
En diferentes partes del mundo se están avivando los nacionalismos; pero, ¿qué sucede en el continente latinoamericano?
“Una nación es un alma, un principio espiritual”
Ernest Renan, 1882
Una de las imágenes indelebles del Mundial de Rusia fue la de las coloridas multitudes de latinoamericanos flameando sus banderas y copando las gradas de los estadios de Sochi, Ekaterimburgo o Nishni Novgorod como si estuvieran en la Bombonera de Buenos Aires o el Campín de Bogotá.
Según la FIFA, cinco de los siete países –después de Rusia– que compraron más entradas para el torneo fueron latinoamericanos: Brasil (73.000), Colombia (65.000), México (60.000), Argentina (54.000) y Perú (44.000). A ellos se sumaron otros 89.000 latinos que llegaron de EE UU. Sus gastos personales rondaron los 10.000 dólares.
Una razón es deportiva: la cuarta parte de los equipos venían de la región. Otra es litúrgica: la celebración de ceremonias patrióticas. No es casual. Los uniformes de los jugadores llevan los venerados símbolos nacionales, lo que convierte un espectáculo deportivo en un rito colectivo dominado por la emoción. Pier Paolo Pasolini ya observó que el fútbol era el último ritual sagrado que había sobrevivido a los tiempos modernos.
Los argentinos suelen decir que el fútbol es la cosa más importante de las cosas menos importantes de la vida. Algo similar sucede con otro asidero existencial: la identidad, que no es imprescindible para vivir pero sin ella la vida colectiva carece de narrativa moral y, por tanto, de significado.
Nacionalismo y patriotismo
En Europa el nacionalismo –el malvado hermano gemelo del patriotismo– está asociado hoy a la xenofobia, la represión de las minorías étnicas, el cierre de las fronteras y el populismo ‘iliberal’ de Donald Trump.
En América Latina, sin embargo, la nación y el nacionalismo están aún ligados al sentido que tuvieron a principios del siglo XIX, cuando sirvieron para derribar al absolutismo del antiguo régimen imbuyendo entre los antiguos súbditos y nuevos ciudadanos la idea de que pertenecían a una comunidad cuyos intereses colectivos eran más importantes que los individuales.
En los siglos siguientes la construcción nacional se confundió con el progreso mismo y el establecimiento de un poder estatal efectivo. En su clásico Imagined Communities, Benedict Anderson sugirió que en las ciudades americanas –anglosajonas y latinas– del siglo XVIII se forjó el nacionalismo moderno.
Lo curioso es que ese febril patriotismo –o ‘patrioterismo’, según se vea– no haya provocado grandes conflictos internacionales, con las excepciones notables de la guerra de la Triple Alianza (1864-1870), la del Pacífico (1879-1884) y la guerra del Chaco (1932-1935).

Espejos deformes
La pasión que desata el Mundial entre los latinoamericanos tiene otro componente clave: las selecciones reflejan con mayor fidelidad la composición multirracial de sus sociedades que sus clases políticas o empresariales. La gente ve en los equipos un espejo de sus propios rostros, ...
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