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El Primer Ministro japonés, Shinzo Abe, y el Presidente chino, Xi Jinping, en una reunión bilateral en Vladivostok, septiembre 2018. Jiji Press/AFP/Getty Images

Aunque Pekín y Tokio han dado un importante impulso a las relaciones bilaterales, los puntos de fricción permanecen, dañando cíclicamente el entendimiento mutuo.

El reciente viaje a China de Shinzo Abe es un importante gesto del Primer Ministro japonés hacia su vecino, que ha querido valorarlo como el inicio de una “nueva era” en las conflictivas relaciones bilaterales. El invitado de piedra a la reunión entre Abe y el Presidente chino, Xi Jinping, fue Donald Trump, quien con su guerra comercial contra China y sus exabruptos al aliado nipón para que contribuya más a su propia defensa, puso sordina a los enfrentamientos entre Pekín y Tokio, que vuelven a considerar las ventajas de una buena vecindad.

El acercamiento económico es fácil. China es el segundo socio comercial de Japón, con unos intercambios de 300.000 millones de dólares en 2017, y los dos países se necesitan más que nunca. El freno a las inversiones tecnológicas chinas en EE UU convierte a Japón, otra potencia tecnológica, en un atractivo socio. De igual modo, con una demografía menguante, la tercera economía del mundo precisa del gigantesco mercado de su vecino para sostenerse. En China hay 30.000 empresas niponas, que han invertido más de 100.000 millones de dólares en estas cuatro décadas de apertura al exterior del Imperio del Centro.

Casi 500 grandes empresarios acompañaron a Abe en su viaje y como símbolo de la bonanza económica bilateral se firmaron unos 500 acuerdos por un montante de 2.600 millones de dólares, sobre infraestructuras, energía, coches eléctricos y cooperación en terceros países. Además, se alcanzó un pacto de intercambio de divisas entre sus respectivos bancos centrales de 30.000 millones de dólares, para impulsar los negocios conjuntos y fortalecer la estabilidad financiera.

“Debemos implementar el consenso entre socios y renunciar a las amenazas”, dijo el secretario general del Partico Comunista Chino, que recibió con suma cordialidad a su invitado y presidente del Partido Liberal Democrático, el primer líder japonés que visita China desde 2011.

Sin embargo, sobre el entendimiento entre los dos vecinos siguen planeando los agravios de la brutal agresión japonesa (1931-1945) y la disputa sobre la soberanía de las islas Diaoyu/Senkaku (según se denominen en chino o japonés), situadas en el mar del Este de China e incluidas en el Acuerdo de Defensa que rige las relaciones Japón-EE UU. Ambas cuestiones desatan frecuentes crisis de distinta intensidad. Una de las más graves se produjo en 2012, cuando el Gobierno nipón compró a su propietario privado tres islotes para evitar que cayeran en poder del ultranacionalista Shintaro Ishihara, que entonces era gobernador de Tokio y había anunciado su compra. Pekín lo consideró una “farsa inadmisible”. Al año siguiente hubo un nuevo revés, cuando Abe visitó el santuario de Yasukuni, donde se veneran las almas de los 2.500.000 japoneses muertos por las guerras desde 1868, incluidas las de 14 criminales de guerra Clase A, juzgados y sentenciados –la mitad de ellos a muerte– tras la Segunda Guerra Mundial.

En la declaración conjunta de 1972, que abrió las puertas al establecimiento de las relaciones diplomáticas bilaterales, Japón reconoció el “enorme daño causado al pueblo chino” y Pekín renunció a las indemnizaciones de guerra. “Ninguno de los dos países debe buscar la hegemonía en la región de Asia y el Pacífico y cada uno se opone a los esfuerzos de cualquier otro país o grupo de Estados para establecer dicha hegemonía”, señala el texto.

El gran impulso a las relaciones lo propició el viaje a Tokio de Deng Xiaoping tres meses después de que se firmara, en agosto de 1978, el Tratado de Paz y Amistad entre los dos países, del que ahora se cumple el 40º aniversario. El llamado “arquitecto de la reforma” china declaró que, frente a la “turbulenta situación” que atravesaba el mundo, era muy importante propulsar las relaciones entre China y Japón y abogó por dejar “para las próximas generaciones” la solución de las diferencias en cuestiones de soberanía que frenaban su desarrollo. Al iniciarse, en diciembre de ese mismo año, la apertura de China al exterior, Japón se convirtió en su primer inversor y socio comercial y, a través del Banco Asiático de Desarrollo, con sede en Tokio, promovió la concesión de una cantidad ingente de créditos que ayudaron a su vecino a poner en marcha la reforma con la que en 2010 desbancó a Japón como segunda potencia económica mundial.

