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Voluntarios indios de la organización nacionalista hinduista de derechas, Rashtriya Swayamsevak Sangh, rezan durante la Shakha en Amritsar, India. (NARINDER NANU/AFP/Getty Images)

¿Es posible que el siglo XXI sea de Asia con el creciente aumento del nacionalismo que están experimentando diferentes países del continente?

La marea nacionalista que barre el mundo amenaza con devenir en tsunami en Asia, donde ha desatado, tanto entre las democracias como entre los regímenes de partido único, una frenética carrera tecnológica que incluye la armamentista. Con más de la mitad de la población mundial, 4.571 millones de habitantes, y casi el 34% del PIB, Asia es, con enorme diferencia, el continente que más crece económicamente, lo que en 2019 la convertirá en responsable del 63% del total del crecimiento económico del planeta.

En el año 2030, siete de las diez primeras economías mundiales por Paridad de Poder Adquisitivo (PPP), serán de un país asiático, según el Stardard Chartered, incluidas Rusia y Turquía, que tienen parte de su territorio en Europa y son los nexos de unión de Eurasia por el norte y por el sur, respectivamente. Si bien muchas de estas naciones han logrado usar el nacionalismo para desarrollarse y democratizarse, como Corea del Sur e Indonesia donde tiene un carácter inclusivo, hay también un nacionalismo que genera formas de exclusivismo que frenan el avance económico y político. Es el caso de Myanmar donde las esperanzas puestas en el liderazgo de Aung San Suu Kyi quedaron sepultadas por lo que Naciones Unidas califica de “intención genocida” contra los rohingyas, una etnia de religión musulmana, en un país de mayoría budista.

Procedente de Europa, el nacionalismo surge en Asia en el siglo XX en tres grandes corrientes: la de la excepcionalidad del Japón imperial, la revolucionaria de China y la anticolonialista de India. Pese a las enormes diferencias en la evolución de estos países, hoy se percibe en las nuevas generaciones de los tres una afirmación identitaria de carácter nacionalista, ligada a los intereses populistas de sus líderes y al fenómeno de la globalización.

Este artículo pretende analizar el auge del nacionalismo asiático (excluyendo a Rusia, Turquía y Oriente Medio), centrándose en tendencias derivadas de las primitivas corrientes y su influencia en el este y el sur de Asia. Aunque no parece probable que un choque de nacionalismos desencadene en el continente una guerra de grandes proporciones, es evidente que el ascenso global del capitalismo neoliberal ha reforzado un nacionalismo populista y chovinista, que acrecienta la tensión entre el yo y el otro, tanto dentro de los Estados como fuera, lo que coloca en el disparadero cuestiones sin resolver como las diferencias fronterizas, al tiempo que dificulta la búsqueda de soluciones a problemas de la globalización como la inmigración y el cambio climático.

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Un grupo de personas norcoreanas miran un vídeo mostrado en una pantalla en Pyongyang que muestra la imagen de un documento firmado por el líder de Corea del Norte, Kim Jong-un donde declara estar desarrollando la bomba de hidrógeno. (KIM WON-JIN/AFP/Getty Images)

Corea del Norte representa el hípernacionalismo más desestabilizador de la región. Peter Hayes, director del instituto californiano Nautilus para la Seguridad y la Sostenibilidad, lo denomina “nacionalismo nuclear” y considera que emana de la decisión de EE UU de desplegar armas nucleares en Corea del Sur en 1958 (retiradas en 1991) y se alimenta de la división de la península coreana. Frente a la aplastante superioridad económica, tecnológica y militar convencional de Seúl, el régimen de Piongyang –pobre, aislado y estancado en el pasado— ha hecho del programa atómico su tabla de salvación. Kim Jong-un lo sustenta en el marco ideológico creado por su abuelo y fundador de la República Popular Democrática de Corea, Kim Il-sung. Su origen es la lucha contra la ocupación japonesa (1910-1945) y la defensa a ultranza de la unificación de la península, la independencia, la soberanía y la no sumisión a las grandes potencias, muy en especial a China, de la que históricamente Corea fue un reino tributario, lo que no quiere volver a ser, aunque el 90% de su actual comercio sea con Pekín.

Donald Trump menospreció el “nacionalismo nuclear” de Kim Jong-un. Tras conseguir del dirigente norcoreano una moratoria en las pruebas atómicas y de misiles balísticos, lo que facilitó la primera cumbre entre ambos, Trump pensó que en un segundo encuentro lograría que el régimen le proporcionase todos los detalles de su capacidad nuclear como paso previo al desmantelamiento, sin atender la demanda de levantar primero las fuertes sanciones económicas que pesan sobre el país y su cúpula dirigente. La cumbre de Vietnam, en febrero pasado, fue un rotundo fracaso para el presidente norteamericano. La moratoria sigue vigente, pero su continuidad depende de un “nacionalismo nuclear” aún más firme que antes.

