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Vista de la tierra. Imagen cortesía de la NASA.

¿Cuál puede ser el último bien global de la humanidad? Quizás sea uno que los contenga a todos y que, en última instancia, determine nuestro futuro.

Dentro de nada se cumplirá una efeméride singular: los cincuenta años del primer vuelo de circunvalación lunar realizado por los tres astronautas del Apollo 8 en diciembre de 1968. Hace ya medio siglo que una nave espacial tripulada logró cruzar el vacío entre la Tierra y la Luna, y desde la órbita de nuestro satélite, por vez primera unos ojos humanos pudieron ver –y fotografiar– al planeta azul como una brillante y delicada pompa de jabón flotando en el espacio.

Esta icónica imagen, que recibió el nombre de Earthrise, supuso, como bien avanzó el gran cosmólogo inglés Sir Fred Hoyle en 1948, que cambiáramos para siempre nuestra concepción del mundo. No hay mejor definición de la fragilidad de este punto azul pálido que la que usó el famoso astrónomo y divulgador Carl Sagan en 1994, en su libro del mismo título: “Nuestro planeta es una solitaria mota en la gran oscuridad cósmica que nos envuelve. (…) En toda esta vastedad, no hay ninguna prueba de que ayuda alguna vendrá de ningún sitio para salvarnos de nosotros mismos”.

He aquí las claves de este inabarcable océano de vacío en el que todos nosotros, la nave espacial Tierra, nos movemos. El espacio fue donde surgió la Tierra y el Sistema Solar hace ya más de 4.600 millones de años; donde el Sol, una estrella común, es el motor del clima, la fuente de toda la energía del planeta y el que posibilita la vida; donde esa evolución biológica que nos ha llevado hasta nosotros se ha visto determinada a menudo por fenómenos astronómicos –como el impacto de un asteroide que contribuyó a la extinción masiva de los dinosaurios, por ejemplo–; o donde el devenir de nuestra especie y civilización está condicionado por el hecho de vivir en la superficie de un pequeño planeta que flota en el espacio. Planeta, además, que, por lo que sabemos con certeza hoy en día, es el único que alberga vida en el universo (es más que probable que haya vida en otros mundos, pero aún no la hemos descubierto).

Así, podemos considerar que el espacio es el mayor de todos los bienes comunes globales, pues cualquiera de ellos en los que podamos pensar (océanos, atmósfera…) están en nuestro único planeta, y este, a su vez, forma parte del espacio.

 

¿De quién es el espacio?

Los retos a los que se enfrenta la sociedad actual mirando hacia el espacio están referidos fundamentalmente a dos: por un lado, los que implican el espacio cercano, esto es, la órbita terrestre y sus aledaños, incluyendo la Luna; y por otro, el espacio lejano, más allá del sistema Tierra-Luna, en especial, el resto de los mundos del Sistema Solar: planetas, satélites, asteroides y cometas… Si en el resto de los bienes comunes, dada su naturaleza, es complicado asignar responsabilidades o cargas, el espacio no lo es menos.

El abogado especialista en Derecho Internacional del Espacio y jefe de la sección legal de la consultora aeroespacial Orbspace Engineering, Rafael Moro Aguilar, comenta a este respecto que “el espacio, incluidos los cuerpos celestes, está exento de toda soberanía nacional, y, por tanto, de toda jurisdicción territorial”. Es más, los escasos tratados que se han redactado implicando el espacio, cinco en total desde 1967 hasta 1979, negociados por el Comité para Usos Pacíficos del Espacio Exterior de Naciones Unidas (COPUOS), son las únicas regulaciones existentes hoy en día, y solo han sido ratificadas por 87 Estados del mundo.

En junio de 2018 se celebró en Viena el 61º periodo de sesiones del COPUOS, y entre sus declaraciones generales “se expresó la opinión de que era importante que todos los Estados, así como la Comisión y sus subcomisiones, se asegurasen de que los valores consagrados en la Carta de Naciones Unidas constituyesen siempre la base de las iniciativas que emprendiese la humanidad en las infinitas extensiones del espacio”.

Al igual, se opinó que el espacio ultraterrestre debería explorarse y utilizarse solo con fines pacíficos. Literalmente: “En la exploración y utilización del espacio ultraterrestre, incluida la Luna y otros cuerpos celestes, los Estados deberían materializar una visión compartida del futuro que redundase en el interés superior de todos los países, sea cual fuere su grado de desarrollo económico y científico, de conformidad con el Derecho Internacional”. Ello no quita para que en el convulso mundo contemporáneo, surjan iniciativas como las de la Space Force del presidente Trump, que han sido fuertemente rebatidas por multitud de expertos, considerando que no es el camino a seguir. Dicho proyecto, presentado el pasado verano, consistiría en una nueva rama del Ejército estadounidense, orientada específicamente a “mantener la paz a través de la fuerza en el espacio” (Final Report on Organizational and Management Structure for the National Security Space Components of the Department of Defense, agosto 2018). Ello choca con las declaraciones expresadas por los miembros del COPUOS acerca de la utilización pacífica del espacio.

