Una mujer de etnia uigur prepara pasas para la venta en el festival Corban, con un cartel al fondo que muestra al difunto líder del Partido Comunista Mao Zedong, en el condado de Turpan, en la provincia de Xinjiang, en el extremo occidental de China. (Kevin Frayer/Getty Images)

Multiétnica y multicultural, Asia ha cubierto siempre con un velo de silencio su multiplicidad de razas, con miedo a que si hablaba al respecto alimentaría las tensiones latentes y desataría mayores conflictos. Mientras se agrietan los corsés impuestos por los gobiernos autoritarios o supuestamente democráticos sobre sus pueblos, la creciente violencia que las comunidades minoritarias asiáticas enfrentan en Estados Unidos y Europa comienza a romper el mutismo.

La ideología supremacista hindú Hindutva, adoptada por el primer ministro indio, Narendra Modi, para arrancar votos a favor del gobernante BJP, que presenta como un peligro a las minorías –incluidos los 180 millones de musulmanes, el 14% de la población–, ha provocado en los últimos meses en Manipur, un pequeño Estado del extremo nororiental de India, un estallido violento contra la minoría cristiana kuki por la mayoritaria hindú meitei. Más de 120 personas han muerto y hay decenas de miles de desplazados. El 80% de la población india es hindú, pero en el país conviven más de 2.000 grupos étnicos distintos.

En China, el presidente Xi Jinping, a la vuelta de la cumbre de los BRICS, hizo una parada no anunciada en Xinjiang, donde alabó las políticas del gobierno local justo un año después de que el informe de agosto de 2022 del Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU considerase que “pueden constituir… crímenes contra la humanidad” por la represión de la minoría musulmana uigur. Xi destacó la “sinificación del islam”, lo que, según las organizaciones de derechos humanos internacionales, agrava los intentos de la mayoría han (el 91% de la población china pertenece a esa etnia) de desnaturalizar la cultura, las costumbres y la religión de los uigures, incluido el ayuno del Ramadán y las oraciones diarias. 

En Asia son frecuentes los choques interraciales, que a veces derivan en terribles guerras civiles como la que desangró Sri Lanka entre la minoría tamil (hindú) y la mayoría cingalesa (budista), de ahí el miedo a abordar la multiplicidad racial. El mayor infierno de los últimos años lo han sufrido los rohingya, la minoría musulmana expulsada de su hábitat en Myanmar por la mayoría budista del país. En el último trimestre de 2017, cuando estalló el conflicto, fueron asesinados más de 9.000 rohingyas y unos 650.000 huyeron a Bangladesh para escapar de la brutalidad de las Fuerzas Armadas birmanas. La limpieza étnica se ha perpetuado porque, pese a los esfuerzos de la ONU, los refugiados no tienen garantías para volver.

Un hombre rohingya pide que lleven a su mujer enferma al hospital de Palongkhali, en Cox’s Bazar, Bangladesh, en octubre de 2017. 15000 huyeron de Buthidaung de Myanmar y caminaron siete días para cruzar la frontera de Bangladesh. (Masfiqur Sohan/NurPhoto/Getty Images)

Países como Malasia y Singapur, cuya diversidad racial proviene en gran medida de la colonización europea y la han vivido en armonía, se sienten ahora vulnerables a los agitadores de esta cuestión, en parte porque nunca se han sentado a hablar de las razas que los integran. Destaca el exprimer ministro Mahathir Mohamad, quien a sus 97 años ha levantado sospechas sobre las lealtades de las minorías china e india y ha apuntado a que solo los malayos pueden ser ciudadanos de pleno derecho. En Malasia la mitad de la población es malaya y musulmana, además hay un 25% de chinos, 11% de indígenas, y el resto son indios, y de otros Estados del subcontinente asiático. En Singapur, el 65% son chinos, y el resto malayos, indios y de otros países.

Según KOMAS, una ONG malaya fundada en 1993 para luchar por los Derechos Humanos y la no discriminación, en estos años ha habido un notable incremento de incidentes raciales en el país, el mayor número de los cuales se produjo durante la campaña electoral de 2022 en la que políticos, partidos y afiliados utilizaron la raza y la religión “como herramienta política para obtener votos y apoyo”. 