El fenómeno tiene muy distintas características en Cachemira, un eterno punto caliente siempre en riesgo de que una chispa provoque un incendio, como puso de manifiesto el derribo paquistaní, en febrero pasado, de dos cazas indios que cruzaron la Línea de Control trazada por Naciones Unidas en 1971, después de la tercera guerra heredada de la partición del Imperio británico en 1947 entre India y Pakistán. En la dividida Cachemira bullen las xenofobias india, paquistaní y cachemir. Esta disputada región, a los pies del Himalaya, podría incluirse dentro del nacionalismo nuclear, ya que los enemigos que se la disputan, India y Pakistán, son potencias atómicas.

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Residentes indios muestran sus dedos en favor de la bandera nacional de India en Chennai. (ARUN SANKAR/AFP/Getty Images)

La ocupación masiva por parte de India, con hasta 500.000 soldados, indigna a la mayoría de los cachemires y alimenta las aspiraciones separatistas por las que murieron miles de manifestantes en enfrentamientos con las tropas indias durante las protestas dirigidas por el Frente de Liberación de Yamu y Cachemira en la década de los 80. Mientras tanto, el apoyo oportunista de Pakistán al terrorismo transfronterizo aumenta el fanatismo de grupos que encuentran asilo y cobijo en ese país.

Islamabad sigue sin comprender que el radicalismo de esos grupos es lo que ha alejado a los cachemires de Pakistán, un país nacido en base a la religión musulmana, principal fuerza de cohesión, ya que las dictaduras militares y la corrupción impidieron forjar un carácter identitario firme. El Pakistán alumbrado con dos regiones separadas por 1.500 kilómetros de distancia se desintegró en 1971 cuando el nacionalismo bengalí, en lo que hoy es Bangladesh, se convirtió en símbolo de resistencia contra la elite dominante de los paquistaníes occidentales, impulsado por el rechazo a igualar el estatus de la lengua bengalí con la oficial, el urdu, que solo hablaba el 10% de la población. Al contrario que en el resto del continente donde el nacionalismo se expande peligrosamente, el sector más progresista de la sociedad civil paquistaní lo echa en falta como argamasa identitaria con la que unir el país y frenar el conservadurismo religioso.

Mientras, la crisis con Pakistán devolvió a Narendra Modi, en campaña para las elecciones generales indias que concluyen el 19 de mayo, parte de la popularidad perdida en cinco años de gobierno al frente del partido conservador hindú BJP, que difunde una filosofía de nosotros contra ellos en un país de 1.300 millones de habitantes, de los que el 13% son musulmanes. Con más de 100 grupos étnicos y lenguas, India se fundó sobre la diversidad, incluida la religiosa, pero nunca hasta ahora la división entre hindúes (80%) y el resto de los creyentes había sido tan profunda. Modi utiliza el miedo al terrorismo de Pakistán de forma parecida a como el nacionalismo exclusivista del presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, instrumentaliza el miedo a los cárteles de la droga.

Además, el reforzamiento de la política exterior india y su papel geopolítico con respecto a China, con la que mantiene una importante disputa fronteriza por la que se enfrentaron en 1962, va acompañado de una masiva compra de armamento para modernizar el Ejército. Modi busca el liderazgo indio no solo en el subcontinente asiático, sino también en la región Indo-Pacífico, término de carácter geoestratégico utilizado desde 2007 para contrarrestar el de Asia-Pacífico, más identificado con China.

Esta región del Indo-Pacífico, en la que Japón se incluyó desde el primer momento, aglutina otros nacionalismos que tienen en común el temor al hegemón chino. El japonés, dormido tras el desastre al que le condujo el nefasto militarismo imperial en la primera mitad del siglo XX, despertó durante los gobiernos de Junichiro Koizumi (2001-2006) y ha seguido creciendo con Shinzo Abe (primer ministro desde 2012), cuyo sueño es reformar el artículo 9 de la Constitución redactada e impuesta en 1946 por los ocupantes estadounidenses. Ese artículo recoge la “renuncia para siempre a la guerra como derecho soberano de la nación”. Aunque Abe goza de una holgada mayoría parlamentaria, no cuenta con los dos tercios de las dos cámaras de la Dieta necesarios para modificar la Carta Magna y sigue sin vencer la reticencia a acabar con el pacifismo de la mayoría de la población, que tendría que aprobar en referéndum los cambios. Los países que sufrieron la agresión japonesa, en especial China y las dos Coreas, critican los pasos de Abe en esa dirección.