 

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Representación artística de la basura espacial alrededor de nuestro planeta basada en los datos de densidad de la misma. (Crédito: European Space Agency)

Hay que limpiar el cielo

Entre los desafíos que se encuentran en la utilización y explotación del espacio cercano, uno de los mayores y que más preocupa, es la proliferación de la basura espacial. Desde que en 1957 se puso en órbita el primer satélite artificial hasta ahora, se han lanzado al espacio más de 19.000 satélites, de los cuáles, según el último cómputo, en 2018 se hallan operativos unos 2000. ¿Y el resto? El Comando Estratégico de Estados Unidos, que rastrea todos los objetos artificiales en la órbita terrestre mayores de unos pocos centímetros de tamaño, calcula que existen cerca de 700.000 objetos de estas dimensiones alrededor de nuestro planeta: restos de cohetes, satélites fuera de servicio, tornillos y piezas de todo tipo, fragmentos de otros satélites que han colisionado o explotado… una multitud creciente de chatarra que empieza a convertirse en un serio problema para la flota de satélites activos que son fundamentales para la civilización moderna. Imaginemos lo que sería de nuestra tecnológica sociedad sin los servicios de comunicaciones, meteorología, GPS… Hay la bastante cantidad de desechos espaciales en órbita como para que estén continuamente chocando entre sí y creando todavía más basura, lo que aumenta cada día el riesgo de que un vehículo espacial activo colisione con estos restos. De hecho, este escenario ya ha ocurrido en el pasado, con satélites dañados o incluso destruidos por basura espacial: un ejemplo destacado tuvo lugar en 2009, con la colisión de un satélite operativo Iridium de telefonía móvil con una antigua nave rusa fuera de servicio.

Ahora se trata de ralentizar el crecimiento de nueva basura espacial con medidas como que cuando un satélite queda fuera de servicio este se desintegre en la atmósfera de la Tierra o bien pase a las denominadas “órbitas-cementerio”, donde no hay riesgo de que choquen con vehículos operativos. Sin embargo, parece imperativo que es necesario algún método para deshacerse de la basura existente. La iniciativa de la Agencia Espacial Europea CleanSpace es una de las que está desarrollando las tecnologías requeridas, como procesado avanzado de imágenes, sistemas más precisos de guiado, navegación y control de los satélites y, por supuesto, sondas robóticas para capturar los fragmentos más grandes de chatarra espacial. Otras naciones, como China, a través de su Fundación Nacional para las Ciencias Naturales, están igualmente elaborando proyectos de eliminación de basura espacial, en su caso, empleando láseres situados en órbita terrestre.

 

Minería de asteroides

Más allá de la abigarrada órbita terrestre, la exploración del espacio ha sido capaz de realizar reconocimientos con naves automáticas no tripuladas de todos los planetas del Sistema Solar, de muchas de sus lunas, y de una variada muestra de cometas y asteroides. El espacio interplanetario y los cuerpos que lo pueblan es y será por mucho tiempo el único accesible a la tecnología humana. Esta primera etapa de exploración ha aumentado enormemente el conocimiento de los mundos vecinos de nuestro sistema planetario. Hemos sido capaces de sobrevolar, orbitar e incluso aterrizar en varios de ellos, caracterizando sus superficies, sus atmósferas… sus recursos, en definitiva. Y con la explotación de la Tierra empezando a alcanzar un punto límite, hay todo un inmenso potencial de materias primas ahí fuera.

En un informe especial del Financial Times en octubre de 2017 sobre la llamada minería espacial, se decía que su coste era muy alto y el retorno económico no inmediato, pero que ya se hallaba en el reino de lo probable. Se han catalogado ya cerca de un millón de asteroides en el Sistema Solar, cuerpos que van de un tamaño de pocos metros hasta centenares de kilómetros de diámetro, y que se encuentran compuestos de todo tipo de minerales, valorados en billones de dólares. A distancias de millones de kilómetros de la Tierra, son de muy difícil acceso, pero no imposible. A partir de estudios como el realizado por la International Space University en 2010, han surgido empresas en Luxemburgo y en Estados Unidos que están empezando a prepararse para las primeras etapas de prospección de asteroides candidatos. Tal y como se especifica en el artículo I del Tratado del Espacio aprobado en la Asamblea General de Naciones Unidas en diciembre de 1966, “la exploración y utilización del espacio ultraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes, deberán hacerse en provecho e interés de todos los países (…)”. Obviamente, la ambigüedad del texto –utilización, provecho…– está abierto a interpretaciones, y a falta de futuras regulaciones más específicas, es más que posible que en la segunda mitad de este siglo puedan comenzar las primeras operaciones mineras en asteroides cercanos.

 

La última ¿frontera?

Estas concepciones de explotación económica del espacio que hemos visto son las predominantes hoy en día, y se sigue suponiendo al espacio como la última frontera de la humanidad. No obstante, no son pocas las voces que razonan que deberíamos de dejar de considerarlo, no como frontera a explotar, sino como un enfoque de oportunidad para mejorar la vida en la Tierra.

En 1987, Frank White publicó un libro titulado The Overview Effect-Space Exploration and Human Evolution (El Efecto Perspectiva-Exploración Espacial y Evolución Humana), en el que se introducía por vez primera el concepto del Overview Effect, un cambio cognitivo en la conciencia de la Tierra como un ente frágil y aislado en el espacio experimentado por el asombro de numerosos astronautas al ver a nuestro planeta desde fuera, y el deseo de protegerlo en su singularidad. Fruto de estas experiencias, en 2008 nació el Overview Institute en Nueva York, una sociedad civil que propugna un cambio de paradigma en nuestro concepto del espacio y de la Tierra en él.

Iniciativas como las de este instituto son cada vez más populares y han impulsado a otras organizaciones como la prestigiosa Space Frontier Foundation para que se unan a ella. No obstante, los líderes de las nuevas y prometedoras industrias espaciales, gurús como Elon Musk (SpaceX), Jeff Bezos (Blue Origin) o Richard Branson (Virgin Galactic), abogan por la explotación comercial del espacio. Algunos analistas opinan que deberían de tener en cuenta este nuevo paradigma basado en la sostenibilidad y la protección, en línea con las tendencias en otros bienes comunes como la atmósfera y los océanos. El tiempo dirá si seremos capaces de ello.