Las estrategias de homogeneización etnonacionalista se extienden cada día de forma más peligrosa sobre Asia, al tiempo que, en Estados Unidos, y en menor medida en Reino Unido y en la Europa continental, los supremacistas blancos meten en el mismo saco todas las razas asiáticas. Los factores que han alimentado la actual animadversión, sobre todo contra los orientales y surorientales, son principalmente la pandemia, la guerra comercial entre Washington y Pekín, la batalla por los semiconductores, las acusaciones de espionaje, la creciente beligerancia de la geopolítica y las redes sociales. 

Un estudio conjunto de diversas fundaciones y universidades estadounidenses, incluido el Centro de Investigaciones Pew, publicado el pasado mayo, revela que los asiáticos –el grupo racial que más crece en EE UU– se sienten inseguros y temen las amenazas y los ataques físicos de su entorno. El informe señala que el sentimiento antiasiático no ha disminuido con el fin de la pandemia, y estereotipos inexactos, como que todos son prósperos, siguen dañando la percepción de esta comunidad. 

La violencia y el racismo contra los 21 millones de asiáticos, que suponen el 6% de la población estadounidense, no deja de aumentar desde la matanza de Atlanta (Georgia), en la que seis de los ocho asesinados fueron mujeres asiáticas. Así, tres de cada cuatro estadounidenses de origen chino declararon haber experimentado discriminación racial en los últimos 12 meses y uno de cada cinco sufrió insultos o acoso.

El presidente Donald Trump alentó la violencia antiasiática no solo con sus declaraciones sobre el “virus chino” y la “gripe kung”, sino también con la llamada "Iniciativa china", referida a los científicos residentes en EE UU con supuestas conexiones con Pekín, lo que desató una caza de brujas al más puro estilo macartista. Más de 150 científicos y profesores fueron investigados abiertamente por el FBI y dos docenas fueron acusados ​​penalmente antes de que el Departamento de Justicia eliminara la iniciativa, en febrero de 2022.

Este clima de desconfianza y odio envenena a los mismos asiáticos que luchan por diferenciarse unos de otros, en especial de los chinos, la etnia actualmente en la picota. En las elecciones de noviembre de 2022, en la reñida contienda por hacerse con un escaño del Congreso por California, la republicana de origen coreano Michelle Park Steel no se cansó de repetir que su contendiente Jay Chen había sido designado por Pekín, que tenía conexiones con el Partido Comunista Chino y que era leal a República Popular. No es posible saber la influencia de estos ataques verbales en su triunfo.

En realidad, la discriminación asiática no es nueva ni en Estados Unidos ni en Europa. En EEUU comenzó casi al mismo tiempo que la fiebre del oro movilizó hacia California a los primeros 25.000 chinos, a mediados del siglo XIX. De inmediato se enfrentaron a la hostilidad de los colonos blancos, que les vieron como una amenaza económica, para la salud y para la moral. Se promulgó entonces la Ley de Exclusión de China de 1882, que frenó en seco la inmigración. Los que ya estaban en territorio estadounidense sufrieron linchamientos, desplazamientos urbanos y ataques violentos sin apenas poder defenderse, ya que el Tribunal Supremo de California dictaminó en 1853 que los testigos chinos no podían declarar contra los blancos. 

A finales del XIX y principios del XX se produjeron oleadas de inmigrantes procedentes de Japón y del sureste asiático, pero pronto chocaron con la Ley de Inmigración de 1924, que buscaba garantizar la supremacía de la población e inmigración blanca. El racismo antiasiático tuvo su cénit durante la Segunda Guerra Mundial, cuando tras el ataque a Pearl Harbour los 120.000 japoneses –dos tercios de ellos ya estadounidenses– fueron internados en campos de concentración. Por el contrario, la Administración Roosevelt, que necesitaba el apoyo chino en su guerra contra Japón, se dedicó a cultivar a los inmigrantes chinos, derogó la Ley de 1882 y aplaudió sus valores culturales como solución a los males sociales. Fue el único momento dulce para los chinos en EE UU.

Con la Guerra Fría, la de Corea y luego la de Vietnam, volvieron, aunque más contenidas, la persecución y la desconfianza generadas esta vez por la obsesión anticomunista, hacia los inmigrantes asiáticos, a los que se habían sumado oleadas de camboyanos, laosianos y vietnamitas. Pero, al mismo tiempo, fue tomando cuerpo el estereotipo de los asiáticos como “minoría modelo”: rica, diligente, trabajadora y estudiosa, frente al activismo de la minoría negra y su dependencia de los “cheques de asistencia social”.