Símbolo del despertar nacionalista fueron las visitas de Koizumi al santuario de Yasukuni. En este templo sintoísta se veneran las almas de los casi dos millones y medio de soldados japoneses muertos en las contiendas libradas por el país desde la restauración Meiji, en 1868, incluidas las de 14 criminales de guerra de clase A de la Segunda Guerra Mundial, según la sentencia del Tribunal Militar Internacional para el Lejano Oriente. Además, se modificaron los libros de texto de historia, minimizando la barbarie de la agresión japonesa. Tales acciones desataron fuertes protestas en China y Corea del Sur. En este clima, la disputa por la soberanía de las islas Diaoyu/Senkaku (según sea su nombre en chino o japonés), redujo al mínimo las relaciones Pekín-Tokio y elevó considerablemente la tensión en el mar del Este de China.

Tanto Koizumi como Abe recurrieron al espíritu nacional para arrancar a Japón de la crisis casi existencial –agravada por el desplome de la natalidad– que atraviesa desde el estallido de las burbujas financiera e inmobiliaria hace un cuarto de siglo. Preocupados por el “nacionalismo nuclear” tanto de Corea del Norte como de China, Koizumi creó el Ministerio de Defensa y Abe ha dotado a sus Fuerzas de Defensa (oficialmente no hay Ejército) del armamento más avanzado. En el plano diplomático, Tokio ha desplegado la política exterior más activa de Japón desde la Segunda Guerra Mundial, incluido un acercamiento a Rusia con la difícil aspiración de recuperar las islas Kuriles ocupadas por el Ejército soviético en 1945.

Otro de los puntos más volátiles de Asia es el mar del Sur de China, donde confluyen varios diferendos fronterizos. Pekín reivindica el 80% de sus aguas y se ha empeñado en la construcción de islas artificiales para instalaciones militares, con lo que azuza los nacionalismos de Vietnam, Filipinas, Malasia, Brunei e Indonesia, países afectados por lo que denomina su “pertenencia histórica”. En respuesta, Vietnam ha disparado sus compras de armamento hasta un 700% en los últimos 10 años y los demás las han duplicado. La actuación china alarma también a Estados Unidos, que percibe en “la militarización del mar del Sur de China” la intención del Partido Comunista Chino (PCCh) de expulsarle de Asia.

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Uigures se manifiestan contra los campos de reeducación chinos. (EMMANUEL DUNAND/AFP/Getty Images)

Desde que Xi Jinping llegó al poder, en noviembre de 2012, ha impulsado un nacionalismo que tiene como objetivo “el gran rejuvenecimiento de la nación” y pasa por recuperar la influencia que la China imperial tenía sobre sus vecinos. Xi acompaña la modernización y la capacidad combativa del Ejército con una política exterior muy asertiva, que apuesta por la exigencia de que sus vecinos reconozcan la soberanía de Pekín sobre los territorios y aguas en disputa en el mar del Este y el mar del Sur de China.

Con referencias continuas al siglo de humillación, que se extiende de 1839 –inicio de la primera guerra del opio– a 1949 –año de la victoria comunista y la fundación de la República Popular–, el PCCh reivindica su posición de columna vertebral de un país que, según el Fondo Monetario Internacional, se convirtió en 2014 en la primera economía del mundo por PPP (paridad del poder adquisitivo). Desde los éxitos en el desarrollo económico, hace una defensa cerrada del modelo meritocrático de partido único frente “al cortoplacismo y la falta de experiencia de los líderes de la democracia occidental” y abre la puerta para que los países en desarrollo estudien este sistema.

Xi Jinping proclama un “sueño de China” que abarca desde la reunificación territorial –con amenazas a Taiwán, donde se refugiaron los nacionalistas tras perder la guerra civil en 1949, de recuperarla por la fuerza si fuese necesario— a la unificación identitaria, que engloba tanto a la mayoría han, que supone el 91% de los 1.400 millones de habitantes, como a las 55 etnias reconocidas como minorías nacionales e, incluso, a los chinos residentes en el extranjero. Las innovaciones en inteligencia artificial han sido puestas al servicio de este nacionalismo identitario por el que un millón de uigures —etnia originaria de la provincia de Xinjiang, de religión musulmana y lengua túrquica—, han sido enviados a campos de reeducación para ser asimilados, según denuncian diversas organizaciones de derechos humanos extranjeras.

George Orwell consideraba el nacionalismo “uno de los peores enemigos de la paz”. Es evidente que los países asiáticos tendrán que hacer un esfuerzo por domeñar este cáncer si quieren que el XXI sea el siglo de Asia.