. Ellos no se atreven a enemistarse con la Cámara porque les puede complicar la vida. Y otro motivo por el que a los comisarios les gusta proponer nuevas normas es para justificar su existencia. La secretaría general de la Comisión trabaja duro para descartar las propuestas legislativas que considera superfluas, pero no siempre gana las discusiones con los comisarios.

Todo esto no quiere decir que la Comisión deba ignorar al Parlamento, que está mejor situado que ningún otro órgano para vigilar la labor de los comisarios y, en colaboración con el Tribunal de Cuentas, criticar sus errores. Antes de que se nombrara a las dos últimas Comisiones, el Parlamento cumplía un papel admirable al cuestionar a comisarios designados que no daban la talla y obligarles a retirarse. Ahora que el Parlamento tiene poderes de codecisión sobre las nuevas leyes, la Comisión no puede ni debe ignorarlo.

Lo malo es que, durante los últimos cuatro años, esta institutión se ha aproximado mucho más al Parlamento que al Consejo en muchos asuntos. La Comisión debe responder ante ambos, porque la nombran los gobiernos y la aprueba el Parlamento. Pero también debe ser independiente de ambos.

La politización de la Comisión es un problema. Siempre ha habido cierta ambigüedad sobre lo contradictorio de sus normas: es un órgano político que pone en marcha legislación y media entre los Estados miembros, pero es también un cuerpo técnico que vigila los mercados y las normas y negocia en nombre de los Estados miembros. Durante la crisis del euro, el papel técnico de la Comisión se ha ampliado, y eso hace que la ambigüedad sea todavía más problemática. Cuando, por ejemplo, hace el pronunciamiento de que Francia puede tener dos años más para cumplir la norma presupuestaria del 3%, ¿eso es consecuencia de un análisis económico objetivo o reflejo del cambio de clima político en las capitales nacionales? Esta ambigüedad da a los gobiernos y a otros una excusa para criticar a la Comisión.

La politización puede significar favorecer a determinados partidos. Algunos políticos socialistas afirman que la Comisión ha sido excesivamente indulgente con Viktor Orban, el primer ministro acusado de reprimir el pluralismo político en Hungría, porque su grupo, el Partido Popular Europeo, es el que tiene más poder en la Comisión y el Parlamento. No existen pruebas de esta afirmación, pero, si la Comisión se vuelve demasiado partidista, su capacidad de desempeñar bien sus funciones técnicas, -o en este caso, hacer de guardián de la democracia liberal- puede verse amenazada.

Las elecciones europeas del próximo año podrían acelerar la politización de la Comisión. La mayoría de los partidos políticos paneuropeos dicen que van a designar un candidato para la presidencia de dicho órgano. Después de los comicios, quieren que el Consejo Europeo proponga al candidato del partido con más escaños, y que el Parlamento lo designe. Cualquier otro nombre que pudiera proponer el Consejo Europeo será rechazado por los eurodiputados.

Si el plan funciona, las elecciones europeas se volverán más interesantes. Pero no está nada claro que los partidos políticos y el Consejo Europeo vayan a mantenerlo. Si permiten que el PE nombre al sucesor de Barroso, la Comisión estará todavía más en manos del Parlamento y del partido con más escaños.

Eso sería preocupante, porque la UE necesita una Comisión fuerte e independiente, que tenga en cuenta los intereses generales de Europa, llame la atención de los gobiernos sobre tendencias a largo plazo, proponga soluciones a los problemas más acuciantes (tanto en el conjunto de la UE como en la eurozona), trabaje con tesón para profundizar el mercado único y ejerza sus funciones de vigilancia en la gobernanza de la eurozona. Con la integración de la eurozona, una tarea clave será garantizar una relación fluida entre los países pertenecientes al euro y los de fuera de él. Las decisiones que se tomen en la eurozona no deberían perjudicar ni fragmentar el mercado único.

¿Qué se puede hacer, pues, para fortalecer esta institución debilitada? El paso más importante exige no una enmienda al tratado ni una reforma institucional, sino un simple acuerdo entre jefes de Gobierno, que deben decidir si quieren reforzar la Comisión con la designación de personajes con entidad para ser comisarios y, sobre todo, de un político de peso para la presidencia.

Los Estados miembros deben ordenar al nuevo presidente y su equipo que se mantengan independientes del Parlamento Europeo y apoyarles en la tarea. Tras las últimas elecciones europeas, la Comisión y el Parlamento alcanzaron un “acuerdo interinstitucional” que abarcaba leyes y procedimientos futuros y que daba al Parlamento varias cosas que deseaba. El Consejo de Ministros desdeñó la oportunidad de convertirlo en un acuerdo tripartito; si lo hubiera sido, habría podido compensar el activismo legislativo del Parlamento y aproximarse a la Comisión. Cuando pasen las próximas elecciones, las tres principales instituciones de la UE tendrán que buscar la forma de llegar a un acuerdo común sobre el programa de trabajo de la Unión.

En cuanto a la reforma de la propia Comisión, es preciso abordar el problema que supone tener demasiados comisarios. No existen competencias importantes para los 28, y, con tanta gente en torno a la mesa, las discusiones con contenido son casi imposibles. La norma de un comisario por país hace que tanto los gobiernos como los que estos designan para estar en la Comisión den por sentado -en contra de los tratados- que la labor de los comisarios es representar a sus respectivos países.

Por tanto, el próximo presidente debería dividir a sus comisarios en dos categorías, los principales, que podrían ser nombrados vicepresidentes, y los adjuntos. Debería quedar claro que, aunque todos los comisarios posean el mismo estatus legal, los principales coordinarían el trabajo de los adjuntos en sus respectivas áreas de responsabilidad. Los altos comisarios se reunirían de forma periódica. Y a largo plazo, cuando se vuelvan a abrir los tratados, la UE debería adoptar un sistema por el que los grandes países siempre tengan un comisario (aunque no necesariamente entre los principales) y los países pequeños se turnen para ocupar los restantes.

Otra apropiada modificación del tratado sería otorgar al Consejo Europeo el derecho a cesar a la Comisión. El Parlamento posee ese poder, y en 1999 amenazó con utilizarlo y forzó la dimisión de la Comisión Santer. Si los tratados especificaran que cualquiera de los dos órganos puede despedir a la Comisión, se reforzaría su equidistancia entre los gobiernos y el Parlamento. Y eso ayudaría a proporcionar la Comisión fuerte e independiente que necesita la UE.

 

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