Entonces y ahora, los asiáticos rechazan ser considerados la “minoría modelo” porque no quieren ser utilizados para “deslegitimar la lucha de los afroamericanos por sus derechos” y porque perjudica a los más desfavorecidos de entre ellos que no reciben ayuda social. Sus asociaciones han criticado la decisión del Tribunal Supremo del pasado junio de acabar con la discriminación positiva por motivos raciales en el acceso a la universidad, lo que afectará muy negativamente a negros y latinos. Los asiáticos, con un alto porcentaje de acceso en las universidades más prestigiosas –28% en Harvard y 21% en Yale– temen que la medida, aprobada por la mayoría conservadora del Supremo alimente la discordia y el odio entre las minorías. 

Vigilia para #StopAsianHate en West Hollywood, California. (Matt Winkelmeyer/Getty Images)

En Reino Unido, más que en la Europa continental, los asiáticos orientales y sudorientales también han sido el blanco de un importante incremento de los delitos de odio desde el inicio de la pandemia con numerosos ataques físicos e insultos. Según Arnold Ma, fundador de Every Asian Voice, una plataforma digital creada para dar a conocer los problemas de la comunidad asiática y promover el debate, en Reino Unido siempre ha habido racismo antiasiático, pero el actual es en gran medida un “efecto colateral” del de Estados Unidos. Ma sostiene que para ponerle freno hay que analizarlo y discutirlo. De igual manera, el movimiento #StopAsianHate y diversas asociaciones asiáticas tanto en EE UU como en Europa tratan de “autoeducarse sobre el racismo antiasiático” para entender lo que sucede, estudiar el problema y comprender la complejidad que encierra.  

Una encuesta del Pew Center de noviembre de 2021 señala que el 90% de los nacionales de Japón, Taiwán, Corea del Sur, Malasia, Singapur y otros países de la zona considera que la discriminación racial y étnica es un “problema grave” de EE UU, pero no lo ven en sus países, con excepción de Corea del Sur. Algunas ONG ya han comenzado a poner sobre la mesa situaciones interiores de racismo y xenofobia, como la malaya KOMAS, pero aún falta mucho para que el debate se haga presente. En China no hay discusión posible. Deng Xiaoping, el arquitecto de la reforma económica, declaró que “desde que se fundó la nueva China en 1949, nunca ha habido discriminación étnica en el país”.

La violencia experimentada en los últimos años por los inmigrantes asiáticos –desde tiroteos y golpes a insultos, pasando por la quema de negocios– ha incidido enormemente en el sentimiento de no pertenencia al país de acogida, sobre todo entre los jóvenes y las mujeres. Según un estudio de la Brookings Institution, sólo el 19% de los jóvenes asiáticos estadounidenses de entre 18 y 24 años considera que son plenamente aceptados y que pertenecen completamente a EE UU. Las mujeres son también las que se perciben menos integradas. Solo el 27%, frente al 33% de los hombres, se sienten plenamente aceptadas.

El racismo no entiende de geopolítica. Un sindicato de instaladores y fontaneros de Arizona ha pedido al Congreso estadounidense que bloquee la concesión de visados de trabajo a la Taiwan Semiconductor Manufacturing Company (TSMC), que anunció que llevaría a 800 de sus operarios para acelerar la construcción de la fábrica de microchips avanzados, que el presidente Joe Biden quiere instalar en Phoenix. TSMC es el principal fabricante de chips del mundo y, como parte de la guerra tecnológica contra China, Biden quiere que EE UU no solo tenga el diseño de las nuevas obleas sino que también las fabrique. Según esta compañía, la falta de personal cualificado le obliga a retrasar la fabricación de chips de cinco nanómetros hasta 2025. El sindicato la acusa de “falta de respeto por los trabajadores estadounidenses… tergiversando la calidad, las habilidades y la experiencia de la fuerza laboral de Arizona”.

Indudablemente estas actitudes tienen un fuerte impacto negativo en la comunidad asiática, pero cada día son más los miembros de ésta que piensan que para acabar con ellas hay que comenzar porque los mismos asiáticos reconozcan su racismo. A finales de agosto, un doctorando chino de la Universidad de Carolina del Norte mató a uno de sus profesores, también de ascendencia china. Para el profesor de la Universidad de Columbia Merlin Chowkwanyun, de origen chino-tailandés, esa tragedia “avivará los estereotipos de los asiáticos como eternos forasteros, incluso si han vivido en Estados Unidos durante seis generaciones”.