El presidente colombiano está acostumbrado a gozar de una enorme popularidad. Pero ahora sus coqueteos con un tercer mandato pueden meterle en problemas.

Hace un año, el presidente colombiano Álvaro Uribe se encontraba en la cima del mundo. Gracias a una astuta artimaña, una de las unidades militares de élite del país rescataba milagrosamente (y sin derramamiento de sangre) a 15 rehenes que llevaban años retenidos en la selva. El mundo aplaudió el sigilo y la inteligencia de la operación, y la liberación del más importante rehén de los rebeldes desde el punto de vista político, la franco-colombiana Ingrid Betancourt, así como de tres contratistas de Defensa estadounidenses y 11 soldados y policías.

Colombia, según parecía, se alejaba del abismo, y el país estaba exultante. Dos días después del rescate el 2 de julio, un sondeo realizado por Gallup entre los colombianos (al menos entre quienes tienen teléfono en las cuatro ciudades más grandes) situaba el porcentaje de aprobación hacia Uribe en un excelente 86%. Con anterioridad este presidente conservador y ganadero estaba ya bien considerado entre los ciudadanos por sus avances en la lucha contra la insurgencia de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), un grupo izquierdista alimentado por el dinero de las drogas que lleva 45 años en activo y usa de manera sistemática a civiles como objetivos para el secuestro y el asesinato. El presidente colombiano supervisó una concentración de tropas que redujo el tamaño de la guerrilla a la mitad y limitó su campo de operaciones. Negoció además la desmovilización de decenas de miles de milicias paramilitares progubernamentales, reduciendo -aunque no eliminando- la actividad homicida de esos grupos.

Pero todo lo que sube al final baja, y la suerte de Uribe desde luego lo ha hecho en los últimos meses. A comienzos de mayo de 2009, Gallup situaba el grado de aprobación del presidente en el 71% -un porcentaje aún bastante bueno, pero el más bajo que él registraba en dos años. Un gran número de colombianos manifestó en las encuestas que el país estaba en el “mal camino”. Aquí entraban en juego mayores problemas que los de un bache normal: los espectaculares avances de Uribe en materia económica y de seguridad se han ralentizado y los escándalos han ocupado su lugar en las noticias.

El declive económico es la preocupación más clara. Con una deuda externa relativamente baja, Colombia cuenta con un mejor colchón que sus vecinos, pero aún así la crisis económica global ha golpeado al país. La demanda de sus exportaciones, sobre todo productos manufacturados que van a Estados Unidos, se ha desplomado. Los precios de sus materias primas, particularmente del petróleo, el carbón y los minerales, han caído. La tasa de desempleo urbano del país ha regresado a los dos dígitos tras unos pocos años de prosperidad, y otro 30% de la mano de obra está subempleada y buscándose la vida en el sector informal de la economía.

Y justo cuando la economía ha comenzado a renquear, en lo que se refiere a seguridad   -el fuerte de Uribe- la situación también parece haber dejado de mejorar. Las FARC, bajo un nuevo mando desde marzo de 2008, parecen estar reagrupándose en las áreas rurales. El líder fundador del grupo, Manuel Marulanda, murió de causas naturales a finales de marzo de 2008 y fue sustituido por Alfonso Cano, un ex profesor que se unió a las FARC en 1968. Desde entonces, con la excepción del rescate de los rehenes en julio de 2008 y una victoria en combate al sur de Bogotá en marzo del mismo año, el Ejército no ha logrado asestar ningún otro golpe a la cúpula de la guerrilla. Las emboscadas, ataques y operaciones contra líderes de los gobiernos locales están haciéndose cada vez más frecuentes por parte de las FARC.

Las tasas de asesinatos han aumentado desde 2008 en todas las principales ciudades de Colombia, especialmente en Medellín. Aquí la culpabilidad no recae en la guerrilla, ahora casi totalmente rurales, sino en las mafias de la droga. Lo que está ocurriendo es una especie de guerra territorial para ganar zonas de influencia que se abrió cuando 15 de los principales líderes paramilitares implicados en el narcotráfico fueron extraditados a Estados Unidos en la primera mitad de mayo de 2008. “Nuevos” grupos paramilitares, la mayoría de los cuales se podrían describir con más precisión como los brazos armados de organizaciones de tráfico de drogas, están brotando y creciendo rápidamente para llenar el vacío.

La producción de estupefacientes, mientras tanto, continúa siendo potente, a pesar de un informe de la ONU de junio de 2009 que detectó un descenso del 18% en el cultivo de coca entre 2007 y 2008. En realidad, la “reducción” es una mera vuelta a los niveles que se registraron entre 2003 y 2006, tras un año sorprendentemente alto en 2007.