El pragmatismo que permitió dejar a un lado las disputas políticas en aras de la mejora económica convirtió en cíclicas las relaciones bilaterales. Esto significa que pasan de un periodo de bonanza a otro de enfrentamiento y de ahí, de nuevo a la bonanza. Abe deja atrás ahora las crisis de 2012 y 2013, que desataron hasta 50 días de protestas en numerosas ciudades chinas con decenas de miles de manifestantes y el boicoteo a los productos japoneses. En 2006, durante los 11 meses de su primera jefatura de Gobierno, Shinzo Abe logró apagar el incendio desatado por las repetidas visitas de su predecesor Junichiro Koizumi al santuario de Yasukuni con una declaración pública de que él no lo haría. En diciembre de 2012, cuando volvió al poder aupado por los votos más nacionalistas, la política de Abe hacia Pekín cambió. El temor al aislamiento generado por el “Estados Unidos primero” de Trump y la negativa de Kim Jong-un a incluir a Japón en las negociaciones para la desnuclearización de Corea del Norte facilitaron el nuevo golpe de timón de las relaciones entre Pekín y Tokio.

Japón arrastra el tercer mayor superávit comercial con EE UU –tras China y México—y, pese a la alianza que mantiene con Washington, ya ha sido sancionado con aranceles al acero y el aluminio. Además, la investigación lanzada por Trump en septiembre sobre las importaciones de automóviles “por cuestiones de seguridad nacional” fue vista como un ataque directo a los intereses nipones. No es de extrañar que Washington quiera revisar sus relaciones comerciales con Tokio y que, tras el éxito alcanzado en la renegociación de los acuerdos con Canadá y México, intente también imponer a sus socios asiáticos la cláusula que restringe los acuerdos comerciales con países que no son economías de mercado, es decir, con China.

Con una enorme experiencia en infraestructuras y una marcada rivalidad con Pekín para hacerse con los proyectos más suculentos del continente asiático, ambos gobiernos se mostraron dispuestos a “cooperar en terceros países” y aunar sinergias en el mastodóntico plan de la nueva Ruta de la Seda, denominado oficialmente la Franja y la Ruta, con el que China pretende crear toda una red de conexiones por tierra, mar y aire entre los dos extremos de Eurasia. Aunque el plan es tan vasto –ya agrupa a más de 70 Estados– que hay espacio para todos, Japón, a instancias de EE UU, se ha integrado junto con este país, Australia e India en el Quad, un grupo estratégico que compartía un Diálogo de Seguridad Cuadrilateral y ahora, a semejanza de la Franja y la Ruta, pretende promover el desarrollo de Asia y África.

Dentro del nuevo clima que posiblemente permitirá al presidente Xi Jinping visitar oficialmente Japón tras la cumbre del G20, prevista en la ciudad de Osaka para el próximo junio, la delegación nipona se mostró partidaria de retomar las negociaciones para la prospección y explotación conjunta de los yacimientos de gas y petróleo que se encuentran en las disputadas aguas del mar del Este de China. Los dos países firmaron en diciembre de 2007 un acuerdo al respecto, pero la cooperación se suspendió en 2010.

“Japón y China son vecinos y socios y debemos evitar convertirnos en amenazas del uno para el otro”, declaró Abe, tras asegurar que las relaciones bilaterales habían tocado fondo y se alcanzaba “un punto de inflexión histórico”. El Presidente chino no le fue a la zaga y habló de una “nueva dirección histórica”. Ambos hicieron hincapié en la importancia del libre mercado y el multilateralismo en estos tiempos de inestabilidad y creciente incertidumbre.

El viento aún no se había llevado todas las palabras de buena voluntad cuando el 31 de octubre la Fuerza de Autodefensa Aérea nipona recurrió a aviones de combate para interceptar un aparato espía chino que sobrevolaba las islas Diaoyu/Senkaku. Otro tanto ocurrió en julio, aunque entonces la nave espía fue interceptada primero por cazas de Corea del Sur que le obligaron a salir de la Zona de Investigación de la Defensa Aérea surcoreana. Este verano, Tokio también envió un avión de vigilancia antisubmarino al sorprender a una fragata de la Armada china navegando a unos 100 kilómetros al noreste de Japón. Estos frecuentes incidentes erosionan la confianza mutua y elevan el riesgo de un peligroso e indeseado percance.

Por encima de todo, China y Japón necesitan construir un clima de confianza mutua tanto a nivel de gobiernos como entre sus sociedades. La visita de Abe, si bien importante para dar un impulso a las relaciones bilaterales, no ha destruido ninguno de los puntos de fricción que cíclicamente dañan el entendimiento mutuo.

Una reciente encuesta del Centro de Investigación Pew con motivo del 40º aniversario de la política de Reforma y Apertura de China revela que el 81% de los japoneses prefiere el liderazgo mundial de EE UU antes que el de la República Popular. Muestran una alta insatisfacción general con China y uno de los índices más negativos en cuanto a cómo respeta las libertades individuales. Además, el 76% no confía en la gobernanza global del presidente Xi.

De momento, Japón forma parte del núcleo de aliados en que EE UU pretende apoyarse para frenar la expansión de la influencia china. El Pacífico se ha convertido en el escenario de una nueva guerra fría y la contención de China en el principal objetivo estadounidense. Si Tokio y Pekín consiguen llevar a buen término el compromiso de iniciar una nueva era de buena vecindad, las consecuencias no solo serán beneficiosas para los dos países, sino que supondrán un importante espaldarazo a un mundo multipolar más abierto y pacífico.