Las páginas editoriales en Colombia especulan ahora con que las políticas de seguridad del presidente, basadas en la fuerza militar, pueden haber alcanzado su límite. Esta circunstancia no sería tan perjudicial si no fuera por los escándalos que han arañado (aunque todavía no herido profundamente) a Uribe, algunos de los cuales conllevan graves implicaciones en cuestiones de derechos humanos. Más de un tercio de los congresistas que Colombia eligió en marzo de 2006 están ahora bajo investigación, procesados, o entre rejas por presuntos vínculos con los escuadrones de la muerte de los paramilitares; la mayoría son miembros de partidos a favor del Gobierno.

Mientras tanto, los colombianos han recibido con estupor las revelaciones de que miembros de las Fuerzas Armadas, empujados por un presidente que les presionaba para lograr resultados, pueden haber asesinado a un millar largo de civiles inocentes en los últimos años, haciendo pasar a muchos de ellos como miembros de grupos armados muertos en combate. Otra desagradable sorpresa más llegó en febrero de 2009, cuando se descubrió que el servicio de inteligencia había estado llevando a cabo pinchazos telefónicos y vigilancia contra docenas de colombianos destacados: jueces de la corte suprema, políticos de la oposición, periodistas y defensores de los derechos humanos.

Los sondeos indican que la mayoría de los colombianos apoyarían el dar a Uribe al menos el derecho a presentarse de nuevo

Sin embargo, Uribe se ha visto más afectado, sin embargo, por escándalos relacionados con la corrupción. Dos congresistas fueron condenados por aceptar sobornos en 2008, dejando patente que Uribe consiguió aprobar una enmienda a la Constitución en 2006, que le permitía ser reelegido para un segundo mandato, sólo gracias a que se prometieron grandes favores a un puñado de legisladores indecisos. Más tarde, a finales de 2008, una serie de estafas piramidales se vinieron abajo haciendo desaparecer los ahorros de decenas de miles de colombianos. La prensa pronto reveló que una de las mayores de estas tramas había financiado gran parte de la recogida de firmas organizada a mediados de 2008 para cambiar la Constitución una vez más -de modo que Uribe pudiera presentarse a las elecciones de nuevo en 2010.

El presidente ha decidido pasar al ataque contra muchas de estas acusaciones, intentando minimizarlas constantemente al calificarlas como obra de algunas “manzanas podridas”, e incluso afirmando de manera pública que los acusadores e investigadores están haciendo trabajo de terroristas. Esto no ha contribuido mucho a reducir la intensidad con la que se le cuestiona, especialmente en ciertos medios de comunicación impresos.

Todo esto está sucediendo mientras Uribe medita si intentar extender su presidencia a 12 años. El presidente afirma que todavía no se ha decidido, aunque el tiempo se va agotando y sus delegados políticos están ejerciendo una intensa presión sobre el Congreso para que apruebe la ley que convocaría un referéndum constitucional para finales de este año.

Los sondeos indican que la mayoría de los colombianos apoyarían el dar a Uribe al menos el derecho a presentarse de nuevo, un 84% en la encuesta de Gallup en mayo. No obstante, serían menos los que votarían por él, y no está asegurada una segunda reelección: crece la preocupación sobre el equilibrio democrático de poderes y la perspectiva de un gobierno cada vez más personalista dirigido por un hombre que se aferra al poder.

Prominentes miembros del establishment de Colombia, incluyendo a algunos que encabezaron los más importantes ministerios durante el primer mandato de Uribe, se han manifestado contra su reelección. El presidente estadounidense, Barack Obama, en una aparición pública junto a Uribe durante su visita el 29 de junio, señaló que “nuestra experiencia en EE UU es que a nosotros nos funcionan bien dos mandatos”. En Washington -donde ningún experto en Colombia, de derecha, izquierda o centro, se ha pronunciado públicamente para apoyar la reelección de Uribe- se reconoce de manera generalizada que su candidatura para un tercer mandato convertirá en casi imposible la ya difícil tarea de convencer al Congreso para que ratifique un controvertido acuerdo de libre comercio.

El Congreso colombiano estudia este mes un proyecto de ley que fijaría una fecha para un referéndum sobre la reelección. Sin importar cuál sea el resultado, al país le espera un curso político muy agitado. Un año después del milagroso rescate en la selva, las desgracias económicas, las preocupaciones sobre la seguridad y los escándalos están tomando posiciones en las trincheras de lo que ya era una muy reñida campaña electoral para 2010. A Uribe se le ha acabado la marea alta y está de vuelta en los rápidos.

 

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